Capítulo 4
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—Buenos días, hermano del jefe… —canturreó una voz femenina.

Max puso los ojos en blanco al oír el saludo con retintín, pero cariñoso, de la recepcionista, a la par que su cuñada, Linda.

—Buenos días —respondió—. ¿Has hecho café?

Pasó por alto su comentario, ya que la conocía y a ella le encantaba eso de chincharlo un poco, así que lo hacía a la menor oportunidad.

—Pues sí, pero antes deberías entrar a ver a tu hermano, no está lo que se dice de muy buen humor esta mañana —Linda se levantó de su escritorio y lo siguió hasta una pequeña habitación que hacía las veces de sala de descanso, aunque generalmente estaba llena de trastos varios.

—Martín puede esperar; mi café, no —aseguró Max, intuyendo de qué humor se iba a encontrar a su hermano.

—Ya te vale —le pasó el azucarero—. Dar plantón a un cliente tal y como están las cosas hoy en día… —lo regañó con cierto cariño.

—Tuve un imprevisto con la camioneta… —dio un sorbo a su café—. Intenté llamarlo, pero no contestó —no lo dijo a modo de justificación, simplemente informaba de los hechos.

—¿Tuviste un accidente y por fin te has deshecho de esa chatarra? —preguntó Linda con cierto entusiasmo y pasando por alto el descuido.

—No te emociones; la vieja camioneta de papá sigue intacta. Sólo fue un rasguño —aclaró él.

Ella puso los ojos en blanco: su gozo en un pozo.

—¡Oh! Qué pena, eso nos hubiera alegrado el día a todos.

—No lo dudo —Max esbozó una pequeña sonrisa. Apuró su café y sacó una tarjeta de su bolsillo —. Toma, llama a este número y arregla los datos para el seguro.

—¿Vas a molestar a un… —leyó la tarjeta— a una respetable ciudadana para que te arreglen ese trasto? —inquirió incrédula.

—Tú haz la gestión, ¿vale?

—Uy, pero qué modales. Si fuera el Mercedes, o el Aston Martin, o el todoterreno, o el…

—Linda… —interrumpió, sabiendo que su intención no era otra que tocarle los huevos.

—…lo entendería, aunque, claro, teniendo en cuenta las pintas que luces últimamente… Si alguien te viera salir de un coche así, te arrestarían en el acto, creerían que lo has robado— guaseó ella guardando la tarjeta.

—Ya estamos otra vez —se quejó Max.

—Tu obsesión por pasar desapercibido me daña la vista —le respondió con total sinceridad—. Sobre todo esas barbas —se acercó y pasó la mano por su mejilla derecha—. Con lo mono que tú eres.

Tras dedicarle un sospechoso cumplido, recogió las tazas del café.

—¿Tan mono como para que te casaras con mi hermano pequeño? —preguntó medio en broma.

Habían pasado ya dos años desde la boda; al principio Max no se lo podía creer…

Él conoció a Linda en una fiesta donde ella trabajaba como azafata y la invitó a salir. Por fin una mujer a la que no impresionaba su fama de futbolista, con la que podía hablar, reírse y llegar a establecer una relación alejada de los cotilleos. Entonces se la presentó a la familia; sus padres quedaron encantados con Linda, era una mujer con la cabeza bien amueblada, y pensó en la posibilidad de un futuro juntos, y hasta Martín dio su aprobación. Pero Max no contó con la posibilidad de que su hermano y ella se sintieran inmediatamente atraídos el uno por el otro.

Y pasó lo inevitable.

Hablaron con Max y fueron sinceros. En ningún momento quisieron hacerle daño, pero se lo hicieron: había depositado en Linda todas sus esperanzas… Era su mujer ideal, aunque no le quedó más remedio que aceptarlo. Le explicaron y mostraron que sus sentimientos eran profundos y sinceros, y que estaban dispuestos a separarse si con ello lograban que Max se sintiera mejor. Aun así, Linda le dejó claro que no podría salir con él estando enamorada de Martín.

Después de eso lo aceptó, pero aún quedaba una espinita clavada.

—Max, sabes que siempre te querré, eres encantador, pero… —se encogió de hombros.

—Sí, ya lo sé, Martín te provoca subidas de tensión, morirías por él y nadie puede decidir a quién amar —respondió como si fuera una vieja cantinela.

—Eso es —le dio unas palmaditas en el brazo—. Veo que lo vas entendiendo —tales eran los gestos de complicidad entre ambos que podían decirse casi cualquier cosa sin ofenderse.

Aunque Max, en secreto, envidiaba la relación de Linda con su hermano.

Tanto él como su hermano eran producto de un matrimonio feliz. Emily y Paolo, sus padres, estaban a punto de celebrar sus bodas de oro, y siempre creyó que él también lo lograría, pero, a punto de cumplir los treinta y ocho y tras un par de relaciones más o menos serias (las noches sin control con modelos y aspirantes a famosillas varias no contaban), empezaba a creer que, en ese aspecto, sería la oveja negra de la familia. Y después de su fracaso con Linda…

—¿Hoy no trabaja nadie? —una voz, muy parecida a la suya, interrumpió sus pensamientos.

—¡Estamos aquí! —gritó Linda.

—Vaya, qué bonito —Martín entró en la sala y contempló a su mujer y a su hermano hombro con hombro disfrutando de un café—. ¿Cotilleos en horas de oficina?

—Qué jefe más negrero —se guaseó Max.

—No me toques los cojones —respondió Martín, sirviéndose un café—. Llevo más de una hora al teléfono intentando arreglar otro encuentro con Barrett.

—¿Has tenido suerte? —preguntó Linda con voz suave dispuesta a apaciguarlo.

—Más o menos —respondió menos gruñón—, ahora sólo me falta escuchar el motivo por el que lo dejaste plantado —se dirigió a Max—. Y espero que sea original.

—Tuvo un accidente de tráfico —argumentó Linda con total tranquilidad.

Martín se quedó mirando fijamente a su hermano, no parecía herido. Tras un segundo de reflexión, entrecerró los ojos y dijo:

—¡Dime que por fin esa chatarra va al desguace y te perdono! —exclamó y Max sonrió socarronamente—. Joder, voy a tener que tomar cartas en el asunto.

—Ya contesto yo —anunció Linda al oír el teléfono—. Sed buenos y no rompáis nada —se despidió dando un beso a su marido y unas palmaditas afectuosas a su cuñado en el brazo y los dejó a solas.

—Tenemos que conseguir ese contrato —expuso Martín apoyándose en unas cajas—. Barrett es duro de pelar, pero le hemos presentado una buena oferta.

—Lo sé —respondió tranquilamente Max. Comprendía a la perfección el afán de su hermano por la empresa que había creado.

—Pues permite que lo dude, joder, las cosas están delicadas.

—No te preocupes por eso.

—Ya, pero lo hago; no puedo permitir que sigas inyectando dinero, ésa no era mi idea cuando monté la empresa.

—Soy el socio capitalista, ¿recuerdas? Tarde o temprano tiene que despegar, no seas impaciente; de momento consigues pagar todos los gastos, así que no es tan grave.

Martín, a diferencia de Max, sí fue a la universidad y obtuvo su licenciatura. Se sentía en deuda con su hermano mayor: gracias a los ingresos de éste pudo estudiar y, tras pasar cinco años en una empresa de construcción, decidió montar la propia. A toda la familia le pareció una idea estupenda y de nuevo Max le brindó apoyo económico.

—Tú ya has hecho bastante —le respondió Martín molesto consigo mismo.

—No empieces con eso, joder, sabes perfectamente que confío en ti.

—Está bien —aceptó Martín y se ajustó la corbata—. Sólo espero que la semana que viene Barrett firme ese jodido contrato; remodelar su chalé nos permitirá respirar una buena temporada.

—Me encargaré de eso —repuso un Max serio—. Conozco a ese gilipollas.

—¿Y él te conoce a ti? Joder, tío, no me gusta meterme donde no me llaman, pero con esas pintas… —negó con la cabeza—. No digo que vayas de traje y corbata, pero ¿tan difícil es afeitarse?

—Ya me han dado hoy la paliza con eso —le explicó Max con voz cansada.

—Linda, ¿no? —Martín sonrió orgulloso—. Está preocupada por ti, durante el último año te has ido abandonando; cuando te vea mamá, te caerá un buen sermón.

—Y tú te unirás encantado, ¿no? No me jodas, ¿qué más da cómo vaya por ahí?

—Una cosa es querer permanecer en el anonimato y otra muy diferente parecer un mendigo. Cambia el color de tu pelo, yo que sé.

—¿Rubio platino? —se mofó Max, que al igual que su hermano era moreno y que ya no hacía el tonto perdiendo el tiempo en busca de estilismos imposibles…

—Ese look me parece que ya lo has probado —dijo Martín sonriendo.

—A ver… —Linda entró en la sala con un taco de notas en la mano—. Ésta es para ti —despegó un pósit fucsia con forma de flecha y lo pegó en la corbata de su marido—. Ha llamado Andrews, quiere hablarte de un proyecto —despegó otra nota y la colocó en la camiseta de Max—. Ésta para ti: he llamado a la señorita Sanders y su secretaria me ha dicho que llames más tarde.

Martín despegó su nota y no le prestó demasiada atención; miró a su mujer en busca de alguna explicación, pero ella no le iba a dar más detalles, y se fijó en su hermano, que leía la nota con cara extraña.

—¿Quién es la señorita Sanders? —preguntó a su hermano.

—La mujer que por lo visto casi nos libra de la chatarra que conduce tu hermano —respondió rápidamente Linda—. Es abogada —añadió—, y supongo que deberíamos mandarle un ramo de flores por intentarlo.

—Joder, ya lo creo —corroboró Martín—. ¿Y vas a ser capaz de hacer que pague? —negó con la cabeza—. El mundo se ha vuelto loco.

—Sigo aquí —intervino Max, molesto.

—Pues compórtate como un hombre y no te metas en líos; he visto la camioneta aparcada y una rozadura más no se nota; además, si es abogada, ándate con cuidado. A no ser que…

—¿Qué? —saltó Max.

—Nada —dijo Martín y miró a su mujer—. Me voy a mi despacho —besó a Linda, nada de un beso de despedida rapidito…

Max puso los ojos en blanco; vaya dos, a la mínima ocasión se enganchaban, sin importarles quién anduviera a su alrededor.

—Ya sé que me meto donde no me llaman, pero ¿no podéis limitar vuestras demostraciones de afecto empalagosas al ámbito privado? —se quejó a su cuñada cuando Martín salió.

—Lo sé —sonrió Linda—. Pero es que… —suspiró soñadora.

—Vale, lo pillo.

—Cuando te pase a ti, pienso restregártelo en la cara.

—No creo que eso sea posible. Pero gracias por tu voto de confianza.

—¿Por qué? Estás de buen ver; bueno, últimamente no —se corrigió con la intención de aguijonearle un poco y que espabilara—. Eres un tipo de fiar, un poco gruñón, pero en el fondo un romántico —Linda sonrió—. Y si abandonases esa idea estúpida de que todas las mujeres quieren sólo una cosa de ti y, por supuesto, la idea aún más ridícula de encontrar a una chica seria y formal, aburrida y con clase para convertirla en un trofeo, estoy segura de que al menos te lo pasarías mejor.

—Agradezco que tengas buena opinión de mí —contraatacó con sorna—. Linda, sabes perfectamente que no quiero arriesgarme a salir con alguien y al mes ver cómo cuentan mis intimidades en televisión.

—Eso antes te importaba un pimiento, si no recuerdo mal.

—Eso fue antes de conocerte…

—Oh, Max, eso es muy bonito. No te desesperes, encontrarás a una mujer que te vuelva loco, en el buen sentido de la palabra —ella así lo esperaba, aunque su cuñado hacía lo indecible para no lograrlo; de ahí que no abandonara su misión de tocarle la moral.

—Tú eres única.

—No sigas, me voy a sonrojar. Y a tu hermano no le hará gracia.

—A la mierda con mi hermano, yo te conocí primero…

—Mira, hazme caso, tú te dejas llevar por una idea equivocada —Linda sonrió amablemente, conocía demasiado bien a su cuñado y sufría por él; en el pasado intentó presentarle a algunas amigas, pero él siempre se las ingeniaba para ponerles pegas nada más conocerlas—. Somos incompatibles y lo sabes.

—Nunca lo sabremos, ¿eh? —Max intentó tomárselo a la ligera. Pero le seguía escociendo. El tiempo no arreglaba las cosas y, en su caso, menos aún.

Pero bromear acerca de algo que en el pasado le dolió tanto no le hacía olvidar; claro que, para enterrar el pensamiento idílico de que Linda era la mujer de su vida, ayudaba muy poco verla feliz, y casi a diario, con su hermano.