Capítulo 48
Refugiarse en el trabajo es lo primero que no hay que hacer para solventar una crisis personal. Todo el mundo lo sabe, porque esa amargura se puede traducir en malos resultados.
Al parecer ella era la única que no conocía esta teoría, o bien la pasaba por alto.
Era tarde y ya no quedaba ni un alma en el bufete.
Afortunadamente, no le apetecía en ese momento hablar con nadie.
Tenía una conversación pendiente con su socio para aclarar ciertos aspectos, pero por lo visto éste tenía demasiado trabajo o la evitaba deliberadamente. Algo que en otro momento hubiera sido una bendición.
Recostada en su sillón daba vueltas en la cabeza; tenía que haber una forma de hablar con Max, plantearle la situación sin abochornarlo. Que él, como otros muchos, no hubiera tenido éxito en la vida no significaba ser relegado, y ella, por omisión, lo había hecho.
Además, a un hombre tan orgulloso como él le costaría bastante trabajo aceptar que una mujer, en este caso ella, asumiera las riendas, pero ¿y? ¿Cuántos años llevaba siendo al revés y la humanidad, el cincuenta por ciento, aproximadamente, había asumido que en una pareja hubiera uno que mantuviera al otro?
Y ya puestos, Max tampoco es que fuera un muerto de hambre, trabajaba con su hermano y seguramente con esfuerzo esa empresa iría a mejor.
El sonido del timbre hizo que su hilo argumental se fuera al carajo.
No esperaba ninguna visita, pero su madre tenía últimamente la horrible misión de perseguirla.
Abrió la puerta sin antes tomar precauciones, es decir, comprobar a través de la mirilla de quién se trataba.
—Buenas noches, querida.
La exquisita y cara educación recibida hizo que no cerrara la puerta en las narices a la indeseable visita de última hora.
—Señor Hart, lamento decirle que en este momento no podemos atenderlo —seguir haciendo gala de buenas costumbres iba a ser muy complicado con un tipejo como éste mirándola como si fuera la cena.
—Siento contradecirte, preciosa —estiró la mano para acariciarla pero ella se apartó de inmediato.
Cosa que a él le encantó.
—En este momento no está el señor Lewis para atenderlo, si quiere dejar recado yo misma…
Su voz se fue apagando mientras veía impotente cómo ese indeseable entraba en el recibidor y cerraba la puerta, sonriendo todo el tiempo y poniéndola cada vez más nerviosa.
—No quiero hablar con ese picapleitos, ya sé que es bueno, pero en este caso prefiero resolver ciertos temas contigo —la acorraló contra la pared.
Puede que Greg Hart oliese a colonia cara, vistiese a la última e intentase hablar educadamente, pero el hábito no hace al monje; ese tiparraco era basura, escoria.
Ella, en un descuido, se escabulló con la intención de llegar a su oficina y una vez allí poder recoger su bolso y salir pitando cuanto antes de allí.
Pero el tiparraco no lo entendió así.
—Mucho mejor —aseveró siguiéndola—. Más íntimo.
—Es tarde y tengo un compromiso. Si quiere mañana podemos concertar una cita. Estaré encantada de retomar su caso —mintió y, como era de esperar, él lo advirtió.
—No te hagas la tonta —dijo aparcando a un lado las buenas palabras—. ¿Crees que voy a dejar en tus manos mi defensa cuando sé que tonteas con el enemigo?
—¿Perdón? —preguntó molesta: la estaba acusando poco menos que de mala praxis. Aunque… si hacía memoria…
—El niño bonito de la policía y tú os lleváis muy bien. ¿Me equivoco? —de nuevo la arrinconó, esta vez contra el escritorio, y cayó hacia atrás—. ¡Qué impulsiva! Me gusta —Greg hizo lo mismo acomodándose sobre ella sin ningún reparo y de paso mostró su alegría en forma de erección—. Ya sabía yo que debajo de ese disfraz de bibliotecaria reprimida existía una calentorra de tomo y lomo.
—Yo no soy… —intentó apartarlo pero él la apretó aún más y la silenció casi babeándole encima.
—No niegues la evidencia —dijo riéndose como el sádico hijo de puta que era—. Te he observado, nena. Te follas a un exjugador famoso, conocido por sus escándalos, después recuerdas viejos tiempos con tu amiguito poli y por último sigues montándotelo con tu socio.
—¡¿Qué?! —exclamó asqueada con las insinuaciones de ese pervertido. ¡Con tres hombres a la vez! ¿Pero por qué clase de persona la había tomado?
—Así que no creo que te resulte extraño que tú y yo echemos un polvo rápido, para relajar el ambiente y estrechar lazos. ¿Qué te parece?
—Que eres un malnacido —y era quedarse corta.
—También puedo invitarte a cenar —apostilló antes de lanzarse de nuevo sobre su boca.
Ella se apartó, se revolvió y contoneó, todo en vano, pues al parecer, cuanto más se resistía, más disfrutaba él sometiéndola.
Dejó de pelear con él, sólo lo suficiente como para no levantar sospechas, pese a que las ganas de vomitar iban en aumento, y mentalmente iba contando los segundos para que él se confiase y así poder estirar el brazo y coger el teléfono.
Cuando la mano de él empezó a ascender por sus piernas mandó a paseo la contención. ¡Nadie podía tener tanta sangre fría!
—Esto te pone cachonda, ¿eh?
Respira, respira, no digas nada. Pero era muy difícil con el peso de su cuerpo aplastándola, con la mano entre sus piernas cada vez más cerca de donde bajo ningún concepto debía llegar.
Distraerlo, se dijo.
Sacó fuerzas de a saber dónde para poner las manos sobre su recatado escote y desabrocharse un botón de la blusa para que se fijase en su sujetador y sacase la mano de entre sus muslos.
—Mmm, buena idea. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Como era de esperar, el imbécil se lanzó en picado a babear sobre sus tetas, dándole así la oportunidad de estirarse, y haciéndole creer que se arqueaba encantada con sus atenciones descolgó el auricular y pulsó al azar la tecla de marcación rápida.
A ver si con un poco de suerte…
Nicole soportó el continuo magreo de su atacante, intentando no dar muestras excesivas de repugnancia, pero lo cierto es que iba a terminar por vomitar el pequeño tentempié que se había tomado a mediodía.
—Joder, no sé qué coño tenéis las mujeres como tú que me volvéis loco.
Ella no quiso responder a ese comentario, estaba más pendiente de si alguien atendía la desesperada llamada de teléfono.
Cuando oyó que descolgaban al otro lado de la línea su tensión arterial se puso por las nubes. Si ella lo oía también podía hacerlo su agresor.
Gimió angustiada y él sonrió lascivamente, como el puerco salido que demostraba ser.
—¡Por favor! —le pidió, no sólo porque deseara librarse de él, sino para que quien escuchara la conversación se diera cuenta de qué estaba pasando—. ¡Suéltame!
—Ni lo sueñes, zorra.
—¡Esto es una agresión en toda regla! —chilló, dejando a un lado su intención de no añadir más leña al fuego.
—Me estás provocando —siseó él agarrándola del cuello para inmovilizarla y dejarla sin aire.
Ella pataleó con más fuerza al no poder respirar.
Tosió cuando él liberó momentáneamente su garganta.
Cruzaron sus miradas y ella sintió de nuevo ese asco y repulsión que amenazaba con volcar el contenido de su estómago. Pero respiró para controlarse y hacerlo hablar.
—Esto es una agresión en toda regla —insistió con la garganta seca—. No crea que va a salir impune —dijo ella recordando las palabras de Carla. Esa mujer tenía más razón que un santo.
—¿Agresión? —se rió de ella descaradamente—. No digas chorradas. A las que vais de decentes como tú os va este rollo. Estoy seguro de que has mojado tus carísimas bragas de seda.
Ella emitió un sonido estrangulado, a medio camino entre la estupefacción y el desagrado por tan inoportuno comentario. ¿Pero de qué se sorprendía?
Ese tipo disfrutaba sometiendo a mujeres y burlándose de ellas. Sus palabras, que además de obscenas (lenguaje que ahora podría soportar si formaran parte de un acuerdo o juego mutuo), eran pronunciadas con la clara intención de humillarla.
—No voy a permitir que siga abusando de mí —consiguió decir para después arañarle la cara con saña. De algo tenía que servir llevar una manicura perfecta.
—¡Puta! —exclamó él, pasándose la mano por la cara para ver si sangraba. Después, en represalia, le arreó un bofetón—. No sé por qué te resistes tanto —intentó besarla pero ella fue rápida apartándose—. Si en el fondo lo estás deseando.
—¡Cabrón! —le espetó ella. Quizás era la primera vez que utilizaba esa palabra en su vida—. He dicho que te quites de en medio. No me apetece que un cerdo como tú me ponga las manos encima.
Sabía que por mucho que se resistiera o que luchara él era mucho más fuerte, e, inevitablemente, acabaría por lograr su propósito.
Pero, aunque tuviese que soportarlo, bien podía dejarle marcas. Ella, como abogada, bien sabía que si no se resistía con uñas y dientes cualquier otro letrado argumentaría que ella estaba dispuesta.
Y bajo ningún concepto podía dejar que ese tipejo escapara de nuevo.
—Vamos a ver qué escondes entre esas fabulosas piernas.
Aprovechó que él dejó de apoyar todo su peso para inmovilizarla y primero le tiró del pelo, arrancándole un buen mechón, para después asestarle una buena patada; por desgracia no acertó en el centro neurálgico, por lo que enfureció más a su asaltante.
—Se acabaron las tonterías —masculló su agresor mirándola enfadado.
Con una mano sujetándola y con la otra intentado desabrocharse los pantalones, forcejeó con ella, pues de ninguna manera iba a servírselo en bandeja. Conseguiría su objetivo, sí, si nadie lo impedía, pero iba a sufrir y a costarle un triunfo.
Nicole cerró los ojos, intentó no darle la satisfacción de llorar y se mordió el labio para contener las arcadas.
De pronto se sintió liberada, nadie la oprimía contra la mesa del despacho. Se incorporó de repente.
—Deja de resistirte, gilipollas —dijo una voz conocida.
El alivio que sintió fue inmenso.
—¿Gilipollas? No me hagas reír —replicó Hart mientras le esposaban—. Antes de que te des cuenta estaré de nuevo en la calle y no podrás impedirlo.
Ella caminó hasta su agresor propinándole un bofetón de los que te dejan sin habla, sonoro y que, además, marcan los dejos en la cara.
—Joder, Nicole, me ha dolido hasta a mí.
—Este… —pensó lo que iba a decir pero sólo un adjetivo podía valer— hijo de puta ha intentado violarme.
—Dale otra. Está acostumbrado a que las mujeres lo aticen.
—¡¿Qué?! —protestó el detenido—. ¡No puedes permitirlo! La zorra de tu novia se fue de rositas, no voy a tolerarlo. La denunciaré por agresión, eres representante de la ley, tienes que decir la verdad.
—Por supuesto, cabrón. Diré en mi informe que la señorita Sanders fue atacada en su despacho por un baboso repugnante y que ella, en defensa propia… —dio un tirón a las esposas para que atendiera mejor a sus palabras—, hizo lo posible por quitarse de encima la basura que eres. Dale, no te reprimas —le indicó a ella.
Y ella, sin ningún reparo por estar contraviniendo alguna ley, lo abofeteó de nuevo con todas sus ganas.
—Gracias, Aidan. Me he quedado a gusto —dijo sacudiéndose la mano, pues el tiparraco tenía la cara bien dura.
—Venga, nos vamos para la comisaría —aseveró Aidan arrastrándolo hacia la puerta, donde un compañero suyo recogió al detenido—. Toma —le entregó su sudadera—. Tápate. Si quieres primero arreglarte, te esperaremos. Después puedes venir a formalizar la denuncia.
—No, ni hablar. Voy ahora mismo —aseveró totalmente convencida. Ese hijo de mala madre no iba a irse de rositas. De ello iba a encargarse personalmente.