UN CUADERNO AMARILLO

Decidí no decirle nada a Sanders de mi visita a la agencia, ni de la amenaza de Paciencia Bonet. Tenía miedo de que el viejo, asustado por la posibilidad de que desapareciera el lugar de sus tesoros, me impidiera seguir. Pero cada día estaba tan lleno de cosas nuevas como de botones la tienda del señor Carey. Y acabé por olvidar la amenaza.

El día que empezaba el invierno, el señor Sanders me recibió de traje y corbata. Olía a naftalina.

—Hoy es un gran día, muchacho. Vas a conocer a Marcos Salerno.

Durante medio siglo Salerno había publicado una novela por año y, a pesar de que a veces sus libros eran difíciles de leer, todos los leían. Era famoso por sus finales, sorpresivos pero a la vez tranquilos y melancólicos. A los lectores les daba tristeza que el libro terminara. En todos esos finales había sido auxiliado por Sanders, su viejo amigo.

La particularidad de Salerno era que escribía sus libros en cuadernos escolares. Elegía siempre los mismos, marca Greco. Tenían 48 hojas, tapa dura, y una cubierta del llamado «papel araña». Salerno tenía muy buena letra e insistía en que sus libros imitaran a la exactitud sus cuadernos, de tal manera que quien tomara uno de sus libros encontraba un texto escrito a mano, que parecía un borrador. Los lectores tenían la ilusión de tener en sus manos un original de Salerno. Cada año, los libros-cuadernos de Salerno llevaban un color distinto. Todo esto me lo contaba Sanders en el camino. Yo sabía mucho de historieta, poco de libros.

—¿Y ahora tiene que buscar un final para Salerno?

—Así es. Pero este no es cualquier final, no es uno más de sus libros. En primer lugar, hace dos años que no entrega un manuscrito a la imprenta, por lo que se espera su nuevo trabajo con mucha excitación. Pero además Salerno lanzará su nueva obra en un cuaderno vacío.

—Entonces nadie lo va a leer…

—Vacío a primera vista… porque la editorial utilizará tinta termosensible. A medida que el cuaderno sea expuesto a la luz se va a llenar de letras. Y de letras que corresponden a la caligrafía de Salerno.

Llegamos caminando a lo que parecía una vieja librería. Estaba casi enfrente de El Palacio de los Botones, así que entré velozmente, para no correr el riesgo de que me vieran ni el señor Carey ni Haydée ni mi madre, que me detendrían con su charla interminable. Al entrar en la librería casi tiro al suelo al señor Sanders, que trastabilló.

—¡Más cuidado, muchacho!

En la librería solo había cuadernos, que eran en realidad los libros de Salerno.

La dueña de la librería, la señora Greco, heredera de los mayores fabricantes de cuadernos de la ciudad, llevaba hasta tal punto su fanatismo por la empresa familiar, que para recibir visitas se ponía vestidos cuya tela repetía el diseño arácnido de los cuadernos.

—Señor Sanders, qué alegría tenerlo por aquí —dijo la señora Greco—. Salerno lo está esperando.

—Me llama la atención su vestido, María Rosa —dijo Sanders—. ¿No la asustan las arañas?

—Es que, en materia de cuadernos, no hay mucho para elegir. O me visto con arañas o con renglones.

Pensé que íbamos a pasar a un gran salón, pero la señora Greco nos llevó a un comedor diario. Ahí estaba el viejo escritor, abrigado con varias capas de pulóveres y bufandas. No se apartaba de las hornallas, en las que silbaba una pava.

—Hace un frío espantoso —dijo Salerno.

—No me parece que haga frío —le contesté.

Sanders me señaló y dijo, a modo de presentación:

—Este impertinente es mi ayudante.

—¿Ayudante? Ay, Sanders, lo va a necesitar. He oído rumores.

—¿Qué rumores?

—Venga, acérquese al fuego. Usted es un muchacho grande como yo, el frío nos hace mal. La Oficina de Objetos Perdidos va a ser demolida. En su lugar el gobierno construirá la Secretaría de Terrenos Baldíos.

Sanders no le dio importancia al asunto.

—Ah, si es por eso, no se preocupe. Todos los años amenazan con lo mismo.

—Pero esta vez… ¿usted podría trabajar en otro sitio?

—Ya estoy viejo, tengo mis manías. Cuando llegue la topadora, abandono el oficio.

Salerno le tendió un cuaderno escrito a lápiz. El cuaderno tenía las tapas amarillas. Papel araña.

—Voy a ponerme a trabajar ya mismo… —dijo Sanders. Iba a guardar el cuaderno cuando Salerno lo retuvo:

—Esta no es una historia más. Este cuaderno es muy importante para mí. Hace tiempo que no escribo nada, y como eran tan fuertes los rumores… le pedí también un final a la Agencia.

Se hizo un silencio tan absoluto que hasta la pava dejó de silbar. Sanders no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Usted le pidió un final a la Agencia? ¿A Paciencia, a esa bruja aritmética que ha hecho todo lo posible por acabar conmigo?

—No quiero ofenderlo. Lo hice por las dudas. Por si demolían la Oficina de Objetos Perdidos.

—¿Y cuál usará?

—El mejor.

Sanders tomó el cuaderno en sus manos. Lo estudió. Durante unos segundos, pensé que se lo iba a devolver.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Una semana. Hay tiempo hasta el otro viernes, a medianoche.

—En una semana tendrá aquí el mejor final.

—No quiero el mejor. Quiero el más apropiado.

El escritor le tendió la mano. Sanders, ofendido, no aceptó el saludo. Salimos de la casa. Sanders parecía tan furioso que no me animé a hablarle hasta después de un buen rato.

—¿Y si los rumores son ciertos? —le pregunté.

—Entonces deberíamos ir ahora mismo a la oficina. Pero estoy cansado.

Nos despedimos. Me di vuelta para ver a Sanders, que se alejaba con un paso demorado por la tristeza y la frustración. El cuaderno amarillo era lo único que brillaba en el día gris.