TODO LO QUE VIENE DESPUÉS
Desde entonces, dos o tres veces por semana me enviaban a la casa de Sanders.
—¿Quién iba antes de mí? —pregunté a Greve, mi jefe.
—Maldani —me contestó de mal modo—. Está de vacaciones. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada.
Me acordaba de Maldani, bajito, medio colorado. Lo había visto dos o tres veces. Después, nunca más.
El ascensorista, como veía subir y bajar a todo el mundo, estaba al tanto de todo. Él me dio novedades sobre Maldani:
—¡Qué va a estar de vacaciones! Tiene parte de accidentado. Parece que se cayó por unas escaleras cuando cruzaba el puente del ferrocarril. Unos moretones, nada más.
Yo debía pasar por ese puente siempre que iba a casa de Sanders. Era un puente de hierro y siempre estaba desierto.
A veces las cajas que me entregaba Sanders eran livianas, y otras, pesadas, como si hubiera ladrillos en su interior. Cuando llegaban las cajas al piso donde trabajaban los escritores, estos me arrancaban el tesoro de las manos sin decir ni gracias. Con la cara iluminada por la curiosidad, se asomaban a su interior. Una vez me animé a acercarme para ver qué era lo que causaba tanta ansiedad. Esperaba encontrar un talismán, un objeto mágico que justificara aquellas miradas extasiadas: lo que vi fue una zapatilla vieja.
Cada vez que visitaba el séptimo piso, para buscar dibujos que enrollaba y ponía en el tubo de metal que cargaba a la espalda, me detenía a hablar con Laurenz.
Cuando le pregunté por Sanders, me respondió:
—Sanders es un buscador de finales.
—¿Qué es eso?
—Que él mismo te lo explique. Es fácil definir un triángulo. O una máquina de coser. Más difícil es definir el color amarillo, o la lluvia, o a un buscador de finales.
—No creo que quiera hablar conmigo. Es un viejo amargado que ni siquiera me abre la puerta. Todavía no le he visto la cara.
Laurenz suspiró.
—Los guionistas y los escritores de novelas siempre se traban cuando llega el momento de escribir el final de la historia. Y cuando vacilan, todo parece vacilar: los cowboys disparan sin ganas, los amantes se besan de puro compromiso, los monstruos, cansados, dejan de asustar. De eso se ocupa Sanders. Lee la historia y guiado por un sexto sentido encuentra un objeto que le permite al guionista terminar la historia.
—¿Todo eso solo para un final?
—Es que el final lo es todo. ¿No viste el cartel? Está en la sala de Escritores, al fondo. Lo puso Jacobo Libra, el dueño de la editorial, para que nadie olvide la importancia de los finales.
Apenas terminé de hablar con Laurenz subí por la escalera hasta el octavo piso. Era cierto: ahí estaba el cartel. El sol que entraba por las ventanas había desteñido las palabras hasta convertirlas casi en un mensaje secreto.
Y leí:
EL FINAL, AMIGO, ¿LO VES?
ES LO QUE VIENE DESPUÉS
DEL HABÍA UNA VEZ.
Fue durante mi quinto o sexto envío cuando la curiosidad me venció y empecé a mirar lo que había dentro de las cajas. No era difícil desatar el nudo de piolín amarillo y luego volver a atarlo tal como estaba. Aquellos objetos no parecían tener ningún sentido. Encontré:
- Una pluma de paloma.
- Un reloj de bolsillo.
- Una página de diccionario.
- Un boleto de tren (en esa época eran de cartón).
- Un paraguas roto.
- Un grillo muerto.
Entonces pensé: El señor Sanders se gana fácil la vida.