Capítulo 25
Hay una regla no escrita que dice: si las cosas van mal, no te preocupes, todavía pueden ir peor. Y con ese pensamiento Nicole entró en casa de sus padres una semana más tarde.
Saludó a Martha, la asistenta, a la que conocía desde que tenía uso de razón, y se dirigió al salón.
—Hola, papá —saludó a su padre con un beso en la mejilla.
—Ah, hola, cariño —respondió el señor Sanders distraído.
Se quedó junto a él mirando a Thomas, que no le quitaba ojo de encima. Maldito bastardo.
Durante toda la semana se había dedicado a incordiarla, no de manera directa, por favor, el abogado retorcido era demasiado listo para un enfrentamiento cara a cara. Simplemente se dedicaba a dejar caer comentarios lo suficientemente fastidiosos como para hacer que perdiera la paciencia. Por suerte aún no había descubierto su jugarreta con el informe del caso Hart. Aunque tarde o temprano todo saldría a la luz.
—¿Dónde está mamá?
—En el salón, creo, con tu prima. Están con el tema de la boda —miró a su futuro yerno y siguió —. Deberías estar con ellas, seguro que te resulta muy útil.
—No lo dudo; si me va mal como abogada siempre puedo trabajar como organizadora de bodas —aseveró pasando por alto la verdadera intención del comentario de su padre.
—¡Qué tonterías dices, niña! —el señor Sanders pasó el brazo por encima de los hombros de ella —. Me refiero a tu propia boda, tengo ganas de ser abuelo —aclaró por si acaso.
A Nicole casi le da un infarto. «Abuelo», ésa sí que era buena, había estado a un paso de serlo, sin ni tan siquiera saberlo… Por suerte sólo fue un susto, pues al día siguiente de regresar le vino la regla; por lo menos se ahorró la visita a su ginecóloga y la vergüenza de contarle lo sucedido.
—Nicole, cariño, tu padre tiene razón —intervino Thomas.
—Voy a ver qué dice mamá.
Cretino… No perdía tiempo, sabía que iba a encontrarlo allí, como si ya fuera uno más de la familia. Sin responder a su intencionado comentario, se dirigió al salón. Allí la esperaba otro sermón.
—Hola, prima —Carol se levantó del sofá dejando al lado un catálogo de vete a saber qué y la saludó con dos besos—. Te veo muy bien.
—Lo mismo digo —se sentó en el sofá de enfrente, cualquier cosa para evitar que la abordara con los preparativos—. ¿Qué tal Simon?
—Oh, muy bien, llegará en unos momentos, ya sabes, cosas del trabajo.
Claro, el pobre Simon. Sentía lástima por él; era un buen hombre, introvertido y trabajador. Lo conocía desde hacía más de diez años. Se dedicaba a dirigir las exportaciones en una empresa de suministros industriales. Al menos tenía un buen motivo para viajar y escapar de la presión constante a la que se veía sometido por parte de su prima. Carol no trabajaba, sólo iba de aquí para allá. Nunca entendió cómo llegaron a comprometerse. Aunque seguramente la señora Sanders tenía mucho que ver.
—Thomas cada día está más guapo —apuntó Carol y Nicole puso los ojos en blanco—, pero no te preocupes, yo nunca me interpondría entre vosotros.
Una verdadera lástima, pensó.
—Gracias —respondió secamente—, aunque, si te interesa, por mí no te cortes. Podré soportarlo.
—¿Y qué diría mi novio? —Carol se rió—. Bah, es tuyo.
—Ya estás aquí —la señora Sansers entró en la sala y saludó a su hija.
—Hola, mamá.
No le pasó por alto la mirada fría de su madre; eso significaba sólo una cosa: Thomas se había ido de la lengua y a ella le tocaba aguantar el chaparrón. Claro que, con invitados delante, esperaría al menos a los postres.
Soportó la comida familiar, con el parloteo constante de Carol, Simon diciendo que sí a todo, Thomas mirándola con la intención de ponerla nerviosa, su madre alabando a su futuro yerno y el señor Sanders bromeando con todos.
***
A las afueras de la ciudad estaba a punto de desarrollarse otra tragicomedia familiar.
Linda volvió a dejar las cortinas de la ventana de la cocina en su sitio y se dio la vuelta; sus suegros ya estaban allí. Paciencia, eso era cuanto necesitaba.
Paciencia y descargar la tensión, así que agarró un pila de platos y se los endosó a su cuñado.
—Deja de leer el diario y haz algo útil. Toma.
—¿Qué coño hago yo con esto? —Max agarró los platos como si fueran un artefacto explosivo.
—Pon la mesa. Tus padres han llegado.
No dijo nada y se dirigió hacia la terraza trasera donde estaba dispuesta la mesa, pero por poco no tropieza con su hermano, que entraba echando pestes.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? Maldita sea. ¿Cómo se te ocurre dejarle a papá el Ranger? Joder, tiene más de doscientos caballos, se ha emocionado pisando el acelerador. ¡Está acostumbrado a la jodida camioneta! Hemos llegado por los pelos —respondió Martín enfadado, desabrochándose la corbata.
—¿Por qué no conducías tú?
—Ya lo conoces —dijo como si eso lo aclarase todo y Max sonrió—. Voy a cambiarme, y de paso a darme una ducha, tengo sudores fríos.
—Gallina.
—Sí, tú ríete, mamá viene con toda la artillería —dicho esto Martín escapó escaleras arriba.
Hizo una mueca y se fue con los platos a la terraza.
Cuando entró de nuevo a la casa se encontró con su madre abrazando a Linda cariñosamente. Las dos mujeres se separaron y Emily dio unas palmaditas en el vientre de su nuera.
—¿Voy a ser abuela pronto? —inquirió, dejando entrever las ganas que tenía de serlo a corto plazo.
Acudió al rescate de su cuñada.
—Hola, mamá, te veo bien.
—Ah, hola, hijo —Max se inclinó para que su madre pudiera besarlo en la mejilla—. Gracias por preguntar, estoy perfectamente.
Linda se escapó a la cocina y sonrió agradecida a su cuñado.
—¿Y papá?
—Intentando aparcar el monstruo ese que tienes… No me gustan esas barbas, pareces un pordiosero…
Ya empezamos…
—¡Hola, hola! —Paolo entró en la casa—. Me encanta ese trasto —aseveró sonriente y abrazó a su hijo.
Linda salió de la cocina y abrazó a su suegro y en recompensa recibió un azote en el trasero.
—¡Paolo! No seas malo —lo reprendió cariñosamente Linda.
—No puedo evitarlo, si tuviera treinta años menos mi chico no sería rival.
—Bueno, venga, sentaos a la mesa, ya tengo casi todo listo —Emily y Paolo salieron a la terraza —. Gracias por lo de antes —le dijo a su cuñado.
—De nada, pero te advierto que si mi madre está en ese plan…
—Tiemblo sólo de pensarlo.
Martín apareció en ese momento, recién duchado y vestido de manera informal, con unos pantalones cortos bastante deshilachados y una camiseta arrugada y sin mangas.
Terminaron de llevar todo a la mesa y se sentaron; Linda y su suegra a un lado y enfrente Max entre su hermano y su padre.
Al principio hablaron de temas inocuos, de cómo iba la empresa, de qué tal había sido el viaje de sus padres por Grecia, del buen tiempo que hacía… hasta que Emily explotó.
—Y bien… —miró a su hijo pequeño—. ¿Voy a ser abuela o no?
—¡Mamá! —se quejó Martín.
—Lo digo más que nada porque no quiero hacerme mayor y no poder coger a mi nieto en brazos… ¿Tenéis algún tipo de problema?
—Emily… —su marido intentó frenarla.
—Tú cállate, delante de los chicos te haces el inocente, pero bien que me das luego la tabarra en casa.
—Te lo dije —murmuró Martín a su hermano en voz baja.
—Lleváis dos años casados —Emily no se rendía—. A tu edad yo ya tenía a estos dos —señaló a sus hijos.
—Ahora es diferente —alegó Martín.
—¿Qué le pasa? —preguntó Max a su padre en un susurro y él se encogió de hombros.
—Cosas de la menopausia —respondió su progenitor.
Max puso los ojos en blanco, menopausia, sí claro; su padre pensaba de la misma manera que su madre, pero era más inteligente dejando a su mujer disparar.
—Bobadas, ahora que me voy a quedar unos días por aquí… —todos la miraron con horror— puedo acompañarte a una de esas clínicas de fertilidad —Linda tosió, Martín puso cara de ofendido y Max aguantó la risa—. Está claro que hay algo que no funciona.
—Me parece que no es eso —murmuró Max y su hermano le dio un codazo.
—Mamá, ya te he explicado que aún no es el momento; además, Max es el mayor, deberías darle la lata a él.
—Yo no estoy casado —se defendió rápidamente; se avecinaba tormenta.
—¿Y eso importa? —preguntó Emily mirándolo como si fuera tonto—. Me da igual si te casas o no, no soy tan antigua; eso sí, espero que la madre no sea una de esas… —miró a su marido en busca de ayuda.
—Cabezas huecas teñidas —Paolo salió al quite.
—Eso. Búscate una buena chica, no es tan difícil, claro que con esas pintas de mamarracho que llevas… —su madre movió la cabeza disgustada.
—En eso tiene razón —intervino Linda, y el aludido achicó los ojos; ya se desquitaría más tarde.
—Por si acaso ya me he ocupado de eso —a Max le entró el pánico—. ¿Dónde está mi bolso? —Linda se lo entregó y su suegra sacó su teléfono móvil y empezó a enredar con él—. Aquí está, tengo una foto de Cindy.
—¿Cindy? —preguntó temiéndose lo peor.
—Sí, Cindy, trabaja como monitora en el gimnasio donde voy, tiene treinta años, no se tiñe el pelo, está en buena forma y es fértil.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Martín. Su madre parecía pertenecer a los servicios secretos. O, lo que es peor, haber preguntado sin ningún reparo a la chica.
—Está divorciada y tiene un hijo —contestó su madre enseñándole la pantalla del móvil—. ¿A que es guapa?
Max miró de reojo la foto, más que nada para contentar a su madre.
—¿Desde cuándo manejas tan bien el móvil? —preguntó; cuando se lo compró, Emily era incapaz de cambiar el tono de llamada.
—Estos aparatos son una maravilla —respondió su madre.
—Déjame ver —pidió Martín y su madre le entregó el móvil—. Es mona.
—Es la mujer ideal para ti —aseguró su madre—. Le gusta el deporte, como a ti, tendréis unos hijos estupendos, sanos y fuertes.
—A ver —Linda no quería quedarse al margen. Tras unos segundos estudiando la imagen, devolvió el teléfono a su suegra—. No es su tipo.
—¿Y cuál es su tipo? —se quejó Emily y arrugó el entrecejo mirando a su hijo mayor—. ¿Aún no has superado lo de tu cuñada?
En la mesa se hizo un silencio sepulcral. Todos conocían la tendencia de Emily a hablar sin tapujos de todos los temas, pero, bueno, ciertos temas…
—Voy a por el café. ¿Alguien quiere algún licor?
—Tráeme una copita de brandi —pidió Paolo.
—Papá, tienes que conducir —le advirtió Martín.
—Yo te ayudaré —Max se levantó y siguió a Linda a la cocina.
—Te has pasado tres pueblos —reprendió Martín a su madre.
—No me toméis por tonta, sé perfectamente que Max disimula, y eso no le ayuda a encontrar a una buena mujer.
—Pues creo que buscándole candidatas tampoco lo ayudas mucho que digamos.
—Hijo, tu madre sólo quiere lo mejor para vosotros.
—Los dos somos mayorcitos.
Mientras, en la cocina, Linda preparaba las tazas en una bandeja mientras se hacía el café.
—No se lo tengas en cuenta —dijo ella.
—Ya la conoces —se encogió de hombros—. No se calla ni debajo del agua.
—Sí —Linda sonrió—. Y también sé que no lo hace con mala intención. Coge el azúcar, está en el armario de ahí.
—Si no me ando con cuidado, me endosa a cualquiera.
Ayudó a llevar las cosas a la mesa pensando en cómo deshacerse de su madre, o más bien de sus comentarios y, por supuesto, de sus intenciones. Todo un drama familiar, sí señor; el único problema era que, de momento, su madre aún no sabía que en los últimos días ya no pensaba en su cuñada.