Capítulo 28
Las palabras de su hermano iban dando vueltas en su cabeza mientras conducía de regreso a casa. Por supuesto, su televisión de plasma y los comentarios de la jornada de liga estarían esperándolo.
¿Y? Ahora, por culpa de Martín, ese cabrón sabía muy bien cómo inocularle el virus de la duda, ya no tenían la misma gracia. Claro, para él era fácil hablar así, en casa tenía a la mujer ideal, dispuesta, incluso, a obligarlo a planchar la ropa; bien pensado, podía hasta resultar divertido, no la actividad en sí, sino la idea de compartir tareas, aunque fueran desagradables y domésticas.
Joder, incluso eso de pensar en cómo llegar a fin de mes podía ser instructivo, siempre y cuando hubiera una persona con la que compartirlo.
—¿Me estoy haciendo viejo o qué? —masculló mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde y seguir avanzando.
Un Audi plateado se puso a su lado y automáticamente miró al conductor; por supuesto, no era ella. Cuando el semáforo se puso verde y el Audi avanzó, se quedó mirando como un tonto hasta que el claxon del coche de detrás lo hizo reaccionar.
Nicole… Ése era otro asunto espinoso y se acordó de algo verdaderamente relevante.
¿Qué había hecho ella respecto al descuido? Joder, joder, joder…
Durante toda la semana había estado tan cabreado consigo mismo y con todos que se limitaba a refunfuñar en su despacho.
La amenaza de ella, suficientemente contundente como para tomarla en serio, le había hecho huir…
Y si…
Dio un golpe en el maltrecho volante de la camioneta y aparcó a un lado.
Si se molestaba en llamarla ¿ella contestaría?
Miró la hora y desechó la idea.
Esas cosas se hablan cara a cara.
Veinte minutos más tarde estaba entrando en el barrio donde ella vivía y renegó. El maldito ayuntamiento y su obsesión por cerrar las calles al tráfico para favorecer el turismo. No le quedó más remedio que estacionar en un parking cercano y salir a pie.
Cosa que podía resultar agradable, pero no para él: si alguien lo reconocía…
Antes de bajarse del coche se miró en el retrovisor interior. Se puso las gafas de sol; con sus pantalones cortos de explorador color crema y la camiseta negra podía pasar por un turista más. Ahora bien, no llevaba calcetines con sandalias.
Todo este asunto tenía huevos; aun así, no le quedaba otra opción. Comprobó que llevaba la cartera y el móvil y se bajó de la camioneta.
Caminó hasta el viejo edificio, relajándose al ver que nadie le prestaba atención hasta que divisó el gran cartel que tapaba la fachada del inmueble…
Sonrió; Martín aprovechaba cualquier oportunidad para publicitar la empresa. A nadie le quedarían dudas sobre qué empresa acometía las obras.
Llamó al telefonillo del apartamento de Nicole y esperó.
Ninguna respuesta. Insistió… Nada, no estaba en casa.
Probó de nuevo por si acaso; la respuesta fue la misma.
A punto de darse la vuelta y largarse, se abrió la puerta y las agradables vecinas de Nicole lo vieron.
—Buenas tardes —saludó Max educadamente.
—Buenas tardes, joven —respondió la señora Monroe—. ¿A quién busca?
—¿Tú qué crees? —interrumpió la señora O’Brien—. Es el de la obra —examinó a Max—. La Finolis no está en casa.
—Bueno, entonces… —Max quería salir pitando de allí.
—Es domingo, seguro que está en casa de sus padres —informó de nuevo la anciana.
—Seguro —confirmó la otra mujer—. ¿Y para qué la busca? —la señora Monroe también lo miró de arriba abajo—. No creo que sea por la obra —murmuró dejando caer la sospecha—. ¿Y bien?
—Viene a verla a ella, no sé por qué —dijo con malicia la señora Monroe—; está claro que no ha venido por nosotras. ¿Verdad, joven?
—¿Quiere que le dejemos algún recado?
—No —respondió Max; cualquiera se fiaba de esas dos.
—Llegamos tarde —dijo la señora Monroe— y no quiero que nos sienten junto a los lavabos.
—Vamos al bingo del centro de jubilados —aclaró la señora O’Brien—. Si quiere esperarla… —se acercó y señaló la puerta entreabierta.
—No tardará mucho; esa chica es como un reloj, no me extraña que ande con otro abogado estirado como ella.
—Gracias —tal vez no era tan mala idea.
—¿Seguro que no le he visto en otra parte? —preguntó la señora Monroe—. Su cara me suena mucho. ¿No sale por la tele?
Lo que me faltaba, pensó él.
—Lo dudo mucho, señora.
—Venga, vayámonos —la señora O’Brien tiró de su amiga—. Nunca entenderé a los jóvenes de ahora. Ha venido aquí por ella; se llevará un chasco pues…
Las palabras de la anciana se fueron desvaneciendo a medida que caminaban por la acera. Max entró en el edificio y subió las escaleras, y de paso observó todos los progresos que se iban haciendo; ahora, tal y como estaba, quedaba mucho por hacer. Eso sí, después iba a resultar un edificio elegante.
Martín sabía bien lo que se hacía.
No eran precisamente celos lo que sentía al recordar cómo su hermano hablaba de Nicole. Aun así, no podía dejar de pensar en ello. Que Martín tuviera la oportunidad de ver cómo era realmente Nicole le sacaba de quicio.
¿Por qué no era así con él?
***
Trabajar un domingo nunca era buena idea, pero tras la desastrosa comida en casa de sus padres distraerse con asuntos profesionales resultaba tan buena idea como cualquier otra.
Ahora bien, concentrarse en lo que estaba haciendo, o intentando hacer, era bien distinto.
Al salir de casa de sus padres y pese a intentar marcharse sola, Thomas había insistido en acompañarla hasta el coche.
—Tenemos que hablar —había dicho él.
Ya, claro, como que no lo suponía.
Pero Thomas la había desconcertado por completo.
—Sé perfectamente que tú y yo no tenemos un futuro juntos, aunque tus padres se empeñen; nuestra relación ha sido más producto de la insistencia de tu familia que de nuestros sentimientos. No soy tan necio como para no darme cuenta. Y antes de que sigas: no, no fui yo quien se ha ido de la lengua.
—¿Entonces?
—Helen —Thomas hizo una mueca.
—Siempre me ha odiado. Cree que por mi culpa no sales con ella.
—Nunca saldría con ella —respondió categóricamente su socio.
—Pero ella cree que sí…
—En fin, ya se terminará haciendo a la idea.
—Espero que te apliques tus propios consejos.
—Nicole, ¿tan horrible es la idea de casarte conmigo? —habló suavemente—. Déjalo, prefiero no saberlo, simplemente podrías limitarte a fingir y así no tendrías enfrentamientos con tu madre.
—¿Tan difícil es de entender? —quería marcharse, no sabía qué era peor: un Thomas condescendiente o uno comprensivo—. En fin, no quiero seguir hablando de eso. Mi madre puede decir misa, he tomado una decisión.
—¿Tiene algo que ver ese hombre? —inquirió él con tono de interrogatorio.
—No.
—Mira, puede que me veas como a un rival, pero yo no soy tan esnob. Eso sí, me sorprendió bastante cuando…
—Adiós —le cortó ella.
—Espera un minuto —la sujetó del brazo—. A mí no me parece mal, simplemente me sorprende; conmigo nunca te has comportado de esa forma tan…
Thomas parecía afectado de verdad, y se preguntó si no lo estaba juzgando mal. Pero recordó el incidente del caso Hart y no pudo reconsiderar nada.
—No quiero hablar de eso contigo —sintió cómo se ruborizaba.
—¿Sabes? Si te soy sincero me parece bien. Sólo espero que podamos llevar una relación laboral más o menos aceptable. Incluso puedo servirte de coartada con tu madre —le sonrió—. Sé que puede llegar a ser irritante.
—Gracias, pero no —ni loca aceptaría un detalle así, a la larga le saldría muy caro.
—Hazme un favor, no vuelvas a intentar intercambiarme con Simon, no soporto a tu prima.
—Pues disimulas muy bien. Tengo que irme…
—¿Nicole? —la llamó cuando se disponía a subirse al coche—. Piensa lo que quieras, pero no soy quien quiere hacerte daño. Me preocupo por ti, y si ese hombre te hace feliz, adelante.
—No tengo ninguna relación con nadie —se puso a la defensiva—. Y si la tuviera, tú serías el último con quien compartir confidencias.
En ese momento, en la soledad de su despacho, se dio cuenta de que sus palabras habían sido demasiado duras, quizás estaba intentando tender un puente y establecer una especie de tregua; ahora bien, podía empezar por devolverle el caso Hart.
Dar vueltas a lo mismo una y otra vez la estaba torturando, así que recogió sus papeles, apagó el ordenador y cerró el despacho.
Vaya con Thomas. Desconfiada por naturaleza, pensó que su intención podría ser sonsacar información, aunque parecía tan sincero…
—¡Basta! —dijo mientras andaba por el garaje en dirección a su coche—. Al diablo con todos.
Pensó en llegar a casa cuanto antes, darse un buen baño de espuma, incluso perder el tiempo exfoliándose la piel, tomar una copa de vino y pasar las horas sin preocuparse de más; para eso estaban los domingos.
Tardó poco más de media hora en llegar a su casa. Por suerte, «radio patio» estaba en el bingo, como todas las tardes de domingo, y nadie la molestaría con charla insustancial. De eso ya tenía bastante.
—Tenemos que hablar.
Las llaves cayeron al suelo y se llevó una mano al corazón al oír esa voz a sus espaldas justo cuando se disponía a abrir la puerta de su apartamento. No necesitaba girarse para saber quién era.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con voz chillona, mientras se giraba… Su ritmo cardíaco aumentó frenéticamente y no sólo debido al susto.
—Llevo casi una hora esperándote —sonó a reproche.
Nicole se agachó a coger las llaves, pero Max se adelantó y se las tendió.
—Di lo que tengas que decir.
—¿En la escalera? ¿Quieres que se enteren de lo que quiero decirte?
—Estamos solos, las dos cascarrabias están en el bingo —no debía haberlo dicho, podría hacerse una idea equivocada.
—He estado sentado en la escalera y tengo el culo insensible, lo menos que puedes hacer es dejarme pasar.
—No —le dio la espalda y encajó la llave; como siempre, la puerta se resistió a abrirse a la primera.
Se colocó tras ella para ayudarla; se puso nerviosa, quiso golpear la maldita puerta, pero hacerlo con zapatos de puntera no era buena idea, ella sufriría más que la odiosa puerta.
—Déjame a mí —pidió con ese tono brusco, y la apartó y empujó la puerta hasta que se abrió—. Supongo que habrás incluido la sustitución de la puerta dentro de las obras de rehabilitación.
—¿Y a ti qué más te da? —preguntó irritada.
Entró en su apartamento con la intención de darle con la misma en las narices, pero Max fue rápido y no lo consiguió. Cerró con tranquilidad y se apoyó en la puerta. Observó cómo ella intentaba ignorarlo y casi sonrió. Joder, se estaba poniendo cachondo sólo mirándola.
—Te escucho —dijo ella.
Él, que no era tonto, sabía que ese tono indicaba a las claras que no tenía ni la más mínima intención de hacerlo.
—Eso está mejor. Sólo he venido a preguntarte una cosa: ¿ya lo has solucionado?
—¿El qué?
—No quiero ser demasiado grosero —ella se cruzó de brazos impaciente—. Está bien, ¿fuiste a la clínica?
—No.
A Max casi le da un ataque cardíaco.
—¿No?
—No —la cara de estupefacción de Max le resultaba cuando menos reconfortante. La primera buena noticia en varios días.
—¿Por qué? —preguntó tenso. Lo que faltaba, que ella hubiera decidido ser madre soltera, sólo que, cuando se enterase de quién era realmente el padre, cambiaría en el acto de opinión.
—No es de tu incumbencia.
Él dio dos pasos y la agarró de los hombros, haciendo que ella perdiera momentáneamente el equilibrio; el tacto no era lo suyo.
—¿Cómo que no es de mi incumbencia? Joder, claro que lo es —masculló con tirantez, y es que el asunto no era para menos.
Y Nicole se excitó. Ay, Dios, ¿cómo podía explicarse aquello?
—No era necesario —murmuró.
—¿Qué? —la increpó; quería oírlo alto y claro. Nada de enrevesados comentarios femeninos.
—¡No fue necesario! —chilló a pleno pulmón intentando liberarse—. ¿Contento? Ahora suéltame.
Debería haberlo hecho, ya estaba todo claro; aun así, en su interior se estaba formando una especie de torbellino, un cúmulo de contradicciones.
—Voy a darte un motivo para tu demanda —dijo Max con voz ronca.
La sujetó contra él e hizo lo que se moría por hacer, besarla con fuerza. Demostrar de una vez que sus amenazas se las pasaba por el forro de los cojones y que bien valían la pena con tal de saborearla de nuevo.
Estaba perdido, lo sabía; esa mujer, con su actitud fría, podía con él… No le gustaba, pero de todos modos se dejó llevar. Volver a tocarla era premio suficiente tras una semana de lo más desastrosa.
Quiso sonreír; su hermano y el baboso de Travis podían especular todo cuanto les diera la gana respecto a la longitud de sus piernas: sólo él sabía cómo era besarlas.
Lo que no sabía era el efecto que estaba causando en ella. Nicole no podía explicarse por qué se lo permitía. Otra vez se repetía la historia y otra vez se dejaba arrastrar.
¿Y por qué no podía permitírselo?
Esa idea acudió a su mente mientras su cuerpo se derretía, literalmente… ¿Por qué no disfrutar el momento? Siendo sincera, Max era el único hombre que conseguía ponerla en ese grado de excitación.
¡Y sólo la estaba besando!
Las manos de él abandonaron su cuello y se posaron en su culo, levantándola y obligándola a apretarse contra él. Oh, Dios, estaba excitado, tanto o más que ella.
—Joder —gruñó Max—, como sigamos así vas a tener diez motivos para denunciarme.
Nicole parpadeó antes de mirarlo. Su amenaza, su estúpida amenaza.
—No lo haré —se separó de él a regañadientes e intentó adoptar una postura digna—. No te preocupes.
—Cámbiate.
—¿Perdón?
—Tengo que ir a lavar el coche.
—¿Lavar el coche? —Nicole lo preguntó como si fueran a sacarle una muela.
—Sí, será lo mejor; en estos momentos si seguimos aquí terminaré por follarte en la encimera de la cocina. Necesito despejarme.
¿Y eso es malo?, quiso preguntarle.
—¿Lavar el coche? —repitió.
—Sí, es lo que hace la gente normal un domingo por la tarde; ponte algo cómodo, ropa deportiva o algo así.
—¿Ro… ropa deportiva?
—Eso he dicho, y una camiseta blanca.
—¿Blanca?
—Es imprescindible —ocultó su sonrisa—. Y date prisa —la empujó en dirección a su dormitorio.
—¡No voy a ir a lavar el coche! —protestó, más que nada porque ella lo dejaba todas las semanas en un autolavado donde se encargaban de esa engorrosa tarea—. Tengo trabajo…
—¿Un domingo? Eso es pecado, nena, nada de trabajo. Nos vamos a lavar el coche como unos domingueros más.