Capítulo 42
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Nicole se levantó, haciendo el menor ruido posible, pues si despertaba al insaciable seguramente no dejaría que se marchara y además la tumbaría en la cama en menos de cinco segundos para «entretenerla» lo suficiente.

Necesitaba pasar por su casa, arreglarse e ir a la oficina.

Hubo suerte, buscó su ropa y se vistió de forma apresurada. Eso sí, antes de marcharse se asomó de nuevo al inmenso dormitorio y, aparte de quedarse embobada con la decoración de la alcoba, se fijó en el hombre desnudo, dormido y abrazado a la almohada que la noche anterior había hecho vibrar todo su cuerpo. Y con el que, además, se sintió lo suficientemente segura como para revelarle su aburrido pasado sexual.

Aburrido pasado sexual. Sí, ésa era una buena forma de resumirlo.

Bajó a la planta inferior. No quería entretenerse, pero es que la casa pedía a gritos un recorrido y una observación detenida. Vaya con los amigos de Max. Desde luego eran de un alto poder adquisitivo.

Hizo una mueca; pobre hombre, tenía que recurrir a sus amigos ricos para no decepcionarla. Con seguridad vivía en un miniapartamento, de alquiler, apañadito pero lo justo.

Y ese pensamiento la llevó a otro más inquietante. ¿Cómo la veía él?

Estaba claro que el dinero se nota; si bien Nicole no era multimillonaria, sí disponía de unos ingresos elevados, prestigio dentro de su profesión y unas propiedades que aseguraban bien su jubilación.

Con ganas de ver la casa pero sin tiempo para ello, salió y se encaminó hacia su coche. La noche anterior Max lo aparcó junto a la entrada y… ¡no estaba!

¿Cómo era posible? Maldita sea, era una propiedad privada, no un barrio conflictivo.

Dio la vuelta, por si estaba en un error, alrededor de la casa.

—Buenos días, señorita —la saludó un hombre de mediana edad.

—Buenos días —respondió Nicole al que, por la apariencia, debía ser el jardinero.

—¿Puedo ayudarla?

—¿Trabaja usted aquí?

—Sí.

—¿Ha visto usted mi coche? Es un Audi TT plateado, matrícula…

—Está en el garaje. Yo mismo lo guardé cuando vine a primera hora.

—Ah. ¿Y sería tan amable de decirme por qué?

—Bueno, disculpe, normalmente me ocupo de eso. Siempre que alguna… —la miró de arriba abajo y Nicole se sintió incómoda— amiga del señor viene, agradece que su coche duerma bajo techo.

—No soy ninguna amiga del señor —respondió altiva. No conocía al dueño de la casa, pero por lo visto debía tener una fama…

Por la cara del empleado estaba claro que no la creía.

—La acompañaré, señorita —dijo el hombre con retintín. Puede que ésta no fuera accionista de Licra, S.A., pero estaba claro a qué había venido y qué hizo la pasada noche con Max.

Él abrió con un mando una inmensa puerta metálica y accedieron al garaje.

—Vaya… —a Nicole se le escapó el comentario. Eso no era un garaje, era un concesionario multimarca de coches de lujo. Excepto una vieja camioneta negra aparcada a un lado.

Disimuló su sorpresa y se encaminó hacia su coche. Estaba perfectamente aparcado y además… ¡lo habían lavado y encerado!

—Si lo desea, yo mismo le acercaré el coche a la puerta; si quiere; mientras puede desayunar, estoy seguro de que…

—No, gracias. Tengo prisa. Me esperan en el despacho.

El hombre se sorprendió. En primer lugar, ninguna de las amigas de Max madrugaba, pero vaya usted a saber; en segundo lugar, no respondían con tirante educación y menos aún tenían prisa por largarse.

Nicole se subió a su coche y arrancó, después emprendió la marcha. Cuando llegó a los portones, el jardinero ya se había encargado de abrirlos para que ella no tuviese que detenerse.

***

Un buen rato después de que se hubiera ido, Max se despertó al oír ruidos del exterior. El cortacésped. Mira que se lo tenía dicho, pero nada.

Así que se levantó, por lo menos tendría preparado un buen desayuno.

Ahora, ya que estaba despierto…

Cogió un condón y se giró rápidamente con la intención de sorprenderla, aunque quien se llevó una auténtica sorpresa fue él. La cama estaba vacía, y él solo, empalmado y con un condón innecesario en la mano.

Lo tiró junto con los usados la noche anterior y se levantó.

Tras una rápida ducha se puso ropa deportiva, bajó a la cocina y se encontró con sus dos empleados charlando.

—¿Estás seguro? —preguntó la mujer.

—Al menos no parecía una de esas mujeres sacacuartos. Ésta ni siquiera hablaba como si estuviera masticando chicle a la salida del colegio…

Max entró en la cocina y se callaron.

—¿Qué ibas a decir? —abrió el frigorífico, buscó el zumo y los miró.

—Lo siento, Max —se disculpó el hombre—, esta mañana… Vi a esa mujer salir y…

—¡Joder! —se pasó la mano por el pelo, enfadado—. ¿Te vio?

—Esto… sí.

—¿Habló contigo?

—Me preguntó por su coche.

—¡Me cago en todo lo que se menea! ¡Joder! —se estaba repitiendo pero, ¿qué podía decir? Respiró antes de preguntar—: ¿Y dónde estaba su coche?

—En el garaje —respondió el hombre como si Max fuera tonto.

En el fondo sabía la respuesta a la perfección y eso tampoco le hizo sentirse mejor.

—¿Entró allí?

—Sí.

—Me cago en la… —se detuvo, bebió y siguió indagando—: ¿Y por qué estaba el coche en el garaje?

—Max, siempre lo hago. Cuando llego aparco los coches. Que yo recuerde hasta la fecha nunca te has quejado —se defendió el hombre—, no entiendo por qué ahora…

—Me cago en la puta —dio un golpe en la encimera—. ¡Joder! —y durante cinco minutos continuó diciendo pestes, a cada cual más original.

Cuando se calló, su empleado preguntó con cautela:

—¿Se puede saber qué ocurre?

—¿Te preguntó por mí?

—No, además supuse que era… bueno… ya sabes… una de tus amigas.

—¡No! —gritó—. Ésta no es una de mis amigas… —dijo entre dientes.

Y agarró una botella de agua de malos modos, dispuesto a quemar en el gimnasio su mala leche.

***

Entró en su despacho dispuesta a que nadie ni nada estropeara su día. Su secretaria bien que lo intentó, pero ella supo desentenderse. Afortunadamente Thomas no estaba y ella podía sentarse en su sillón a preparar las tareas de la jornada. O dedicar unos minutos a recrearse recordando su velada con Max. Como hacían en la televisión: las mejores jugadas.

Sonrió como una tonta.

Después de recrearse, no una, sino dos veces, en los mejores momentos, se puso seria y se decidió a leer los mensajes recibidos.

Con un gran esfuerzo, por supuesto; su cuerpo tembló ligeramente. La noche anterior había sido indescriptible.

Pasando por alto algunos recordatorios, se centró en los mensajes importantes, que no los había, pues ella misma se entretenía en llevar su agenda al día.

Y su mente volvió a la noche anterior. Y no sólo a los momentos más calientes, sino a los instantes de conversación; quizás la gente tenía razón al afirmar que hablar de las cosas liberaba de una gran carga a quien confesaba.

Y cayó en la cuenta: no sólo necesitaba librarse ella misma de esa carga, sino además liberar a los demás. Y en su pasado sólo había una persona con quien debía zanjar las cosas de una vez por todas.

Estuvo unos minutos repiqueteando con la estilográfica sobre la mesa hasta decidirse.

Descolgó el teléfono y marcó.

—Deseo hablar con el agente Patts, por favor —dijo cuando la operadora respondió.

—¿De parte de quién?

—De…

Y colgó, al darse cuenta en el acto de su torpeza. Si quería hablar con Aidan, debía conseguir que él se pusiera al teléfono, y lo llevaba crudo.

—De acuerdo, jugaremos sucio —murmuró mientras pulsaba el botón de rellamada—. Van a pensar que soy tonta —dijo mientras esperaba—. Con el agente Patts, por favor —indicó de nuevo con voz suave.

—¿Quién lo llama?

—Dígale que Carla quiere hablar con él.

—Muy bien, en seguida le paso. Buenos días.

Nicole aspiró con brusquedad. Vale, primera fase completada.

—Hola, rayito de sol —contestó la voz alegre de Aidan—, veo que no puedes vivir sin mí. ¿Ya me echas de menos? Te recuerdo que esta mañana me ocupé personalmente de tus necesidades y además te llevé el desayuno a la cama.

Puso los ojos en blanco. Hay cosas que nunca cambian.

—Si la llamas así estoy segura de que te abandonará. ¿Rayito de sol? ¡Por favor, Aidan!

—¿Quién coño…? —él ya no hablaba en ese tono desenfadado—. Joder, Nicole. ¿Eres tú?

—Sí. Y antes de que…

—Voy a colgar —aseveró él, con evidente enfado por suplantar a Carla.

—Por favor —suplicó, y tampoco sentaba tan mal eso de mostrarse humilde—. Necesito hablar contigo.

—No.

—Aidan, necesito hablar contigo —imploró de nuevo.

—¿Qué quieres? Tengo prisa.

Por el tono de voz comprendió que él la escucharía como quien oye llover, simplemente para quitársela de encima, pero que en el fondo no iba a molestarse en prestar atención.

—Quiero pedirte perdón —le oyó suspirar, estaba claro que iba a ser difícil, muy difícil—. Y antes de que digas que me perdonas, quiero que sepas que prefiero mil veces que me digas que me odias, que te destrocé, que fui una zorra, que…

—¿Has bebido?

—No, y no me interrumpas —de nuevo Nicole habló con ese tono impertinente e impaciente y se arrepintió—. En fin, sólo quería decirte que no dejo de pensar en el daño que te causé, en que me porté como una auténtica hija de puta —Gracias, Max, por tu amplio vocabulario—. Y que pase lo que pase quiero que sepas que hasta hace poco eras el mejor hombre que conocía.

—¿Hasta hace poco?

Bien, había logrado atraer su atención.

—Sí —sonrió—. Eres increíble, atento, educado, cariñoso y me alegro de tu situación. Carla y tú hacéis una pareja estupenda y os deseo lo mejor.

—He oído que los abogados os metéis de todo para soportar la presión —respondió desconcertado.

—Me conoces, o al menos me conocías, yo no necesito meterme nada —bueno, siendo objetiva… necesitaba meterse algo con regularidad, propiedad de Max. Se rió ante ese pensamiento tan atrevido.

—¿De qué te ríes?

Sigue mosca, lógico, pensó ella.

—Estaba pensando en el sexo. Lo siento —apuntó, y se rió bajito.

—¿En el sexo? ¿Tú? No me hagas reír. Deja la bebida.

—No seas tonto, ahora me gusta el sexo. Disfruto del sexo. Creo que soy una sexoadicta de ésas.

—Nicole, no tiene gracia.

—Lo sé, lo sé. Perdona. Te he llamado para que sepas que contigo… bueno, fingía. Y que era un estúpida, no supe estar a la altura.

—Sé que fingías, joder, hasta fingías pésimamente mal.

Bien, esto es lo que quiero, que él se desahogue. Que hable.

—Ahora me doy perfectamente cuenta de ello, y créeme, hay una gran diferencia.

—¿Y a qué se debe ese cambio?

A ella le encantó su interés.

—He conocido a un hombre…

—El estirado de tu socio no creo que…

—¡No! Con Thomas también fingía, menos que contigo, pues aprendí mejor a rechazarlo —le oyó reírse. El día mejoraba por momentos—. No, con Max es diferente, completamente diferente. ¡Oh, Dios mío! Ni te imaginas lo que puedo llegar a hacer.

—Me hago una ligera idea.

Aidan cada vez empleaba un tono más distendido y ella estaba encantada.

—Por eso sé cuánto tuviste que sufrir. No merecías un trato así.

—Olvidemos eso.

Aún quedaba un resquicio de malestar.

—Vale —los dos se quedaron en silencio hasta que Nicole volvió a hablar—. Trabaja en la construcción.

—¿Perdón?

—Max, trabaja en la construcción; no es abogado, ni médico, ni nada de eso. Se gana el pan trabajando con sus manos… A mi madre le dará un soponcio.

—¿Vas en serio con él?

—No lo sé. No hemos hablado del tema, simplemente estamos juntos y… bueno, a veces yo prefiero no salir mucho en público, no quiero que nadie vaya con el cuento a mi madre, ya sabes cómo es.

—Por desgracia lo sé. ¿Y él qué dice?

—Parece no importarle, pues… —se rió—. Ya sabes, nos entretenemos a la perfección.

—O sea, ahora que has descubierto, a tu edad… —eso último sonó a reproche—, que follar es divertido, en consecuencia os ponéis a ello como conejos.

—Sí —admitió con cierta vergüenza.

—Ya, y claro, tienes que llamar a tu ex para decírselo —aunque parecía ofendido, no lo estaba —. Con el que fingías, el que te tenía que pedir, casi de rodillas, que te abrieras de piernas —recordó él.

Nicole se rió, era tan agradable hablar así.

— ¿A quién más se lo puedo contar? —se defendió ella—. Bueno, he hablado con Carla y ella…

—¿Cuándo?

Mierda, eso no le había gustado.

—¿Qué más da? La llamé para pedirle consejo —y añadió en plan chulesco—: Quería sorprender a Max y ella me ayudó.

—¿Que te ayudó? La mato —murmuró.

—Ajá, y deja de ser tan tonto, en ningún momento hablamos de temas profesionales, sólo de cosas… sexuales.

—Joder.

—Sabe mucho.

—A mí me lo vas a decir —Aidan parecía encantado.

—Por eso no debes seguir con lo de rayito de sol —le regañó Nicole—. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?

—A ella le gusta —argumentó.

—Supongo que al menos no seguirás con lo de tus chistes malos, ¿verdad?

—No —mintió.

Y claro, una abogada suele tener un sexto sentido para detectar la mentira.

—¡Aidan! No puedo creerlo, eres el peor contador de chistes que conozco.

—¿Y a ti qué más te da?

—Podríamos decir que me importa, y mucho. Ella es la mujer ideal para ti, estás loco por ella, no lo estropees.

—Eso es asunto nuestro. Lo que me faltaba por oír, tú dándome consejos de cómo llevar una relación.

—Depende, si tiene que soportar tu pésima gracia contando chistes es mi deber solidarizarme con ella.

—Muchas gracias —dijo picado en su orgullo herido de humorista frustrado.

—Llegado el caso incluso podría trabajar desde el aspecto legal, asesorándola, ya me entiendes —apuntó Nicole utilizando su voz profesional, aunque en el fondo sólo quería atormentarlo.

—Gracias, no es necesario.

—Y olvida lo de rayito de sol.

—Lo intentaré.

—¿Aidan?

—Dime.

—Gracias por escucharme.

Le oyó inspirar y se mordió el labio.

—De nada.

Estuvo a punto de levantarse y empezar a bailotear por su despacho emocionada.

—Me gustaría que fuéramos amigos.

—Tiempo al tiempo, Nicole.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo; te quiero, Aidan —y después añadió por si acaso—: Pero no me acostaría contigo.

Él se rió. Y ella recordó los buenos momentos con él.

—Ni yo contigo, por mucho que digas que has mejorado.

—Gracias —repitió ella—, por todo, por ser un tío estupendo, por escucharme…

—Gracias a ti por dejarme plantado —los dos se echaron a reír—. Tengo que dejarte. Mi compañero, gruñón, está enfrente a punto de hacerse el haraquiri.

—Lo entiendo. Ya hablaremos otro día.

—Vale. No vuelvas a hacerte pasar por Carla.

—Depende.

—¿De qué?

—¿Vas a ponerte al teléfono si digo quién soy?

Aidan tardó unos angustiosos segundos en responder.

—Sí.

—Genial.

—Adiós, Nicole.

—Adiós, Aidan.

Él colgó primero, pero Nicole supo que las cosas, a partir de ese momento, iban a ser diferentes.

Ahora debía cerrar otro frente; su socio puede que no se lo mereciera, pero iba a dejar las cosas claras.