EL RADIOTEATRO DE LA NOCHE

«Yo me había especializado en buscar finales para radioteatros. Los programas salían por Radio del Pueblo y se grababan con público, en una gran sala con capacidad para trescientas personas. A veces actuaban orquestas en vivo. Y aunque el público tenía frente a sí a los actores, y veía que los piratas eran señores de traje y corbata y que la princesa era una señora con algún kilo de más, las palabras los llevaban a selvas, a transatlánticos, a montañas de hielo. En esa época nadie se interesaba por las historias realistas, con oficinistas cuyo sueldo no llega a fin de mes, y que se pelean con la esposa, o con jóvenes que no saben adónde ir el sábado a la noche. Con las palabras había que construir palacios, cavernas, catedrales. Había que crear la ilusión de la distancia —reinos remotos, mares helados— y a la vez la cercanía.

»Yo leía los guiones y buscaba los finales, pero no tenía, como Sanders, una oficina de objetos perdidos: yo miraba en la calle, en los papeles del suelo, entraba en los altillos de las casas, me asomaba a esas tiendas chinas donde se encuentra de todo. A veces traía pequeños objetos y otras, sencillamente una palabra.

»El más exitoso de los programas fue El fabricante de juguetes, que contaba la historia de un inventor de autómatas, cuyas criaturas eran tan perfectas que parecían personas. Hans —ese era el nombre del constructor de autómatas— odiaba al mundo, y vivía encerrado con sus creaciones: sus muñecos, pero también sus trenes, las montañas azules con nieve de cristal, los esquiadores en miniatura que nunca dejaban de moverse, los globos aerostáticos que cruzaban día y noche su palacio.

»Un día, al intentar reparar a una bailarina, Hans se corta un dedo. El tajo no es profundo, pero Hans descubre algo en lo que nunca antes había pensado: la sangre. Hans se queda mirando la gota como si fuera un minúsculo planeta desconocido. Comprende que, de todo lo que lo rodea, solo él es capaz de sangrar, solo él está vivo. Las cosas que le habían bastado ya no le bastan. Entonces sale a conocer el mundo. Le cuesta mucho incorporarse a la vida cotidiana, porque ha vivido siempre entre cosas inanimadas. Aunque tiene millones quiere ser como todos, ganar su propio dinero, y se ofrece como vendedor, bajo nombre falso, en una de sus propias jugueterías. Aunque es demasiado serio para ser un buen vendedor, lo contratan de inmediato, gracias a sus grandes conocimientos. Claro, conoce todo porque él hizo todo. Desde su puesto de vendedor, observa a las personas que entran y salen de la juguetería, tanto más imperfectas que sus criaturas. Y así, de tanto mirar, de tanto comparar miradas, ojos y sonrisas, se enamora de una mujer que trabaja en la tienda. Le gustan la perfección de sus rasgos, la simetría de su cara que le recuerda a una de sus propias muñecas, la forma de caminar».

Molinari interrumpió su relato, buscó un termo y sirvió un poco de té en dos vasos manchados de hollín.

«Salvador Galán, el autor de la obra, era un poco como el juguetero. Vivía solo, no veía a casi nadie, y había que mandarle los finales por correo. Por eso había conseguido que la historia fuera tan vívida. Y todo el mundo seguía con ansiedad a su personaje, a la espera de que Hans consiguiera al final escapar de su mundo artificial.

»Y entonces yo envié mi final y atraje la desgracia sobre Galán. No puedo adjudicar mi error a mi pereza, porque medité largamente el asunto, estudié cientos de objetos y palabras, y envié por correo el indicado. Pensé que el final que había elegido era la llave para que la historia terminara con una esperanza. Y fue al revés.

»La noche final de la historia, la ciudad entera se paralizó. No había automóviles en las calles. Las familias se reunieron alrededor de la radio esperando el final, sin hablarse, casi sin mirarse: estaban todos juntos, pero a la vez cada uno estaba solo con sus pensamientos. Yo no quise estar con nadie: estacioné mi auto en un parque y me quedé solo. El capítulo anterior había terminado con una esperanza, pero este último episodio parecía hundirse en la desolación más absoluta. Hasta último momento esperé un cambio de timón, que no ocurrió. El fabricante de juguetes estaba decidido a abandonar su mundo artificial para entregarse a la muchacha, para vivir como un hombre entre los hombres. Pero, al tratar de besarla, lo gana una sospecha: pone el oído contra el pecho de la muchacha para oír su corazón y sólo escucha, desde las profundidades de su cuerpo, el tic-tac de los autómatas. No era una mujer de verdad, era un autómata que los ingenieros de su empresa habían diseñado para complacerlo. Al descubrir el engaño, Hans se recluye en la soledad definitiva, renunciando para siempre a cualquier contacto con seres vivos. Lo último que se oye en la obra es el chirrido de los goznes de su mansión al cerrarse para siempre.

»El final era tan deprimente que medio centenar de oyentes desilusionados se reunieron para tirar piedras contra el edificio de la radio. Rompieron los vidrios de las ventanas y después se fueron, cabizbajos. La carrera de Galán se vino abajo, ya no le aceptaron más radioteatros. Había vivido el éxito como algo natural; cuando este se terminó, entró en un mundo desconocido que se le hizo irrespirable. El trabajo había sido su único contacto con el mundo. Una noche de invierno escribió en el cristal empañado tic-tac y se tiró por la ventana. Desilusionados, los radioescuchas dejaron de oír radioteatros y el género pronto desapareció. Los actores tuvieron que buscar trabajo en otra parte, las orquestas que tocaban en vivo empezaron a tocar en las plazas, por monedas».

El Incinerador se puso de pie.

«Por eso renuncié a todo. Y ahora déjeme trabajar: el día no ha terminado y tengo muchos papeles por quemar».

Volví al Hotel Las Nubes —desierto como siempre, desierto como todos los hoteles de Finlandia Sur— y busqué a Alejandra para darle la noticia. Le conté de su padre, de su encierro, de los aviones que atravesaban el aire lleno de hollín rumbo al fuego perenne.

—Dice que no está preparado para verte. Y que no tiene ningún final para mí.

Ella no lloró ni dijo una palabra: miraba todo con esa seriedad, que no era tristeza: era su modo de demostrar que todas las cosas le parecían importantes.