SANDERS
Era alto y huesudo. Era viejo. Nada raro que su mano me hubiera parecido una garra: todo él tenía algo de pájaro. Vestía un traje ajado, una corbata negra, deshilachada. Me confesaría después que compraba su ropa en el Ejército de Salvación:
—Prefiero la ropa usada. Así no tengo que andar sacando etiquetas ni alfileres.
No sé cuánto ganaba como buscador de finales, pero en el vestuario no se iba su fortuna.
—¿Dónde las tiene? —pregunté.
—¿Dónde tengo qué?
—Las cosas.
—No son cosas. Son finales. Si se tratara de poner cualquier cosa en una caja, lo primero que uno encuentra en uno de esos cuartos y altillos apestosos donde las familias vulgares guardan sus recuerdos para tenerlos ahí encerrados y no recordarlos nunca más, entonces cualquiera podría hacer el trabajo. Hasta un niño estúpido.
Me hizo sentar frente a una mesa en la que había una botella de vino, un vaso y un mazo de cartas. El mazo, en realidad, estaba formado por cartas de mazos distintos. Empezó un solitario que, para mí, no tenía mucho sentido.
—Leí el final de Montana. El hotel trampa. No era mi final. Había una distancia.
—La imaginación de los guionistas es imprevisible.
Golpeó la mesa con furia. Las cartas saltaron.
—¡Lo único imprevisible es su descaro! ¡Engañarme a mí, a Sanders, al buscador de finales! Sin mentiras: dígame qué pasó.
—Fui interceptado.
—¿Y no lo confesó?
—Tenía miedo de terminar como cadete interno. De piso en piso. A mí me gusta salir.
—¿En serio le gusta salir, ir por la calle, ver la cara de la gente, venir acá?
—Me gusta ir a cualquier parte. También aquí.
Se quedó unos segundos cavilando.
—¿Y entonces? ¿Qué puso en la caja?
Describí el botón dorado, brillante, pulido. Un espejo redondo.
Sanders se sirvió un vaso de vino.
—Otros lo intentaron antes, pero les salió mal. Los guionistas se dieron cuenta. Pero esta vez ellos no lo notaron, lo que significa que usted tiene algo de intuición. No la suficiente: hay que pulirla, trabajarla. Mientras tanto, lo pondré a prueba.
—¡A prueba! —grité, imitando involuntariamente al jefe de cadetes.
Me miró con extrañeza.
—¿Siempre da esos gritos, así de repente? Escuche bien: no me va a venir mal un asistente. No es que esté viejo, pero… Venga el jueves.
—¿A la tarde?
—A la noche. Los finales siempre se buscan de noche.