EL PALACIO DE LOS BOTONES
Mi padre se había ido de casa muchos años atrás y desde entonces mi madre no supo nada de él. Yo casi no lo recordaba; a partir de algunas fotografías me había inventado recuerdos: una visita al zoológico, un partido de fútbol, una salida de pesca en la que sacábamos un pez gigantesco, que luego regresábamos al mar. Con el paso del tiempo esos recuerdos se llenaban de más detalles, pero yo sabía que cuanto más perfectos eran, más inventados.
Mi madre mantenía la casa con el sueldo que cobraba en El Palacio de los Botones. Era la más antigua casa de botones de la ciudad; techos altos, un enorme mostrador de madera lustrada, en forma de U, donde atendían el señor Carey, hijo del dueño original, la señora Haydée y mi madre. Ella trabajaba desde hacía diez años en El Palacio de los Botones, pero como el señor Carey había nacido allí y la señora Haydée llevaba medio siglo en el negocio, a mi madre la consideraban «la nueva».
—Me sorprende que, a pesar de que es tan nueva en el oficio, haya encontrado la caja de los botones perlados número 5 —decía el señor Carey con aprobación.
También para la señora Haydée era una recién llegada:
—Cuidado con las cajas del fondo: a la gente nueva siempre se le caen encima.
Ni el señor Carey ni la señora Haydée habían tenido hijos, así que solo tenían a mi madre para cuidar y regañar.
De vez en cuando yo visitaba El Palacio. Me parecía el lugar más aburrido del mundo.
—¿Cuándo vendrás a trabajar aquí, jovencito? Nunca es demasiado temprano para empezar. El trabajo de vendedor de botones es de los más difíciles del mundo. Hay que memorizar formas y colores de más de veinticinco mil botones.
En eso de la dificultad, el señor Carey no se equivocaba. Las cajas trepaban hasta el techo, pero lo que estaba a la vista de los clientes no era todo lo que había: los botones continuaban en el depósito, detrás de una cortina azul. Los clientes, en general mujeres, entraban con el botón en la mano, buscando dos, tres, cuatro que fueran iguales, y mi madre, después de estudiar el botón, trepaba a una escalera de madera para alcanzar la caja adecuada. Si mi madre no reconocía la pieza, lo que ocurría muy de tanto en tanto, se la pasaba a la señora Haydée, que mordía el botón ligeramente, y luego partía en su busca. Pero el gran momento llegaba cuando tampoco la señora Haydée reconocía el botón, y se lo pasaba al señor Carey. Esto ocurría solo dos o tres veces por año, y entonces en el negocio, habitualmente lleno de señoras que parloteaban, se hacía un grave silencio. Carey miraba, palpaba, olía el botón y luego partía hacia el fondo. Al regresar, parecía derrotado, pero era solo un poco de teatro; como un mago, mostraba de pronto, en su palma abierta, los botones idénticos, el tesoro hallado. Todos aplaudían.
A veces el señor Carey regalaba a mi madre piezas raras; entonces mi madre cambiaba los botones comunes y corrientes de mis camisas y abrigos por anclas plateadas, botones laqueados, discos que brillaban en la oscuridad. Yo protestaba porque no quería llamar la atención, pero mi madre me interrumpía:
—Los botones son el único lujo que nos podemos dar.
Después de que me interceptaran fui a El Palacio de los Botones para tratar de dar con algo que pudiera llevar de parte de Sanders. Le expliqué al señor Carey el problema, y me indicó que fuera al fondo, donde se guardaban, en grandes cajas de madera, botones sueltos, piezas únicas.
—Ese es el rincón de nuestras rarezas. Los botones para los que ya no existen abrigos en el mundo.
Hundí las manos entre las piezas y revolví bien hasta dar con uno dorado, chato, que me gustó. También busqué hasta dar con una caja parecida a las que enviaba Sanders, y puse en ella el botón. Esperaba que en la editorial no notaran la diferencia.
Y de hecho, en los días siguientes, nadie me reclamó, ni me regañó. Dos semanas después apareció la revista con la historia completa.
Cuando Montana está ya desesperado y a punto de escribir su testamento —algo bastante inútil, porque sólo tiene para legar sus pistolas y su caballo— entra un botones a la habitación. A pesar de su cargo, es un hombre entrado en años, con la espalda encorvada de tanto subir y bajar valijas. Montana le dice que ha caído en una trampa, y le señala, a través de la ventana, a los hombres que lo acechan con sus armas cargadas. El otro, calmo, le responde:
—Hay una trampa, sí, pero no es usted el que ha caído en ella, sino los otros. Usamos este hotel para atraer a los malhechores. Invitamos de tanto en tanto, con alguna excusa, a un pistolero legendario, como usted, o a un gran jugador de póker, para que los delincuentes de la zona vengan a robarle o a matarlo. Entonces sacamos nuestras armas: el cantinero, el pianista, yo, Lucy, que es la chica que canta en el bar, algunos hombres del pueblo.
Montana no puede creer en la historia, hasta que oye los primeros tiros. Los que rodeaban el hotel caen como moscas. El viejo botones, que había salido a la calle armado con un fusil, entra en la casa, malherido. Montana se arrodilla ante él. Antes de morir el viejo botones le dice:
—Igual, ya estaba cansado de subir y bajar el equipaje.
Yo me maravillaba de que nada hubiera salido mal: de que nadie se hubiera enterado de la sustitución de la caja robada. La siguiente vez que me tocó ir a la casa de Sanders, lo hice sin miedo. Pensaba que él no tendría modo de averiguar que yo había puesto otro objeto en lugar del suyo.
La puerta se entreabrió, como siempre, pero cuando le tendí el sobre, nadie lo tomó.
—¿Señor Sanders? ¿Está usted allí?
Alargué el brazo para ver si Sanders se decidía a tomarlo. Cuando ya había pasado el codo, sentí que una mano de pájaro me aferraba la muñeca y me tiraba hacia adentro.