CORRESPONDENCIA PERDIDA

A la mañana siguiente fui hasta Radio del Pueblo: un edificio de granito, lleno de pasillos con alfombras de goma, para evitar que los pasos hicieran ruido. Un gran cartel decía: SILENCIO. ESTAMOS TRANSMITIENDO.

En la entrada había una telefonista que mascaba chicle y miraba una revista Radiolandia.

—¿No sabe si hay alguien que haya trabajado con Salvador Galán? —le pregunté.

Ella se puso el chicle a un costado de la boca, antes de responder:

—No sé quién es Salvador Galán. ¿Trabaja en esta radio?

—Trabajó en esta radio hasta hace unos años.

—El que sabe de esas cosas es Aranda. El viejo Aranda, siempre recordando el pasado. Lo va a encontrar abajo, en el primer subsuelo.

—¿Cómo lo reconozco?

—No hay nadie más. Nadie lo aguanta, pobre. Se pondrá contento de que alguien lo escuche.

Bajé por las escaleras. En el subsuelo estaba el depósito de la radio: colecciones de discos de pasta, gigantescos micrófonos ya mudos para siempre, pianos amortajados por sábanas blancas, violoncelos encerrados en estuches que ya eran ataúdes. Dejé esa zona a oscuras y pasé a otra iluminada: hacía tiempo que no sentía el olor del líquido blanco con que se saca brillo al bronce y al cobre. Un hombre de gastado uniforme azul y gorra de lana lustraba los premios que se amontonaban en una repisa. Premio al mejor conductor, Premio La Voz de Oro, Premio Orquesta de Tango, Premio Al Mejor Chiste del Año. Solo se oía el zumbido de los tubos fluorescentes.

—¿Cuál fue el chiste que ganó el premio? —pregunté, para iniciar una conversación.

—El chiste no lo recuerdo. Uno de loros, náufragos o suegras, seguramente. Se lo dieron a un humorista que actuaba bajo el nombre de Sombrero Verde.

—¿Era bueno?

—Era malísimo. La gracia estaba en que todos sus chistes eran tan malos que causaban gracia. Él nunca lo supo. Siempre creyó que sus chistes eran geniales. Y durante años dijo un chiste tras otro, confiado en que la gente se reía porque eran buenos. Se peinaba a la gomina y sonreía de costado.

Aranda imitó la sonrisa.

—¿Y cuál es la diferencia entre reírse de un chiste malo o de uno bueno?

—¿Le parece que no hay diferencia?

—Para mí no.

—Pero en la radio de aquel entonces había diferencia. Cuando uno se reía de un chiste bueno, se reía del chiste; cuando uno, en cambio, se reía del chiste malo, se reía del que lo contaba. Cuando Sombrero Verde se enteró de que todos se reían de sus chistes precisamente porque eran malos, y que, por lo tanto, se reían de él, se retiró de la radio. No quiso salir más al aire. Le cuento esa historia como le podría contar cien más.

—No necesito cien, necesito una. ¿Usted es Fermín Aranda?

Dejó de lustrar.

—El mismo que viste y calza. ¿Quién pregunta?

—Juan Brum —dije mientras le tendía la mano.

—¿Es el nuevo director de la radio?

—No. ¿Cómo voy a ser el nuevo director? Tengo quince años.

—Cuanto más viejo me hago, más jóvenes se hacen los demás. A mí no me extrañaría que un niño con chupete viniera a darme órdenes.

—Vengo a hablarle de historia antigua.

—¿Los asirios, los caldeos?

—Salvador Galán.

—Muestre más respeto hacia el tiempo, y piense bien antes de decir la palabra antiguo. Eso es nuevo para mí. Es como si hubiera ocurrido ayer.

Le hablé de Molinari, de su culpa, de su alejamiento de todo. Le hablé de los papeles que echaba al fuego en los sótanos de Finlandia Sur. Mi historia lo dejó meditabundo. Hasta pensé que se había quedado dormido.

—Su buscador de finales no entiende nada de la vida. Galán era un hombre amenazado por la soledad. Él mismo se condenó. El final que le dio su amigo no tuvo nada que ver.

—Pero no hay manera de convencerlo. Necesito a alguien que me pueda asegurar que Galán no se inspiró en el final de Molinari.

—Mi memoria no puede ayudarlo. Pero si quiere podemos buscar en los muebles de la correspondencia, para ver si hay algo que le pueda servir.

Me llevó hasta el fondo del sótano. Fermín Aranda se dedicaba a lustrar los antiguos trofeos, pero el resto del sótano se lo cedía a las arañas. Nos movimos a oscuras, hasta que Aranda encontró el interruptor: una lamparita estalló en ese mismo instante, pero otra quedó encendida. Contra la pared del fondo había un mueble con casillas de madera, que servían para dejar la correspondencia. Eran como las celdas de un panal. Fermín Aranda me señaló una de las casillas superiores. Cartas y paquetes envueltos en telarañas.

—Esta es la de Galán. Desde su muerte, nadie la ha tocado. Yo no voy a meter la mano. No me gustan las arañas.

Metí la mano en el hueco oscuro. No me daba impresión: siempre fui amigo de las arañas. Nunca en mi vida maté una. Saqué un fajo de cartas, saqué una rosa en una caja de cristal, saqué cajas de bombones que ya eran fósiles. Y después la caja de cartón gris, cuyo remitente decía: J. C. Molinari. Estaba atada con cordel amarillo.

—¿Necesita una tijera para abrirla? —ofreció Aranda.

—¿Abrirla? Por nada del mundo. La necesito cerrada.

—¿Y sabe qué hay adentro?

La agité. Parecía vacía. Tal vez el objeto encerrado se había hecho polvo con los años. No importaba. Importaba que Galán no lo hubiera visto.

—Claro que sí. Acá adentro está la salvación de un hombre.

Le tendí la mano a Aranda y caminé hacia la escalera. Al pasar por la repisa de los trofeos me acerqué al Premio Al Mejor Chiste del Año. En letras grandes decía A Sombrero Verde. Y entre paréntesis, y en letras pequeñas, estaba el nombre verdadero del humorista: Fermín Aranda.