Capítulo 1
Hay días en que, cuando te levantas, jamás puedes llegar a pensar en lo mucho que se torcerán las cosas.
Desarreglada como nunca había estado antes, entró a trompicones en el ascensor; cuanto antes saliera de allí, mejor. Nicole no reconoció a la mujer que reflejaba el espejo del fondo, y no era únicamente por el aspecto desaliñado: el espejo devolvía la imagen de una persona en sus horas más bajas. Los ojos vidriosos, el pelo de cualquier manera… intentando, sin éxito, contener las lágrimas.
Llorar no era una opción viable. Ella jamás derramaba una lágrima, ni mostraba sus sentimientos en público. Sabía mantener una expresión neutra, por muy mal que anduviesen las cosas; se había enfrentado a jurados hostiles, a abogados tramposos y a una madre omnipresente y controladora. ¿Qué más daba un rechazo?
Pero haber sido rechazada por Aidan debía considerarse un fracaso. Y ella no estaba ni acostumbrada ni preparada para ello.
La primera de la clase, delegada de curso, una carrera plena de éxitos como abogada, bufete propio… ¿Todo eso servía en momentos como éste?
—Maldita zorra entrometida —murmuró con desprecio.
Tenía que aparecer en ese preciso instante, cuando Aidan estaba, más o menos, convencido; lo había mirado de reojo y pudo ver la excitación en su rostro, los recuerdos y, cómo no, tenía delante la prueba evidente de que él de ninguna manera podía disimular que la deseaba.
Quien no se arriesga, no gana; sólo que en este caso Nicole había arriesgado para perder.
Nunca antes había llegado tan lejos, en su cabeza resonaban las palabras que su madre había repetido hasta la saciedad: «Los hombres están para pedir y las mujeres, para negar».
Guiada por estas palabras, había obrado en consecuencia. Podía dejarse seducir, pero nunca ser la parte seductora; siempre que había accedido a dejarse llevar a la cama era simplemente porque no podía negarse más (no se puede decir que no eternamente) o porque era lo que se suponía que debía hacer. Jamás había sido ella quien llevase la iniciativa. Las relaciones «íntimas», como las denominaba su madre, siempre eran una obligación, una forma de compensar a un hombre por haber hecho exactamente lo que una pretendía, una especie de recompensa, pero nunca una recompensa propia.
Olvidando su buena educación, salió del ascensor sin saludar a la mujer con la que se encontró, y huyó hacia la calle. Su coche estaba aparcado enfrente, sólo unos metros más y podría desaparecer.
Aún no había oscurecido del todo, así que, oculta tras sus enormes gafas de sol, echó a andar, tambaleándose sobre los tacones de aguja, a los que no estaba acostumbrada como debería.
Llegó a su Audi TT descapotable gris y buscó las llaves en el bolso. Abrió con el mando a distancia y se dejó caer en el asiento.
Durante unos minutos, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, permaneció sentada, respirando o más bien intentando controlar la respiración tal y como hacía en sus clases de yoga.
No iba a llorar. De ninguna manera.
—Eres una imbécil —se dijo mirándose en el retrovisor.
En ese momento era así como se sentía.
Arrancó el motor y metió la marcha atrás. Pisó el acelerador y el coche se movió, pero apenas medio metro, pues oyó el ruido inconfundible del metal contra el metal. Giró la cabeza: una enorme camioneta negra estaba pegada a su parachoques trasero.
—Lo que me faltaba… —gruñó, dando un golpe al volante que hizo sonar la bocina, asustándose a sí misma.
Volvió a mirar y se fijó con más detenimiento: era una de esas camionetas horribles y estaba bastante sucia, probablemente un arañazo más no se iba a notar. No era cívico largarse sin detenerse, pero hoy no era el día del civismo.
Metió la primera y separó el vehículo; tampoco avanzó mucho, un contenedor se lo impedía, así que, resoplando, giró el volante para aprovechar al máximo el espacio y echó marcha atrás, volviendo a golpear la maldita camioneta negra.
—Mierda —soltó enfadada. Estaba encajonada; cualquier otro día eso hubiera sido una anécdota, hoy era una maldición.
Contuvo las lágrimas, nunca lloraría, jamás de los jamases.
Se colocó bien las gafas y paró el motor del Audi. Pediría un maldito taxi. Agarró con brusquedad su bolso para buscar el móvil…
Unos golpecitos en el cristal llamaron su atención. Lo que faltaba, un ciudadano de esos «responsables» la había visto.
Respiró profundamente, dispuesta a quitarse de encima cuanto antes a esa persona, y bajó el cristal de la ventanilla.
Un hombre con pinta desaliñada la miraba arqueando una ceja.
—¿Suele maniobrar con el coche guiándose por el sonido?
—¿Perdón?
Nicole lo preguntó irritada ante el tono burlesco del tipo. Escondida tras las gafas de sol, que ya iban siendo innecesarias, lo observó con más detenimiento. Tenía la pinta de uno de esos tipos de clase baja, con barba de tres días, vaqueros desgastados y una camiseta de publicidad deformada debido a la mala calidad.
No tenía ganas ni tiempo de entablar una conversación y menos aún con un tipo así; se las había visto con maleantes de todas las clases como para saber que dar explicaciones serviría de muy poco.
—No se preocupe —aseveró el hombre—, tomaré los datos del seguro rápidamente.
—¿Cómo?
El hombre se apartó a tiempo para no llevarse un buen golpe cuando Nicole abrió bruscamente la puerta del conductor; ella observó la cochambrosa camioneta a través del retrovisor y sacó medio cuerpo del coche.
—Necesito los datos de su póliza de seguros —dijo el hombre mirándola y avanzando hacia ella con una pequeña carpeta en las manos—. No ha sido gran cosa, así que supongo que no perderá las bonificaciones.
Ella se bajó del Audi y no calculó bien, pues tropezó al ponerse en pie sobre esos malditos tacones.
—¡No me toque! —chilló apartándose cuando él fue a sujetarla.
—Perdón, señora —se disculpó él, levantando las manos.
Nicole se movió hacia la parte trasera para ver los supuestos daños. Sí, el parachoques trasero del Audi estaba enganchado al parachoques de la fea camioneta. Toda la frustración acumulada le hizo darse la vuelta y mirar con odio al individuo.
—Ni hablar —miró de nuevo al hombre; iba listo si pretendía que ella le diese dato alguno—. No ha sido para tanto.
—Ha golpeado mi camioneta, señora —dijo él con infinita paciencia—, dos veces… Arreglemos esto pacíficamente.
—Y una… mie… porra —se corrigió Nicole—. Usted ha aparcado mal —él arqueó una ceja ante la actitud agresiva de ella—. No voy a pagarle un parachoques nuevo.
—Mire, seamos prácticos, sólo ha sido… —su voz se detuvo cuando ella levantó las gafas de sol y se las colocó sobre la cabeza; la mujer estaba a punto de llorar y se fijó en la vestimenta: llevaba la blusa puesta del revés y las costuras de la falda giradas… O se había vestido muy de prisa o era una nueva moda.
—¿Qué? —increpó ella, poniéndose la mano en la cadera; su blusa mal abrochada se movió tensando la tela sobre su pecho—. ¿Qué está mirando?
—Tranquilícese —acertó a decir. Cielo santo, ¡qué fiera!
—¿Que me tranquilice? Váyase a hacer puñetas —le espetó con rabia—. Esa mierda de camioneta —señaló con un dedo el vehículo— es chatarra, así que va listo si piensa que voy a dar parte al seguro.
Él la miró estupefacto; joder con la señoritinga, vaya carácter, y qué morro le estaba echando.
—Vamos a ver —se pellizcó el puente de la nariz—. Mi camioneta está perfectamente aparcada, usted la ha golpeado, así que deje de hacerse la chulita y saque los papeles —afirmó con una serenidad que estaba a punto de perder.
—¿Sabe qué? —por primera vez en su vida, hizo el gesto universal de «vete a tomar por el culo»—. Y haga el favor de apartar de mi vista ese montón de chatarra —remató con altanería.
—¡Está loca! —exclamó mirándola con los ojos entrecerrados. Se había topado con una demente—. Haga el favor y solucionemos esto de una pu… —se calló para evitar palabras malsonantes y que la situación no se caldeara— de una vez…
Nicole vio cómo ese hombre se acercaba a ella con la clara intención de intimidarla. Retrocedió, más que nada para poder seguir mirándolo a la cara sin tener que elevar la cabeza; ese gilipollas era demasiado alto, y eso que Nicole medía uno setenta y, con los malditos tacones, aún más.
—¿Sabe lo que pienso? —el hombre cruzó los brazos y la miró con actitud despectiva, como diciendo: «Di lo que quieras, que haré lo que me dé la gana»—. Que usted es uno de esos caraduras que pretenden beneficiarse de los buenos ciudadanos. Está claro que es un muerto de hambre y ha visto este coche —señaló el Audi—. Y ha pensado… mira qué bien, una tonta a la que timar…
—¿Pero qué dice? —preguntó él estupefacto ante las acusaciones de ella.
—La maldita verdad, estoy acostumbrada a vérmelas con tipos como usted a diario en mi trabajo.
Lo repasó de arriba abajo, en una actitud chulesca, como si quisiera avergonzarlo por su vestimenta. Pero esta vez falló, pues él no se amedrentó.
—¿Se dedica a golpear vehículos bien aparcados?
—Muy gracioso. No, soy abogada y si no me deja en paz ahora mismo…
—Vaya, una picapleitos —dijo con voz burlona—, entonces se entiende la mala hostia.
Ella ni se inmutó ante ese lenguaje tan vulgar.
—No se burle, papanatas —lo insultó sin más.
—¿Papanatas? —él aguantó la risa—. ¿No se le ocurre nada mejor… abogada?
—Es usted un… un…
—¿Un? —la provocó él. Si la abogada pretendía que se amilanase o que se fuera con el rabo entre las piernas, iba lista.
Nicole estaba fuera de sus casillas; encima tenía el descaro de burlarse de ella; quería timarla y se reía. Con esa pinta de maleante, sólo le faltaban un par de tatuajes desdibujados en uno de esos impresionantes bíceps para confirmarlo.
Decidida a no seguir con esa absurda discusión, le dio la espalda, dispuesta a subirse a su coche y dejarlo con la palabra en la boca.
Se acercó a su Audi pero no controló bien los pasos, pues el tacón derecho se encalló en una rendija de la acera, haciéndola perder el equilibrio y caer de rodillas. Gimió al notar cómo la piel, escasamente protegida por las finas medias, se arañaba. Echó las manos hacia delante para controlar la caída, pero únicamente consiguió despellejarse también las palmas.
Las lágrimas que había estado conteniendo hicieron acto de presencia; había llegado al límite de su resistencia, esa caída no era ninguna metáfora, era la cruda realidad.
—¿Está bien?
Nicole oyó la pregunta a sus espaldas y notó cómo el hombre se agachaba a su lado y posaba una mano en su hombro. No quería la maldita compasión de nadie.
Abochornada, se llevó las manos sucias a la cara y se limpió las lágrimas mientras dejaba que el pelo le tapara el rostro.
—¿Está bien? —repitió él entregándole un pañuelo. Todo con cautela, pues a lo mejor la fiera le respondía con un manotazo.
Ella lo aceptó sin mirarlo y con un gesto brusco, a saber qué catálogo de gérmenes tenía ese pañuelo, pero se sorprendió al limpiarse la nariz: olía a colonia de hombre y estaba suave.
El hombre se arrodilló frente a ella para evaluar sus heridas.
—Está sangrando —señaló sus rodillas y después se puso en pie—. Ahora vuelvo, en ese montón de chatarra tengo un botiquín de primeros auxilios.
Nicole no le prestó atención; quiso levantarse, pero no lo hizo; se sentó en la acera y estalló en lágrimas, un llanto muy parecido al de un niño, hipando, sollozando y sonándose la nariz.
De repente notó una mano grande sobre su rodilla izquierda.
—Déjeme ver.
Levantó la vista y lo miró a los ojos; él estaba allí, arrodillado junto a ella, con cara de preocupación, a pesar de las lindezas que ella le había soltado. El hombre le dedicó una sonrisa comprensiva y empezó a limpiar la herida.
—¿Pero qué hace? —intentó apartarse.
—Desinfectar la herida, nunca se sabe qué tipo de bacterias pululan por ahí.
Ella hizo una mueca al sentir el escozor.
—No es necesario.
—Yo creo que sí, aunque sería mejor si pudiera quitarse las medias, están destrozadas.
Nicole abrió los ojos como platos. ¡Qué descaro! ¿Quién se creía que era ella? ¿Una cualquiera?
—No —respondió tajante.
—Pues debería —dijo él tranquilamente—. No sea niña, no me voy a desmayar por ver unas piernas desnudas —aunque tengan una pinta excelente, añadió para sí.
«Esto no puede estar pasando, esto no puede estar pasando», se repetía una y otra vez. Sentada en el suelo, con un desconocido arrodillado a su lado y que pretendía que desnudara sus piernas, aunque… jo… pe, era lo más lógico, dadas las circunstancias.
Miró de reojo al hombre; seguía allí junto a ella mostrando una paciencia infinita, lo cual era sorprendente porque hacía unos minutos ella le había hablado de forma grosera. Cambió de postura y, ya qué más daba, se sentó sobre su trasero y estiró las piernas.
Estalló y, ahora sí, tuvo una crisis de llanto.