Capítulo 31
ndex

—Joder con las zonas peatonales —protestó al entrar en el barrio de Nicole.

Ella buscó algo en su pequeña bandolera y se lo pasó.

—Es una tarjeta de acceso para residentes.

Casi se la arrancó de las manos de lo impaciente que estaba. Su estado resultaba lamentable; claro que su acompañante no iba mucho mejor.

—Vale, pero no sé dónde coño voy a aparcar. No me apetece andar por ahí con estas pintas.

—Puedes dejarlo en el garaje, sólo hay un coche, el mío.

Que le ofreciera aparcar resultaba prometedor, pues no habían hablado de quedarse, así que tampoco iba a quejarse. Sólo veía un problema: ¿cómo iba a apañárselas sin ropa limpia?

Por suerte, no se encontraron obstáculos para subir al apartamento de ella.

—¿Quieres ducharte primero mientras hago café? —preguntó y Max se sorprendió de que formulara la pregunta de forma tan amistosa.

—Sólo hay un pequeño inconveniente —señaló su ropa.

—Dámela, en dos horas estará como nueva.

—¿Y mientras? —arqueó una ceja.

—Seguro que puedes apañártelas.

Qué descarada, sonrió siguiéndola hasta el cuarto de baño. Allí ella empezó a rebuscar en el pequeño armario y le entregó un albornoz junto con unas zapatillas a juego, sin estrenar. Cuando se disponía a salir la agarró del brazo.

—¿No vas a frotarme la espalda?

Ella puso los ojos en blanco.

—Tengo cosas que hacer. Date prisa, yo también quiero ducharme.

No insistió y empezó a desnudarse con rapidez, pero al verla cambió de opinión. Iba entregándole la ropa, ella intentaba disimular mirando a otro lado y Max se entretuvo lo suficiente como para ponerla nerviosa.

Huyó con la ropa, consciente de que iba a perder las formas, otra vez; ya estaba lo suficientemente avergonzada respecto a lo que pasó en el coche.

Se encargó de la ropa de él. Al vaciar los bolsillos para meter la ropa en la lavadora observó sus pertenencias. Un móvil de última generación, que debía costar una buena suma. La cartera: no necesitaba abrirla para saber que en ella había un buen fajo de billetes; aun así lo hizo, y vio una colección impresionante de tarjetas de crédito.

Frunció el ceño mientras dejaba todo perfectamente alineado sobre la mesa, antes de que él apareciera y la pillara husmeando.

Puso la lavadora en marcha y esperó a que él saliera haciendo el café.

No tuvo que esperar mucho.

—Tu turno —dijo él entrando en la cocina como si viviera allí.

Se arrepintió de no haber aceptado su oferta y lavarle la espalda.

—De acuerdo.

—¿Quieres que me encargue de la cena?

—¿Vas a cocinar?

Se rió y negó con la cabeza. Cogió su móvil, que estaba junto a la cartera y las llaves, y la miró; si ella había cotilleado en sus cosas esperaba al menos que tuviera la decencia de sonrojarse. Pero no, le aguantó la mirada.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó él, y abrió la tapa del móvil; ella se encogió de hombros y lo dejó solo.

***

Estaba sentada en la mesa del salón intentando concentrarse en los documentos que tenía delante; ahora bien, resultaba complicado, normalmente ella ponía música suave de fondo y no el maldito resumen del fútbol.

Max, tumbado en el sofá, como una marajá, en albornoz, con una cerveza en la mano y el mando bien cerca, parecía el típico hombre despreocupado. Por si fuera poco, de vez en cuando dedicaba apelativos cariñosos a la familia del árbitro, a algún jugador o al comentarista.

—No deberías trabajar un domingo.

—¿Humm? —se quitó las gafas y lo miró—. Mañana tengo que estar preparada —comentó distraída.

Se levantó y ella se dio cuenta de que era la pausa para la publicidad. ¿Cómo consentía eso?

Caminó hacia ella y miró por encima del hombro los documentos que ella tenía delante.

—¿Algo importante?

Se frotó los ojos.

—No, un caso de lo más ridículo. No te preocupes, sigue viendo la tele.

—Cuéntamelo —tiró de ella para que se levantara y cogió los documentos—. Me encanta el mundo judicial, pero preferiría hacerlo tumbados en el sofá.

—¡Max!

—No seas tiquismiquis —la arrastró hasta el sofá, la sentó a un lado y él se tumbó acostando su cabeza en el regazo de ella—. Venga, te escucho.

—En fin, es un caso ridículo. Un amigo de mis padres, en pleno proceso de divorcio, se había acostado con la secretaria y su mujer los pilló «trabajando» a altas horas de la noche…

Sonrió como un tonto.

—Sigue, esto promete.

—No hay nada morboso, por si lo estás pensando. Bueno, en resumen, él tuvo que ausentarse por un viaje de negocios y no tenía a nadie disponible para que se ocupara de Rambo.

¿Rambo?

—Su perro —le aclaró ella.

—Ah.

—Es un perro de caza…, de pedigrí, ha ganado varios premios y tuvo que dejárselo a su exmujer.

—¿Envenenó al perro? —aventuró él.

—No. Fue algo más… retorcido; lo llevó al veterinario y lo capó.

—Ay.

—Sí, eso es precisamente lo que pensó él y, claro, ha demandado a su ex: le exige una compensación económica, ya que alega que Rambo ya no podrá… bueno ya sabes.

—¿Hacer rambitos?

Ese comentario la hizo sonreír.

—Exactamente.

—Vaya papelón, pero entiendo a ese hombre, hay cosas que nunca deben hacerse.

—Ya, ahora me dirás que es un ataque directo a su…

—Más o menos, eso y estrellar el coche, publicar fotos de él desnudo en Internet, comentar el tamaño de su polla con las amigas… Ya sabes… —movió las cejas sugestivamente.

—Qué típico.

—¿Y tú tienes que defenderlo?

—Pues sí. Voy a intentar que lleguen a un acuerdo, ir a juicio por esto me parece una patochada.

—¿Llamarás a declarar al veterinario?

—No seas tonto —le dio con los papeles.

—Eh, cuidado… —bromeaba, pero al parecer ella se tomaba muy en serio su trabajo; ahora bien, ¿por qué no divertirse al mismo tiempo?

Max miró hacia arriba, en esa postura no llegaba a verle la cara y, claro, tenía que decirlo.

—Me encanta la vista —juntó las manos encima del pecho y puso cara de hombre feliz—. ¿Podrías desabrocharte un botón?

—¿Perdón?

—Un botón.

—Max, de verdad, tengo que acabar esto, no me distraigas —el tono ligeramente condescendiente lo hizo sonreír—. Y no pongas esa cara.

—Es la que tengo. Anda, sé buena, sólo quiero mirar… —intentaba engatusarla con ese tono meloso.

—¿No has tenido suficiente esta tarde? —él negó con la cabeza—. Pues yo sí —aseveró.

—No mientas, nena: desde aquí noto cómo tienes los pezones en posición de ataque…

Se removió inquieta, esa familiaridad con la que Max hablaba, y a la que no estaba acostumbrada… Resultaba difícil de explicar; a pesar de todo, él parecía conocerla lo suficiente como para decir en voz alta lo que ella no se atrevía a expresar. El revolcón en el asiento trasero de una vieja camioneta había sido una experiencia completamente decadente, y tan excitante… Él tenía razón, estaba mintiendo, ella deseaba más.

—Eso debe de ser la cena —dijo Max al oír el timbre—, o tus queridas vecinas en misión de reconocimiento, nunca se sabe. ¿Prefieres abrir tú?

Asintió y él la dejó levantarse. Le importaba un pimiento que las dos ancianas cotillas lo vieran en casa de Nicole con tan sólo un albornoz; una cosa muy distinta era el repartidor.

Ella abrió la puerta y un joven le entregó el pedido.

—¿Cuánto le debo?

—Nada, señora.

—Pero… —miró las bolsas: eran de un restaurante caro, el Júpiter; ella lo conocía, pues Thomas la había llevado en alguna ocasión. Lo que no sabía es que hacían entregas a domicilio—. Espere, por favor.

Fue a buscar su bolso y buscó una buena propina para el repartidor; después lo llevó todo a la cocina. Y se quedó mirando, como una tonta, las bolsas.

Max la encontró así.

—¿Ocurre algo? —se acercó e inspeccionó las bolsas—. Ah, mira qué bien, justo a tiempo. ¿Cenamos?

—¿Cómo lo has conseguido?

—¿El qué? —preguntó indiferente mientras sacaba la botella de vino Lambrusco.

—Si ya es difícil conseguir mesa en el Júpiter, no sé cómo has logrado que nos sirvan a domicilio.

—Ah, bueno, esto… —mierda, debería haberlo previsto, y llamar a un restaurante asequible, pero a él le encantaba la comida del Júpiter, y respecto a reservar mesa… nunca lo hacía.

—¿Habéis trabajado para ellos?

Sin querer le dio la respuesta correcta.

—Sí, claro, el año pasado le hicimos unas reformas al dueño en su casa —Max conocía al dueño y a su familia, y por supuesto conocía la casa—. Quedó muy contento.

—Ya veo. ¿Y te regala las cenas?

—No, simplemente lo cargué a la tarjeta de crédito —joder, era abogada y preguntar era su oficio. Primera y última vez, la siguiente cena en una pizzería. De barrio.

—Pues esto te va a costar un ojo de la cara —buscó dentro la factura—. Déjame al menos pagar mi parte.

—¡¿Qué?! No, joder, te invito y punto. Vamos a cenar antes de que se enfríe.

—¿No prefieres vestirte antes? La secadora ya ha terminado y…

—¿Te molesta? —ella negó con la cabeza—. Sí, admítelo, te pone nerviosa, ¿eh? Apuesto a que estás esperando a que en un descuido… —se acercó a ella y llevó las manos al nudo del cinturón— pase algo como… —deshizo el nudo— esto y puedas… —agarró las solapas con la clara intención de mostrarle todo— echar un buen vistazo. ¿A que sí? —abrió completamente el albornoz y Nicole se tapó los ojos—. No seas infantil —la sujetó de las muñecas obligándola a contemplarlo—. Mira cuanto quieras —ahora la voz de Max era más ronca y ella comprobó que estaba excitado—. Pero… —se cerró el albornoz con rapidez— primero la cena, después… ya veremos —y, para bochorno de ella, se echó a reír a carcajadas.