LA FÁBRICA DE DISFRACES

A la mañana encontré a la señora María Elena en la cocina.

—¿No vio a Alejandra? —pregunté.

—No la vi. Y no creo que quiera verlo a usted.

Sabía que estaba en uno de los cuartos así que golpeé la puerta de todos.

La encontré en el 137. La puerta estaba entreabierta; ella estaba sentada en la cama mirando el papel floreado de las paredes.

—Sé cómo llegar a tu padre. Necesito que me acompañes.

—¿Por qué? Él no quiere que lo encuentre. Haber venido hasta aquí fue un error. Tengo que volver a mi casa, a mis estudios. Ya mi mamá me había advertido. Al final, ella tenía razón.

Siempre hay un momento en que se descubre que la madre tenía razón, pensé. Y no es un momento feliz. Quise consolarla:

—Si tu padre te escribió la carta en esa página, es porque sí quería que lo encontraras. Mi padre, cuando se fue, no dejó ninguna señal. Se fue, y nada más.

Le tendí el pedazo de página. Ella sacó el resto de la carta de su bolsillo. Los unió, los separó, los unió, los separó: era un rompecabezas de dos piezas, pero le costaba trabajo armarlo.

—Fue una señal para que siguieras sus pasos. Yo los seguí por vos. Está en el Instituto Purificador.

Me miró con odio, con esa clase de odio instantáneo que solo pueden conseguir las mujeres.

—El Instituto Purificador no existe. Los mismos libreros sacan las páginas de los libros para no tener problemas. Mirá la guía de teléfonos, o preguntá en la municipalidad: no existe ningún Instituto Purificador.

—Probar no cuesta nada.

Esa misma tarde salimos rumbo a la fábrica que me había señalado la vendedora de café. Salimos del centro de la ciudad, caminamos por calles arboladas y desiertas hasta llegar al edificio de la fábrica. Como las ventanas estaban en lo alto, no podíamos ver el interior. Sobre la entrada había un cartel que decía: FÁBRICA DE DISFRACES Y ARTÍCULOS DE COTILLÓN.

Alejandra me miró con mala cara.

—Me dijiste que era el Instituto Purificador y es una fábrica de disfraces.

—No te dejes engañar por las apariencias. —Le señalé la chimenea de ladrillos, de la que salía un humo negro—. ¿Por qué una fábrica de disfraces estaría quemando día y noche?

—No sé. Para quemar los trajes que no sirven. Las serpentinas viejas. Las máscaras de goma. ¿No sentís olor a goma quemada?

—Esconden el lugar donde queman las páginas. No quieren que nadie sepa dónde está. Estoy seguro de que tu padre, si es que trabaja allí, se preocupa por salvar páginas de libros. Debe ser una especie de doble agente.

—Esperemos que sí.

Apenas pasamos la gran puerta de reja, un hombre gordo nos cortó el paso. Tenía una gorra azul que parecía de fiesta de disfraces.

—Sin autorización nadie entra.

—Buscamos a Julio César Molinari. Es el padre de mi amiga.

—No me importa quién es el padre de su amiga. Sin autorización sellada, nadie entra.

—Pero Julio César Molinari…

—Para mí no existen los Julio César Molinari, ni los García, ni los Mandrake… Para mí no hay nombres, para mí todos son números. Todos tienen que poner su tarjeta en ese reloj que ven allí, que les marca la hora de entrada y la de salida. Yo conozco a todos por su número de tarjeta. No me importan sus nombres y menos, sus hijos.

Pasó frente a nosotros un hombre alto, con un maletín.

—Ese por ejemplo es el 1044 —dijo el guardia, orgulloso de su memoria.

—Pero no sé el número de mi padre. No lo veo desde hace seis años.

—Ya les dije: imposible entrar. Nadie puede distraer a los que trabajan aquí. Un pequeño error y volamos por los aires.

Rodeamos la fábrica, los largos muros de ladrillo rojo, buscando algún lugar por donde entrar. Al llegar a la parte posterior del edificio, encontramos una entrada para camiones. La reja de hierro estaba abierta, y dos operarios se ocupaban de vaciar la caja de un camión. Sacaban libros atados con hilo y los echaban en un gran canasto con ruedas. Una vez que estaba lleno lo llevaban al interior del edificio. Después el carrito volvía vacío y se repetía la operación.

—Si nos metemos en el carrito, con los libros, ellos mismos nos llevarán adentro. El carrito es grande, cabemos los dos.

—No, no estoy lista.

—Si nos atrapan, nos echan y nada más, no hay otro peligro.

—No es por miedo. Es que no estoy preparada para verlo. Todavía no.

No me gustaba entrar solo, pero ella tenía sus razones.

—¿Vas a sonreírme antes de que entre?

—No sé sonreír.

—Todo el mundo sabe. Hay que estirar la boca hacia los costados. También se pueden mostrar los dientes, pero eso es opcional.

—Si hago eso me sale una mueca. Yo no sé.

En reemplazo de la sonrisa imposible, me puso la mano en el hombro. Hizo un gesto con la cabeza, señalando a los hombres que bajaban los libros del camión:

—Yo me ocupo de distraerlos.

Alejandra se acercó a los hombres. Empezó a hablarles en voz baja. Desde mi escondite no llegaba a saber qué les preguntaba, pero con su pálida seriedad contagiaba la sensación de que se trataba de algo importante y profundo. Les debía estar preguntando el nombre de una calle o de una plaza, pero creaba el sortilegio de que en la información se jugaba el destino de la humanidad. Yo aproveché para acercarme al gran canasto y saltar en su interior. Una vez adentro me tapé con los libros, hasta que me cubrieron por completo. Estuve un buen rato allí; más libros cayeron sobre mí. Los tiraban sin cuidado, y cada atado de libros caía como si se tratara de ladrillos atados con piolín. Maltrecho y dolorido, ya estaba por abandonar mi plan, cuando la carretilla se puso en movimiento.

El olor blanco del papel nuevo y el negro de la tinta fresca se mezclaba con el olor amarillo de los libros viejos. Algunos terminaban con reencuentros y otros con despedidas; algunos con una batalla de miles de hombres y otros con una mujer sola frente a un teléfono, pero todos tenían en común que, en algún momento, terminaban, y estaban a punto de dejar de terminar.