Capítulo 33
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—No sé cómo agradecerle todo esto, señorita Sanders. Pensé que tendríamos que ir a juicio, pero al final mi exmujer se ha avenido a razones.

—Se lo dije, señor Perkins —comentó Nicole mientras recogía sus documentos y los guardaba en el maletín—; siempre es mejor un mal acuerdo que un buen juicio —sonrió.

—De nuevo, muchas gracias por todo su trabajo.

Se despidió del señor Perkins y salió del edificio que albergaba los juzgados, comprobó la hora y bajó los escalones en busca de su coche. Se pasaría por el despacho antes de ir a comer y se pondría unas malditas bragas.

Nada más llegar, Helen, su secretaria, le entregó un mensaje urgente: Thomas la esperaba en su despacho.

Pues bien, el abogado roba casos tendría que esperar. Se encerró en su oficina y se dejó caer en su sillón, cerró los ojos e intentó relajarse. Las cosas salían mejor de lo que esperaba, sólo su impaciente socio podría empeorarlas, lo cual iba a suceder en breves instantes. Podría escaparse, pero Helen, la servicial y pelota Helen, ya la había visto, así que no quedaba más remedio que permanecer en su puesto.

Sonrió como una tonta, si la gente supiera… No, no lo adivinaría nunca y, como Max dijo, sería su secreto, una pequeña perversidad para sentirse mejor.

Llamaron a la puerta; sabía quién era.

La secretaria entró y dejó sobre su mesa un paquete.

—Había olvidado esto, llegó a primera hora, viene a su nombre. No tiene remitente —informó la secretaria en tono eficiente y seco.

—Gracias —fingió agradecérselo. Si de algo no se la podía acusar era de ineficiente, así que lo más seguro es que hubiera retrasado a posta la entrega para o bien fastidiarla o bien intentar adivinar qué contenía.

—¿Estás ocupada, Nicole? —Thomas las interrumpió desde la puerta—. Será sólo un minuto. ¿Nos disculpas? —preguntó a Helen.

La secretaria le sonrió y salió cerrando la puerta tras de sí.

Él miró el paquete que estaba sobre la mesa.

—¿No vas a abrirlo? —y se acercó para cogerlo; inmediatamente ella lo puso fuera de su alcance.

—Es privado.

—De acuerdo —sonrió y se sentó frente a ella.

—Ando mal de tiempo —mintió, pero necesitaba estar sola—. ¿Qué querías?

—En primer lugar, saber qué tal te ha ido esta mañana.

—Bien, llegamos a un acuerdo. No habrá juicio —le respondió sin dejarse llevar por el tono amistoso de Thomas.

—En fin, no esperaba menos de ti.

Cretino, yo tengo que ocuparme de casos ridículos y encima vienes de amable. Vete al carajo, quiso gritarle.

—Tú dirás. Helen me ha dicho que querías verme.

—Ah, sí, es sobre el caso Hart.

—Es tu caso —alegó Nicole enfatizando el «tu».

—Ya veo que sigues resentida.

—Al grano —cogió una pluma y empezó a jugar con ella entre los dedos.

—Hemos tenido un pequeño problema informático, al parecer los archivos relativos al caso están incompletos.

—¿Y? —musitó, pues prefería no interesarse demasiado.

—Necesito tu copia.

—Borré esos archivos —respondió manteniéndose serena.

—Me lo imaginaba —sonrió, otra vez—. De todas formas siempre haces copias de seguridad.

Estamos a menos de quince días de la primera vista y no tenemos tiempo de reconstruir toda la información.

—No guardé copias de seguridad —le mantuvo la mirada.

—¿Qué? Tú siempre lo haces.

—Me quitaste el caso. ¿Qué esperabas? Borré todos los datos; pídele a Helen que te saque una copia —bien, a ver por dónde sales ahora, cretino.

—Ese ordenador también ha sufrido problemas.

—Cuánto lo siento —se levantó dispuesta a terminar la conversación.

—Nicole, es importante, joder; no me creo que te hayas deshecho de ellos.

—Pues créetelo, no es mi caso. Apáñatelas.

—Hoy estamos un poco peleona, ¿no?

—Si no me crees puedes mirar en mi ordenador. Ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer.

—Esa actitud no es buena —Thomas también se levantó, ahora menos amistoso—. Somos socios y no podemos permitirnos hacer el ridículo.

—Te repito que ya no es mi caso.

—Así no vamos a ninguna parte —se pasó la mano por el pelo, empezaba a perder los nervios—. Intento comprenderte, Nicole, procuro comportarme de forma amistosa… Joder, si hasta he llamado a la puerta antes de entrar por si estabas ocupada —esas palabras implicaban una acusación que ella entendió perfectamente.

—Es lo mínimo que puedes hacer —dijo sintiendo cómo se ruborizaba.

—No sé qué te está ocurriendo últimamente, supongo que estás dejándote influenciar por quien no debes o…

—Deja de suponer tanto —lo interrumpió ella—. Estoy harta de que me toméis por tonta, en lo que a mi vida privada se refiere. Tú menos que nadie tienes derecho a opinar —plantó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante—. Cumplo con mi trabajo y es de lo único que debes preocuparte.

—Esa relación, por mucho que lo niegues, te está afectando —Thomas alzó la voz acusadora.

—No voy a discutir eso contigo y punto —se hizo oír alzando también la voz.

—Conmigo nunca te comportaste así —parecía afectado—. Siempre fría y reservada.

—Quizás porque me empujaron a ello, no porque yo quisiera. O porque…

—Puedes decirlo, Nicole, puedes decirme que conmigo era simplemente algo que debías hacer, casi una obligación —sonrió sin ganas—. Qué triste, ¿eh? Todo este tiempo comportándome como un caballero… Si me hubieras dicho que te iba el rollo duro…

—¡Fuera! —Nicole perdió los nervios—. ¡Fuera de aquí!

—… no me hubiera importado complacerte —abrió la puerta y salió.

Se dejó caer en el sillón. Maldito Thomas, el muy… bastardo. Encima creía estar haciéndole un favor… Bien mirado, puede que ella tampoco colaboraba, pero ¿y? ¿Era sólo responsabilidad suya?

No, no y no.

Rollo duro… Y utilizó la expresión recomendada por Max a primera hora de la mañana.

—¡Que te den! —y se sintió mucho mejor.

Tenía que hacer algo. Tarde o temprano, Thomas o Helen la eficiente se darían cuenta de que no era «un fallo informático». Buscó en sus archivos la memoria USB donde almacenaba la información del caso Hart.

Algo se podría hacer…

Mientras pensaba se fijó en el paquete que tenía sobre la mesa pendiente de ser abierto. Lo examinó y efectivamente venía sin remitente; sólo figuraban su nombre y dirección y el logotipo de la empresa de mensajería.

Revolvió en su escritorio y cogió el abrecartas. Rasgó el precinto y abrió la caja. En el interior encontró otro paquete, envuelto en papel de regalo rojo brillante.

Intrigada, lo apartó; eso sí, antes se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada.

Se quedó de piedra al ver el contenido. Y de paso se puso roja como un tomate maduro.

Dejó a un lado el «juguete» y abrió el sobre que lo acompañaba.

«Un complemento de moda imprescindible para la mujer trabajadora».

Estaba sin firmar, aunque supo en el acto la identidad del remitente.

Sin quitar el plástico, lo guardó en su bolso.

Sólo faltaba que alguien lo descubriera. Cogió también la memoria USB y cuando iba a meterla en su bolso se detuvo; no, era mejor llevarla encima. El traje no tenía bolsillos, así que se lo guardó en una de las copas del sujetador. Y se sintió como una profesional del espionaje. Una cosa tonta, pero que animaba.

La cuestión era: ¿qué hace una espía con la información?

—¡Pues claro! —dijo en un murmullo; sólo conocía a una persona que podría hacer buen uso de esos documentos.

Tenía que volver a ver a su ex; sólo esperaba que éste se mostrase colaborador y hubiera olvidado el bochornoso intento de seducción.