Capítulo 10
ndex

—Mamá, tranquilízate, ¿quieres? —murmuró Nicole respirando profundamente para no perder la poca paciencia que le quedaba en esos instantes. Se dejó caer en el sofá de su casa, se quitó los zapatos y se preparó para aguantar el sermón de su madre; después de una dura jornada, era justo lo que no necesitaba para rematarla.

La había evitado durante el día, pero la señora Sanders no era de las que dejaba pasar la oportunidad de hacer valer su opinión.

—No, querida, no puedo tranquilizarme cuando me he enterado de la discusión que has tenido con Thomas. ¿Es que has perdido la cabeza?

Menos mal que no la tenía delante y podía hacer una mueca sin ser inmediatamente corregida por ello.

—Mamá, mi socio me ha quitado un caso importante —explicó con voz apagada.

—Eso no es motivo para pelearos. Son cosas de trabajo, y tú mejor que nadie sabes que esas cosas pasan.

Su madre siempre tan comprensiva.

—Me gusta que me tomen en serio, he trabajado duro y ahora él va a llevarse el mérito.

—¿Y qué más da? Al fin y al cabo todo queda en la familia. No puedes enfadarte con tu futuro marido por cosas del despacho. Además, tarde o temprano tendrás que ir bajando el ritmo de trabajo.

Teoría que conocía al dedillo y que no debía empeñarse en contradecir, pero aguantarla la quemaba por dentro.

—No pienso ser una mujer casada que se queda en casa esperando a su marido —protestó Nicole.

—No seas necia, claro que no; cuando os caséis tendrás que facilitarle las cosas a tu esposo.

—Ser una mujer florero… Lo siento, pero en la Facultad de Derecho no estudié esa asignatura.

—Deja el sarcasmo. Thomas valora tus esfuerzos, lo sabes perfectamente.

Sí claro, cómo no, se ahorra el trabajo sucio gracias a mis horas de curro.

—Hablaremos el sábado —dijo con la intención de apaciguarla.

—Por supuesto, he organizado una reunión para repasar los preparativos de la boda de tu prima Carol, y Thomas asistirá al ensayo.

—Está bien —se rindió, quería descansar, no pelear con su madre; ya buscaría la forma de evitarlo.

Después de dos sabios consejos, inútiles a su modo de ver, consiguió despedirse de ella.

Recogió los zapatos del suelo y, descalza por el apartamento, se dirigió a su dormitorio. Miró el reloj, una ducha le hubiese venido bien, pero no tenía tiempo, Martín se presentaría de un momento a otro. Así que tendría que esperar.

Qué bonito hubiese sido esperarle para algo más que para hablar de reformas, pensó con un suspiro.

***

Después de dos vueltas, por fin encontró un sitio lo bastante grande como para aparcar la camioneta. Apagó el motor y se quedó unos instantes reflexionando… ¿Tan bajo había caído?

Ser un relaciones públicas no tiene nada de deshonroso, pero maldita la gracia que le hacía. Y, para más inri, estaba pisando terreno desconocido, pues sólo con lo básico no se puede llegar muy lejos.

Para colmo de males su mandona cuñada insistió en que se cambiara de ropa, «no puedes ir con vaqueros y camiseta», había dicho Linda, y ahora se encontraba allí con unos formales pantalones de vestir azul marino y una camisa igualmente formal; de la corbata había prescindido, se pusiera como se pusiera Linda. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

En otros tiempos, Max se había gastado cantidades indecentes de dinero (para eso lo ganaba) en ropa de diseño y, aunque aún conservaba la mayor parte de su vestuario, hacía lo mismo que con sus vehículos, almacenarlos en casa. Sólo le quedaba una cosa y no estaba dispuesto a renunciar a ella: su Rolex. Se lo compró con su primer contrato de seis cifras y, más que el valor económico, para él tenía un valor sentimental. De acuerdo, no pegaba ni con cola cuando iba en vaqueros y camiseta: parecía de imitación o más bien robado, lo cual le traía sin cuidado.

Se bajó del vehículo y comprobó la hora: llegaba tarde, pero, si se daba prisa, podría estar de vuelta en casa antes de una hora y ver el partido de la Champions tranquilamente. Cogió los contratos del asiento del copiloto y se encaminó hacia el edificio.

—Puedes hacerlo —se dijo intentando convencerse a sí mismo.

Cuando llegó frente a la casa se quedó mirando el viejo caserón; no le extrañaba que las reparaciones fueran urgentes. Allí hacía falta mucho más que una mano de pintura, y estaba claro que hacía tiempo que nadie se ocupaba de lo más elemental…

Aunque tuvo que reconocer que poseía su encanto: la fachada principal, de piedra, tenía ese estilo de las viejas casas construidas a principios del siglo XX, con sus ventanas de madera, bastante podrida, por cierto, en forma de arco. Entendía que su hermano no quisiera dejar un proyecto como aquél, y no sólo por los beneficios; restaurar un edificio así reportaría a la empresa un gran prestigio.

Se dispuso a llamar al telefonillo y parpadeó ante lo que tenía delante: hacía siglos que no veía uno así; claro, iba en consonancia con la casa. A saber qué iba a encontrarse dentro. Pulsó uno al azar, pues no había indicación alguna.

—¿Quién llama? —le respondió una voz malhumorada.

—Empezamos bien —murmuró—. Buenas tardes, ¿podría abrirme, por favor?

—¿Quién es? —la misma voz y con las mismas malas formas.

—Señora, vengo a ver a la señorita Sanders, no sé cuál es su casa, ¿puede abrirme? —maldita sea.

—¿A doña Finolis?

¿Doña Finolis? , sí que había buen entorno vecinal, sí.

—Sí —respondió. ¿Para qué entretenerse con más preguntas?

—¿Y para qué quiere verla?

—Le traigo unos documentos —adujo sin perder la calma.

—Eso me parece raro.

Max escuchó cómo la señora colgaba el interfono dejándolo en la calle.

—Joder —masculló y probó pulsando otro botón.

—¿Sí?

—Buenas tardes, ¿podría abrirme? —empezaba a sentirse como un idiota o un disco rayado, cualquiera de las dos opciones podría ser válida.

—Si no me dice quién es, no abriré la puerta, a estas horas no nos podemos fiar de nadie.

—Señora, vengo a ver a Nicole Sanders. Si es tan amable de decirme a qué piso debo llamar no la molestaré más.

—¿Y para qué quiere verla? ¿No será uno de esos quinquis a los que defiende, no?

Max contó hasta diez; era eso o dar una patada a la puerta.

—Mire, no soy ningún quinqui, sólo vengo a traerle unos documentos.

Definitivamente un disco rayado.

—¿Y de qué son?

—De Scavolini Restauraciones —mantener el secreto no iba a facilitar las cosas—. Sobre las reparaciones en el edificio —añadió por si acaso la señora necesitaba más datos.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo sé que no me está mintiendo?

—Señora, por favor, abra la jod… la puerta.

—¿Usted es el chico tan simpático que estuvo la semana pasada?

Joder con la vieja y sus métodos para conseguir información. Y joder con Martín, hasta se camelaba a las viejas.

—No, soy su socio —Max se pasó la mano por el pelo, estaba a un tris de perder la paciencia.

—Humm, no me fío.

—Mire, si quiere le enseño los documentos, ¿puede abrir?

Max oyó el chasquido que indicaba la apertura de la puerta. Menos mal que nadie había sido testigo de su conversación.

Entró en el edificio y se quedó parado observando. ¿Cómo habían dejado los propietarios que un edifico se estropease así?

Bueno, para eso estaba él allí.

Se acercó hasta el ascensor y comprobó con disgusto que hacía tiempo que esa máquina estaba parada, así que enfiló las escaleras. Todos los peldaños crujían, todos sin excepción; en esa casa resultaría imposible pasar desapercibido.

Cuando llegó al primer rellano una señora lo estaba esperando con la puerta entreabierta; bien, el comité de bienvenida.

—¿Es cierto que va a ver a doña Finolis? —la vieja lo observó de arriba abajo.

—Sí —contestó levantando un pie para seguir subiendo.

—¿Van a arreglar el edificio?

—Eso parece.

—Ya era hora, espero que no se limiten a dar una mano de pintura.

—¿Con quién hablas? —otra voz se incorporó al comité de recepción.

—Este hombre, dice que viene a ver a la Finolis.

Max no quería perder más tiempo y se dispuso a seguir su camino.

—Un momento, joven. ¿No nos estará engañando?

—¿Qué le hace pensar eso?

—Me parece extraño que no venga el mismo hombre de la semana pasada —miró a Max y negó con la cabeza—. El otro sí parecía alguien respetable.

Vaya diplomacia tenía la buena señora…

—Si me disculpan… —lo que le faltaba por oír.

—Tenga cuidado con la Finolis, es una agarrada de tomo y lomo. ¿Ha visto cómo tiene la casa? Sólo piensa en echarnos y vender los apartamentos. Siempre tan estirada.

—No me extraña que su novio no aparezca por aquí —apostilló la otra integrante de la patrulla vecinal.

—¿Pero tiene novio? —preguntó sorprendida la primera.

—Algo he oído, aunque me da que se lo inventa, ningún hombre querría casarse con una mujer así.

Yo no tengo por qué oír esto, pensó Max, joder, pero le intrigaba.

—Estuvo a punto de casarse —siguió contando la vieja—, estoy segura de que la dejaron plantada en el altar. Su abuela siempre decía que era demasiado seria.

—¿Su abuela? —preguntó Max. Estaba a punto de ingresar en el club de las vecinas cotillas reunidas.

—Ella le dejó esta casa en herencia, era la única de la familia que venía a ver a Evangeline, pero yo creo que era por interés.

—Sólo se ha mudado aquí, al ático, para vigilar e intentar echarnos —aseguró la otra mujer—. No va a parar, pero no lo conseguirá.

—Bueno, señoras, encantado de hablar con ustedes, pero tengo que atender…

—Vaya, vaya, y no olvide nuestra advertencia: ándese con cuidado; lo que dicen de los abogados es cierto y la Finolis es dura de pelar.

—Gracias por el consejo.

Max se escabulló escaleras arribas. De la conversación por lo menos había sacado una cosa en claro: Nicole vivía en el ático.

***

Era extraño que Martín se retrasara, desde el primer momento se había comportado con la máxima diligencia y atención. Miró de nuevo el reloj, ya eran las siete y media y ni rastro de él.

Se fue a la cocina, había preparado café y se estaba quedando frío. Así que vació todo el contenido y preparó una nueva cafetera.

En ese momento llamaron a la puerta.

Comprobó que la cafetera siguiera con su labor y antes de abrir la puerta se miró en el espejo del recibidor, recolocándose la blusa; con sus ojeras poco podía hacer.

—Ah, eres tú —dijo Nicole desilusionada al entornar la puerta.

Se quedó parada, sujetando la puerta con una mano.

—Sí, soy yo —respondió Max cabreado; la mujer lo miraba con evidente descontento. Bueno, pues él tampoco se alegraba de estar allí—. ¿Puedo pasar? —esto último casi fue un gruñido.

—Desde luego —se apartó de la puerta para dejarlo pasar, recuperando así la compostura.

Max no estaba para cortesías, así que entró sin más y echó un vistazo a su alrededor; el apartamento tenía también un aspecto clásico, pero con una gran diferencia: todo estaba en perfecto estado. Acostumbrado a su casa de diseño, estar allí era como hacer un viaje al pasado, en concreto retroceder cincuenta años en el tiempo.

¿Qué hacía él allí?

Nicole cerró la puerta manteniendo las formas aunque bastante desencantada; cuando Martín la llamó y por cuestiones de trabajo habían quedado en su casa, se sintió ridículamente contenta, a pesar de saber con certeza que nunca tendría una oportunidad con él.

Aun así…, ¿por qué no podía al menos alegrarse la vista?

Durante sus encuentros por motivos del proyecto, Martín siempre se mostraba encantador, amable, educado y sin la pedantería habitual de muchos ejecutivos. Sabía intercalar comentarios profesionales con bromas para hacer más llevadera la conversación.

A pesar de estar acostumbrada a interminables reuniones donde el ambiente podía cortarse con un cuchillo, nunca estaba de más relajarse. Martín sabía perfectamente cómo hacer su trabajo sin resultar agotador, por eso lo esperaba esta tarde, y no al gruñón de su socio.

Y no porque ese hombre, Max, se comportase mal; era algo diferente, no conseguía relajarse y constantemente estaba en guardia. Por no hablar de la vergüenza que aún sentía al recordar cómo se derrumbó ante él.

—¿Te apetece un café? Está recién hecho.

Lo dejó solo en la sala y se fue a la cocina. Sí, definitivamente con un hombre así nunca debía bajar la guardia.

Dispuso todo lo necesario en una bandeja y volvió al salón. Casi tropieza con la bandeja: allí, rodeado de la decoración floral que aún conservaba de su abuela, estaba Max inclinado sobre el aparador mirando unas viejas fotografías. Nadie podía estar más fuera de lugar.

Imaginó que seguramente ese hombre vivía en uno de esos miniapartamentos tan impersonales, con el mobiliario básico pero un gran televisor de pantalla plana.

Dejó la bandeja sobre la mesa. A él parecía hacerle tanta gracia estar allí como a ella que estuviera.

Sirvió el café extrañamente nerviosa; ya podía ir olvidándose de pasar un rato agradable. Lo observó con disimulo: no sabría decir muy bien por qué, pero lo veía distinto; a primera vista simplemente era un cambio de atuendo, muy diferente del tipo con pinta de obrero del primer día.

—Solo.

—¿Perdón?

—El café, lo tomo solo, sin azúcar.

Como no podría ser de otro modo, pensó ella, los tipos duros piensan que tomarlo de otra forma les hace parecer débiles. Y no es que ella tuviera mucha experiencia con los tipos duros.

Le tendió una taza de café, también herencia de su abuela. Se trataba de un delicado juego de porcelana con detalles florales que parecían cacharritos con los que juegan las niñas; aun así, él aceptó la taza, de tal modo que ni se rozaron.

—Muy bueno —murmuró él con total sinceridad; la taza podría ser de lo más ridícula, pero no el café.

—Gracias. ¿Nos sentamos?

Él miró con desconfianza la silla. ¿Aguantaría?

Ella debió darse cuenta de cómo observaba la silla y señaló el sofá. Otro vestigio de su abuela, también tapizado con flores.

—Empecemos —dijo Max sentándose y dejó la carpeta que contenía el proyecto sobre la mesa de centro.

Ella se sentó dejando entre ambos la distancia máxima que permitía el sofá.

—Muy bien —se puso las gafas y adoptó su pose profesional.

Se aclaró la garganta; vale, ella no te lo va a poner fácil, está más tiesa que un palo, nadie conseguiría mantenerse sentada así más de treinta segundos. ¿Y a él qué más le daba?

—El arquitecto ha diseñado la reforma manteniendo la idea original de la construcción —empezó; le sonaba pedante a más no poder—. Como le comentaste a mi hermano, quieres que la reforma sea integral, y por supuesto debemos atenernos a las normas del ayuntamiento, así que este proyecto se ajusta perfectamente.

Le tendió las hojas y Nicole tuvo que acercarse a él y, debido a su rigidez, éste temió que ella se rompiera, aunque no lo hizo y Max se preguntó si desde pequeña había estado ensayando.

¿Así que eran hermanos?… Era a lo único que había prestado atención. Lo miró por encima de las gafas. Humm, pues no lo parecían. Puede que hoy fuera mejor vestido, pero ni de lejos se situaba a la altura de Martín en cuanto a elegancia. Y mucho menos en simpatía.

Él miró el reloj disimuladamente; vale, era abogada y revisaría cada punto y coma; sólo esperaba que no lo bombardease con preguntas técnicas… Aunque Martín se había esforzado en explicarle los pormenores, su cabeza no estaba para eso; si accedió fue por culpa de Linda.

Mientras ella leía, bien podía dedicarse a contar el número de flores que contenía el estampado de las cortinas; estaba claro que ella no iba a darle conversación. Y que él tampoco estaba por la labor; además, si la interrumpía con algún comentario absurdo, únicamente alargaría la reunión, y eso era lo último que quería.

Mirar las flores del estampado sólo podía conducirlo a un estado: la desesperación, por lo que cambió de postura en el sofá. Mirarla resultaba por lo menos más agradable a la vista. Ella iba pasando páginas concentrada en la lectura, así que él podía entretenerse a placer.

Nicole se quitó las gafas y empezó a jugar, mordisqueando la patilla; eso hizo que frunciera los labios y Max tuvo que apartar la vista, no pudo evitar pensar en algo mucho más interesante que hacer con esos labios.

¿Estás tonto o qué?

No, más bien necesitas echar un polvo; si al ver a una abogada estirada mordisqueando sus gafas piensas en sexo es que hace mucho que no follas.

Lo cual era cierto. Su calenturienta imaginación empezó a desarrollar ciertas ideas sobre mujeres recatadas que después se soltaban la melena; era como juntar el hambre con las ganas de comer. Y Nicole resultaba, en esos momentos, un bocadito muy apetecible.

Decidido a no seguir ese camino, el de los malos pensamientos, bajó la vista y se fijó en sus piernas. Sí, haz justamente eso, genio, mira sus piernas, de las cuales ya conocía su tacto, e intenta abandonar el camino de las tentaciones.

Vale, tomemos otra ruta: abogada, estirada, se recordó de nuevo, aunque el esfuerzo fue en vano.

Al estar sentada, su discreta falta se había subido lo suficiente como para dejar a la vista un poco más de piel; en concreto mostraba sus rodillas, ya libres de arañazos. Una pena que llevara medias.

Ella, por su parte, no se estaba enterando de nada; veía las letras pero era incapaz de concentrarse en el texto, pasaba las hojas como si echara un vistazo a una revista en la sala de espera del médico.

Era consciente de que Max la estaba mirando, ¿y quién no? No era lo que se dice discreto.

—¿Alguna duda? —preguntó impaciente; si por lo menos reconducía su mente a lo que realmente lo había llevado allí, evitaría sentirse incómodo.

Lo que era una solemne tontería: a él estar junto a una mujer nunca le ponía nervioso, podía manejar la situación perfectamente; claro que nunca antes se había visto en una situación así, sin música de fondo y sin una copa en la mano, y por supuesto estaban tratando un asunto de negocios, nada de coqueteo y charla tonta.

Mira el lado positivo, se dijo, así vas cogiendo práctica. Si quería encontrar a una mujer distinta a las cabezas huecas que lo abordaban habitualmente, esto era un buen entrenamiento.

—No —mintió ella en voz baja—, de todas formas lo leeré con más detenimiento.

—Como quieras… Bueno, pues entonces nada más.

Max se levantó del sofá con demasiada rapidez, sobresaltándola, pero no había calculado un pequeño inconveniente: para pasar, ella debía apartarse, así que se quedó de pie.

No tuvo que esperar demasiado, lo bueno de las personas como Nicole es que siempre estaban pendientes de todos los detalles, así que hizo lo mismo.

—Mañana me ocuparé de hacérselo llegar a Martín.

—Sí, me dijo que el proyecto debe presentarse cuanto antes.

Ella asintió y se encaminó fuera de la sala. Max la siguió y con ello logró tener una buena perspectiva de su trasero. Todo en su sitio, así que no entendía por qué no lo utilizaba, moviéndolo hábilmente, como haría cualquier mujer.

Maldita sea, en muchas ocasiones agradecía que las mujeres dejasen de provocarlo; ésta no era una de ésas. Sin embargo, la falta de atención por parte de ella, sus gestos casuales, le estaban creando cierta tensión en su interior. Quería hacerla saltar, que perdiera un poco esa rigidez, joder, una mirada entornando los ojos, algo, cualquier cosa.

Tan enfadado iba que no se dio cuenta y tropezó con ella, que se había detenido en el recibidor.

Nicole fue consciente en el acto de la proximidad del hombre. Qué ridículo resultaba pensar que gracias a una torpeza por fin lo había tocado… ¿Y qué esperabas, tonta? Ningún hombre se interesa por ti y menos uno así. De acuerdo, podía parecer un patán, pero desde luego estaba bien físicamente, era alto, olía a limpio (requisito imprescindible) y se había comportado con una educación aceptable.

—Lo siento —se disculpó Max sujetándola de un codo.

—No pasa nada —dijo ella volviéndose para quedar frente a él.

Sonrió tímidamente y a él se le aceleró el pulso. Joder, por fin le había tocado a él. Desde luego podía parecer algo pueril, pero ver cómo sonreía a su hermano mientras que él recibía sólo profesionalidad era duro y humillante.

Él no la soltó y ella no hizo nada por soltarse.

Nicole lo miró fijamente y él aguantó la mirada.

Max esperaba una señal, quería besarla y no recibir un bofetón a cambio.

Ella no sabía qué hacer o qué decir, era una experta estropeando situaciones así.

A la mierda la señal.

Si recibía un bofetón, por lo menos bajaría de las nubes; tanta tontería por una mujer… no era bueno a su edad.