LOS NÚMEROS ESPECIALES

A partir de entonces, Sanders empezó a permitirme que de vez en cuando lo acompañara. Seguía trabajando en la editorial, pero alguna noche, luego del trabajo, iba con él a la Oficina de Objetos Perdidos.

—En vez de mirar lo que hago debería buscar armas para defenderse de los interceptadores.

—No veo ningún arma —dije. Pensaba en rifles de aire comprimido, honderas, arcos y flechas.

Tomó un paraguas automático.

—Es lo que más abunda en las Oficinas de Objetos Perdidos de todo el mundo. Con una pequeña transformación quedan convertidos en armas mortales.

Sanders buscó una pinza y se puso a trabajar en un viejo paraguas. Luego hizo una demostración. Oprimió el botón y la parte superior del paraguas pasó volando sobre mi cabeza. Prometí que llevaría siempre un paraguas así conmigo. No cumplí.

Llegó el invierno y Sanders se enfermó, justo en el momento en que el material se acumulaba. En los meses de frío las ventas subían bruscamente, porque abundaba la gripe, muchos estudiantes iban a parar a la cama, y los padres les compraban revistas para que no molestaran. Cuando subían las ventas el director de la revista se reunía con sus colaboradores y alguien levantaba la mano y decía:

—Hora de hacer un número especial.

Y hacían un número especial de ochenta páginas, debido al cual los guionistas y los dibujantes y los cadetes y el señor Sanders debíamos trabajar horas extras.

Sanders estaba con fiebre, en cama, y me dijo:

—Creo que deberá ir solo a la Oficina.

Y fui solo, en medio de la noche. Los ruidos de los murciélagos me sobresaltaban. Pensé en las historias que me tocaba concluir y elegí los objetos que me parecieron adecuados: una vieja guía de la ciudad, una taza de porcelana, un guante negro.

Los números especiales salieron en la fecha prevista y Sanders me felicitó. No fue una felicitación común, pero yo lo tomé como si lo fuera. Miró las revistas publicadas y dijo:

—Bien.

No hubo ninguna otra ceremonia, pero yo sabía que había sido aceptado como buscador de finales.