LA CASA DE SANDERS
Y así fue como decidí presentarme como aspirante a cadete: en una oficina llené un formulario de papel amarillo, tratando de que me saliera buena letra. Esperé una semana, dos semanas, tres semanas, y me llamaron.
El jefe de los cadetes, el señor Greve, me miró con severidad y me tendió un uniforme.
—¡A prueba! —me dijo, para que yo no diera por sentado que el trabajo era mío.
No se habían preocupado por buscar un uniforme de mi tamaño. Intenté protestar.
—¡A prueba! —me recordó el señor Greve.
Todo me quedaba grande: los borceguíes, duros y negros, acordonados; los pantalones, la camisa gris. Inclusive el pañuelo que debía atarme al cuello tenía el tamaño de una sábana. Una parte fundamental del uniforme era un tubo metálico con correas de cuero que debía ajustarme a la espalda. También tenía que usar unos guantes gruesos de goma negra.
—¿Para qué quiero guantes? —pregunté.
El señor Greve no se dignó a contestarme, pero uno de los cadetes, Nogueras, alto y rubio, me respondió con tal ceremonia que me di cuenta de que me había tomado a la ligera una cuestión de suma importancia:
—Los cadetes marchamos tan rápido que las suelas de los borceguíes generan electricidad estática. Apenas tocamos algo de metal salta una chispa y se nos chamuscan los dedos.
Todo el uniforme tenía el aire un poco ridículo de los exploradores, pero gracias a los guantes, los superábamos. Apenas salí de la sala de cadetes me saqué los guantes. Media hora más tarde, después de haber subido y bajado las escaleras, me decidí a usar el ascensor. Apenas toqué el botón de llamada la descarga fue tan fuerte que caí sentado.
El ascensor se abrió y el ascensorista se quedó mirando cómo me frotaba los dedos chamuscados.
—Los guantes, muchacho.
Me puse los guantes de inmediato y desde entonces no me los volví a sacar.
Durante más de un mes trabajé sin salir del edificio. Era un trabajo agotador, todo el día subiendo y bajando las escaleras. Además mis pies bailaban dentro de los enormes borceguíes. A pesar del cansancio estaba contento: todos los días veía trabajar a los dibujantes y a los letristas. Estos eran unos treinta y estaban siempre mucho más angustiados que los dibujantes. Vivían pendientes de los rumores; esperaban ansiosos que alguno de los dibujantes se jubilara o se fuera a vivir a una isla o sufriera algún accidente que le impidiera el uso de la mano, para poder así ocupar su lugar.
Conocí también a los guionistas y escritores, que ocupaban el octavo piso. Había unos cincuenta escritorios, cada uno con su máquina de escribir, de donde salían todas aquellas historias de amor, de terror, del Oeste, y las vidas de los Héroes de la Vida Real (próceres, inventores, científicos). Los guionistas y escritores tenían siempre los dedos manchados de tinta o de grasa, porque siempre estaban hurgando en el corazón secreto de las máquinas.
La primera vez que visité el octavo piso uno de los escritores me preguntó:
—¿Material de Sanders?
Yo ni siquiera sabía quién era Sanders. El escritor pareció muy decepcionado. Desde entonces, siempre que entraba me recibían con la misma pregunta:
—¿Material de Sanders?
Pero yo venía a buscar guiones para los dibujantes o a traer mensajes de los dibujantes (preguntas sobre algo que no habían entendido) o de los letristas, que habían encontrado una contradicción en las historias. Cuando les decía que no traía nada de Sanders, que ni siquiera conocía a Sanders, se quejaban como chicos.
—¿Y cómo voy a seguir?
O si no, señalando el gran calendario que había en la pared:
—¡Tengo que entregar la historia pasado mañana! ¿Cómo quiere que haga?
Yo no tenía ningún consuelo para estas quejas.
Un día Greve, el jefe de cadetes, me llamó y me dijo, como de costumbre:
—¡A prueba!
Pero luego agregó:
—A prueba estuviste hasta ahora. Hoy te voy a encargar un trabajo de la Mayor Responsabilidad.
(Dibujaba con el índice las letras en el aire para que yo supiera que se trataba de mayúsculas).
—Vas a ir a buscar materiales a la casa de Sanders.
Entonces me entregó un sobre grande, que contenía, imaginé, varias hojas de papel, y me explicó cómo llegar a la casa de Sanders.
El tal Sanders vivía cerca de la estación del ferrocarril: el barrio había conservado las casas bajas y las calles empedradas. La casa de Sanders, tan vieja como las otras, tenía los postigos cerrados. El timbre —una pieza de bronce— colgaba de un cable. Preferí golpear la puerta, para evitar el peligro de quedar electrocutado. Lo hice una, dos, tres veces, hasta que una voz me preguntó quién era:
—Un cadete de la Editorial Libra.
—¿Uno nuevo? ¿Y al otro qué le pasó? ¿Lo interceptaron?
—No sé.
La puerta se abrió unos centímetros. Entregué el sobre; a cambio recibí una caja de cartón atada con cordel amarillo.
—¿Está ahí todavía? —preguntó la voz—. Más tiempo tarda, más rápido lo interceptan.
Al marcharme me di cuenta de que en ningún momento había visto la cara de Sanders. Caminé a paso vivo. La caja, tan liviana, parecía vacía.