OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

Mi madre me despertó al día siguiente con el uniforme ya remendado. Lo dejó, lavado y planchado, sobre la silla de mi cuarto. Antes de salir dijo la frase temible:

—Además, tuve que cambiarle los botones.

Decidí levantarme de una vez, para saber a qué iba a tener que enfrentarme: los anteriores botones, sobrios y grises, habían sido reemplazados por soles dorados.

—Mamá, no puedo ir al trabajo con esos…

Mi madre me interrumpió: no acostumbraba a discutir sus decisiones sobre botones:

—Hablando de trabajo, el señor Carey te ofrece un empleo en el depósito. Para poner orden en ese lío.

—Vamos, mamá. No existe en el mundo un sitio más ordenado que el depósito del señor Carey.

—¡Pero el otro día apareció un botón de camisa en la caja de los botones forrados! Al señor Carey casi le da un ataque al corazón.

—No puedo, mamá. Ya tengo un trabajo.

—Pero ese trabajo te obliga a estar en la calle. El frío, la lluvia, los automóviles…

—Me gusta mi trabajo. Además el señor Sanders me ha pedido que me convierta en su asistente.

—Eso está muy bien. Suena mejor asistente que cadete.

Todos los días eran agotadores: primero el colegio, luego la editorial y subir y bajar escaleras con guiones, con fotos, con colecciones de revistas viejas. Llegué a la casa de Sanders con la esperanza de que el viejo cancelara su invitación. Pero apenas golpeé el buscador salió con un manojo de llaves.

—Nos vamos.

—¿A dónde?

—A buscar un final. Dos finales en realidad; uno para una historia de amor, otro para un naufragio.

—Pensé que encontraríamos los finales en su casa.

—¿En mi casa? ¿Cómo voy a tener finales en mi casa?

Yo había abierto las cajas y no había encontrado nunca nada que no pudiera encontrarse en cualquier casa.

—Pensé que sacaba las cosas del fondo de los cajones.

—Las cosas no se pueden sacar de cualquier parte.

Caminamos por una avenida. Él se protegía de la lluvia con su gran paraguas negro; yo me mojaba.

Habremos caminado unas doce cuadras. La lluvia no cedía. Llegamos a un edificio gris, pintado con paciencia por los años y el hollín. En lo alto colgaba una bandera desteñida. En una deslucida placa de bronce, leí: Oficina de Objetos Perdidos.

Sanders ya había sacado de su bolsillo un manojo de llaves y estaba abriendo la puerta. Sentí el frío de los lugares deshabitados. Encendió la luz y los tubos fluorescentes empezaron a zumbar e iluminaron lo que parecía un gran depósito. Los estantes trepaban hasta el techo. También había largas mesas de madera. En los estantes había toda clase de cosas: paraguas, zapatos, maletines, libros, máscaras de carnaval, máquinas fotográficas. Todo era viejo.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Aquí se reunían todas las cosas que se perdían en la ciudad. En los asientos del tren, en las butacas de los cines, en los bancos de las plazas: todo lo que no tenía dueño venía a parar aquí. Cuando uno dejaba olvidado un libro en el vagón de un tren, venía acá a ver si estaba.

—Pero ya no se usa más.

—No. Al final terminaron por cerrar la Oficina. Desde entonces es toda para mí. —Sanders miraba a su alrededor como si se tratara de un palacio, y no de un edificio deprimente y helado—. Hace un cuarto de siglo que vengo a buscar mis finales. Porque solo sirven como finales las cosas perdidas, las cosas que llegan por casualidad.

Mientras yo recorría la planta, Sanders hacía su trabajo. No caía en trance ni se dejaba arrebatar por espíritus; se limitaba a pasear entre las mesas y los estantes como si mirara aquellas cosas por primera vez. Para la historia de amor eligió un disco de pasta que parecía muy rayado; para la otra historia —El naufragio del Capitán Corti— eligió una oxidada lata de té.

—Rápido —lo elogié.

—Siempre trabajo rápido —me respondió con su habitual mal modo—. El frío se siente en los huesos. Y en verano el sol pega sobre el techo de cinc y esto se convierte en un horno. Además hay murciélagos.

Caminamos juntos un par de cuadras en silencio y luego nos despedimos.