Capítulo 50
—Mírame a mí —pidió Max acariciándola en la mejilla.
Todo cuanto sucediera a partir de ese instante lo tenía bien merecido. Por imbécil.
Porque puede que en su primer encuentro decirle la verdad fuera absurdo, pero viendo cómo se desarrollaban las cosas, tenía que habérselo explicado para así haber evitado la incómoda y desesperante situación en la que ahora se encontraba.
Ella le sujetó la muñeca y comprobó algo.
—Es auténtico… ¿Verdad? —inquirió en voz baja mirando su Rolex.
Él también fijó la mirada en el reloj que lo delataba.
No hacía falta responderle.
Nicole iba a unir todas las piezas y él acabaría jodido y, lo que es peor, solo.
Ella dio un paso atrás. Se quedó quieta, mirándole como si no lo conociera.
Sentía cómo iba sonrojándose por la vergüenza de haber hablado delante de todos, exponiendo sus sentimientos de forma sincera para llevarse un jarro de agua fría.
La primera vez que se atrevía y acababa abochornada delante de la gente.
Max entendía a la perfección cómo se sentía y deseaba sacarla de allí inmediatamente para, una vez en privado, poder explicarle sus motivos.
Claro que si nunca había sido bueno hablando con mujeres sobre temas tan íntimos, ahora la cosa se ponía más peliaguda, ya que ella estaba enfadada y cualquier disculpa sonaría ridícula, además de ser inservible.
—Nicole… —deseó acercarse, pero ella mantuvo la distancia.
Max se sentía como una mierda, pues ella estaba a punto de llorar. Y lo peor del caso era no saber qué cojones hacer para evitarlo.
Y lo más aterrador era contemplar la expresión de vulnerabilidad y asombro que se reflejaba en su cara.
Era un cabrón por haber llegado a esta situación, especialmente cuando tenía en sus manos la posibilidad de haberlo resuelto de forma tranquila y en privado.
Ella miró a su alrededor y empezó a encajar piezas. Como pasa siempre cuando descubres algo, te das cuenta de lo tonta que has sido. Todo estaba delante de tus narices, pero no hay más ciego que el que no quiere ver.
—La cabaña en el campo… —murmuró recordando la escapada—. La casa de las afueras… —él no había dicho la verdad pero tampoco había mentido, ¿verdad?
—Escucha… —quiso cogerla pero de repente un fogonazo de luz los sobresaltó a ambos—. ¡Será posible! —masculló Max.
—Tenéis que salir de aquí. Ya —apuntó Martín más serio.
—Acompáñame, Nicole, por favor —rogó esperando que por una vez no actuara como actúan las mujeres cuando están cabreadas, es decir, sin lógica—. Por favor —repitió más tenso al ser de nuevo deslumbrado por el flash de una cámara.
Pero ella seguía como si nada, inmóvil, como si el barullo que se estaba formando a su alrededor no fuera con ella.
Él suspiró. Estaba claro que aquello le iba a costar sudor y lágrimas.
—Tiene razón —intervino Aidan intentando ayudar—. Largaos de aquí.
Pero no había manera. La mente de Nicole se negaba a dar la orden a sus piernas, sólo trabajaba en una operación: encajar piezas.
Ella, que estaba encantada de poder mantener sus encuentros en el ámbito privado para evitar que alguien de su círculo cotilla de amistades dijera algo, y resulta que él era el más interesado en la privacidad…
—Nicole… —de nuevo Max pidiendo que se dejara de enrevesados razonamientos mentales e hiciera caso a sus ruegos. Aquello se estaba transformando en un avispero lleno de curiosos armados con la tecnología suficiente como para inmortalizar el encuentro—. Por favor, cariño, vámonos, antes de que se compliquen más las cosas —nada, ella no reaccionaba. Puede que volviera a joderla, pero no le quedaba otra opción—. Me cago en la puta, Nicole, ¡mueve el culo!
Con eso consiguió varias cosas: que Martín lo mirase negando con la cabeza, que Aidan se riera como un tonto, que la gente allí presente siguiera tocando los cojones con los móviles… Pero que ella recuperara la motricidad… ése era otro cantar.
Con el último destello de flash pareció volver en sí, aunque su expresión de sorpresa no había cambiado.
Casi se sintió más aterrado cuando ella lo miró fijamente, sin rastro del enfado del principio, cuando fue consciente del engaño.
Se sentía ridícula a más no poder. ¿Qué habría pensado él mientras su madre lo sobornaba?
¿Mientras ella insistía en pagar la cuenta porque pensaba que iba mal de dinero?
Pero… ¿importaba acaso eso ahora?
Se había declarado a un hombre. ¡Ella! Confesándole sus sentimientos, dispuesta a hacer cualquier cosa por él y con testigos.
—Cariño, de verdad, tenemos que… —murmuró él intentando llevársela a otro lado.
Nicole miró a su alrededor, a los curiosos, a Martín, como siempre impecable, quien le había ocultado la verdadera identidad de su hermano. A su ex, Aidan, que parecía estar pasándoselo en grande.
Y se acordó de lo vivido junto a él. Las conversaciones, los momentos íntimos… Y por último lo miró a él. Allí, a la espera del veredicto. Con cara de preocupación, hecho un figurín, por ella…
—¡Oh, Dios mío! —chilló Nicole, de esa forma casi infantil que sólo las mujeres pueden hacer.
Max sintió cómo su ritmo cardíaco se aceleraba: esa expresión no era buena señal. Ahora era cuando debía prepararse para, en primera instancia, el bofetón bien sonoro en la mejilla, para, después, la sarta de insultos sobre su falta de respeto, su mal proceder y demás. Con un poco de suerte hasta puede que ella no lo demandara.
—¡A mi madre le va a encantar!
—¿Eh? —ya no podía estar más confuso. Pero claro, pensar, lo que se dice pensar, no resultaba tarea fácil cuando ella se lanzó de nuevo a sus brazos y empezó de nuevo con esa reciente adquirida costumbre, para nada desagradable, de besuquearlo en público.
—A este ritmo mañana vais a ser portada —aseveró Martín cruzándose de brazos, ahora más relajado.
Ella, que debió oírlo, se giró un instante, ahora ya plenamente consciente del cacao que se estaba formando a su alrededor.
—Quieres decir que si hago esto… —abandonó los besos suaves y rápidos para concentrarse en uno de esos intensos, prolongados, enroscándose al mismo tiempo— ¿publicarán la foto?
—Eh… sí.
Y ella, ante la dubitativa respuesta, hizo lo que hay que hacer para asegurarse. Volver a besarlo como la descarada que nunca pudo ser, en público, con testigos y con gente inmortalizando el acto.
Tres en uno.
—¡Ése ha sido de portada! —les vitoreó Martín aplaudiendo.
—Esta mujer no tiene término medio —dijo Aidan sumándose al buen ambiente y aplaudiendo.
—¿Cuánto dices que te pagaron al ficharte? —inquirió ella lamiéndole de paso la oreja, porque sí, porque le apetecía.
—¿Y eso qué importa ahora? —preguntó él a su vez desconcertado.
—Tú dímelo.
Él se encogió de hombros y se lo susurró a la oreja, era una petición que bien podía satisfacer y no le costaba nada. Notó que ella temblaba ligeramente. Puede que con la ropa en el estado que la tenía y el fresco de la noche sintiera frío.
—¡Oh, Dios mío! —Nicole se quedó, otra vez, con la boca abierta —. Dímelo otra vez, por favor.
Él obedeció, pero preguntó la razón de tal repentina curiosidad.
—¿Por qué quieres saberlo? —por supuesto, sin apartar las manos de su cintura, ya todo el mundo allí presente se había percatado del manoseo entre ambos y por si fuera poco grabado en sus teléfonos.
—Si te soy sincera… —hizo una pausa para sonreírle, acariciarle el rostro y besarlo junto a la oreja antes de continuar—: porque me pone demasiado cachonda —ronroneó mordisqueándole el lóbulo de la oreja, con total descaro, al tiempo que se frotaba contra él.
—¡Nos vamos! —gritó él a pleno pulmón impaciente a más no poder—. Lo siento —le dijo a su hermano—. Búscate la vida para volver a casa —no soltaba la mano de Nicole mientras se giraba—. O dile a tu nuevo amigo que te acerque.
—¡Un momento! —interrumpió ella mirando a Martín—, tengo que hablar contigo.
El interpelado abandonó la postura relajada.
Intuía de qué iba la historia.
—¿Sí?
—Mañana, a primera hora… —notó el tirón en su mano y se corrigió—. Pasado mañana o… dentro de unos días, pasaré por tu oficina y hablaremos sobre ciertos descuentos que se aplicarán en…
—Joder, si ya lo sabía. Que al final el que pierde soy yo.
Max se rió, porque ahora menos que nunca, le importaba un pimiento si su hermano tenía que ajustar sus márgenes de beneficio.