Capítulo 20
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Ella lo miró con recelo.

—Has acertado. Rodéame con las piernas y haz fuerza.

—¿Ahora? ¿No estábamos hablando?

—Ahora —exigió él—. Podemos hacer las dos cosas a la vez. Mueve las caderas, aprieta los músculos internos, exprime mi polla.

—No vuelvas a pegarme.

—¡Eso era un azote cariñoso! —se guaseó.

—Pues no me gusta.

Comenzó a moverse bajo ella sin dejar de guiarla con las manos.

—¡Mentirosa! —acto seguido le propinó otra palmada y se rió.

—¡Max!

—Sí, ése soy yo… —para no dejar que ella siguiera hablando, mintió descaradamente cuando afirmó que podían hacer dos cosas al mismo tiempo. La besó con fuerza, agarrándola del pelo y tirando de su cabeza hacia atrás.

Ahí estaba, ella respondía mejor bajo presión. Se dio un festín, besándola, mordiéndola mientras ella seguía encima moviéndose, balanceándose cada vez con más energía. Estaba encantado, completamente entrelazados, piernas, brazos, bocas, sexo…

No se lo podía creer, era ella quien se estaba balanceando de esa forma tan desenfrenada; era tan impropio de ella, y al mismo tiempo tan excitante, tan sumamente placentero. Cada tirón que Max propinaba en su pelo, un dolor inquietante, reclamando su boca, la provocaba; cada palabra obscena (y él tenía todo un repertorio a su disposición) hacía que se moviera con más rapidez, con más brío.

—Eso es, preciosa —gruñó él—. Lo estás haciendo muy bien.

Le sonrió, encantada con el cumplido.

—Es tan diferente…

—Es increíble. Y ahora viene lo mejor. Voy a hacerte chillar —aseveró y tardó dos segundos en poner en práctica su afirmación; bajó la cabeza y tiró con los dientes del pezón.

—¡Max!

—Otra vez, grita otra vez —repitió el mordisco—. ¡Esto me encanta!

—¡¿Me has mordido?!

—Y pienso volver a hacerlo. ¿Y sabes por qué? —ella negó con la cabeza—. Muy simple, el punto justo de dolor hará que te corras con más fuerza.

Nicole nunca, nunca, había recibido ese tipo de estímulo; eso no iba con ella, pero por lo visto sí, como otras tantas cosas que él hacía o decía y funcionaban.

Cuando volvió a azotar su trasero no protestó, no chilló, sólo se aferró a él, tensó aún más sus músculos, sintiendo cómo se acercaba al orgasmo.

Fue consciente del momento en el que ella se corrió, otra vez le tiró del pelo, y le sirvió de estímulo para alcanzar su propio clímax.

Apoyó todo su cuerpo en él y Max se dejó caer hacia atrás, sin dejar de abrazarla. Joder, esta mujer podía con él.

—¿Nicole? —preguntó preocupado al cabo de unos instantes; sólo faltaba que se quedara dormida, joder, eso era cosa de hombres.

—Humm —murmuró somnolienta.

—Siento interrumpir, pero tengo que quitarme el condón, si seguimos así corremos el riesgo de que se mueva.

Nicole se dejó caer a un lado, ni siquiera buscó la sábana para cubrirse, se limitó a tumbarse de costado, en posición fetal y a no abrir los ojos.

Cuando volvió a abrirlos ya era de día y, a juzgar por la luz que inundaba la habitación, hacía tiempo que había amanecido. Estaba sola en la cama; de nuevo la embargó esa sensación de no haberse comportado correctamente. ¿Cómo el complejo de culpabilidad podía arruinar de nuevo la situación? Tendría que trabajar en ello.

Se envolvió en la sábana con la intención de levantarse e ir al cuarto de baño. Cuando estaba sentada en la cama poniéndose las zapatillas se abrió la puerta.

—Buenos días —Max entró vestido con un viejo pantalón corto y una camiseta sin mangas gris; era evidente que acababa de ducharse.

—¿Qué hora es? —inquirió con innecesaria timidez.

—Casi las once.

Nicole se tapó la boca con la mano, incrédula. No recordaba la última vez que durmió hasta tan tarde.

—¿Las once?

Max asintió.

—No te preocupes —se acercó a ella, se agachó y cogió su camisón—. Espero que estés pensando seriamente en deshacerte de esto, preferiría verte desnuda —sonrió provocativamente—. Aunque, si queremos salir a dar un paseo, puedo permitir que te vistas.

—Muchas gracias —intentó arrebatarle el camisón pero Max lo sostuvo fuera de su alcance y con crueldad lo rasgó de arriba abajo—. ¿Estás loco?

—Me gusta verte desnuda —repitió él.

—Eso ya lo has dicho —refunfuñó ella.

—¿Sí? Bueno, pero a cambio obtendrás un desayuno de primera.

Se marchó con el camisón roto y reapareció al cabo de dos minutos con la bandeja del desayuno.

Nicole miró toda la comida y después lo miró a él. ¿Pensaba que iba a comerse todo eso?

—¿Pasa algo? —preguntó él haciendo un gesto con la cabeza en dirección al desayuno.

—¿En serio no pensarás que puedo comerme todo eso?

—Estás muy delgada —ella frunció el ceño ante su apreciación—. No es una crítica, sólo una observación, y si vamos a mantener el ritmo de esta madrugada no quiero correr riesgos. Come.

—Con una tostada y un café es suficiente.

—Nos espera un día intenso —ella se atragantó con la tostada—. He pensado que podríamos recorrer el bosque que rodea la casa.

—Ah —murmuró tapándose la boca para que no se le escaparan las migas en la cama.

—¿Qué pensabas? —se rió—. ¿Sexo en mitad del bosque? —ella no dijo nada pero advirtió cómo se sonrojaba—. Ah, bueno, si es lo que quieres…

Así que dos horas más tarde caminaba por un sendero estrecho, lleno de piedras, con la única referencia de la espalda de Max, las piernas llenas de arañazos, despeinada, con un humor de perros y con los pies hechos polvo. Hubiera preferido mil veces quedarse en la casa, sin hacer nada; el campo no relajaba en absoluto.

Él se detuvo y miró, por enésima vez, por encima de su hombro; más que nada quería asegurarse de que Nicole no se perdía o se quedaba rezagada. Bueno y también para recrearse la vista: joder, era todo un espectáculo con sus pantalones cortos, una sudadera ajustada y sus grandes botas, por las que asomaban unas pantorrillas increíbles, enfundadas en unos arrugados calcetines blancos que él insistió en que se pusiera. Lo más cómico era la cantimplora. ¡Por Dios! Cuando ella la sacó de la maleta casi se muere de la risa.

Llegaron a una especie de pueblo abandonado, con sus casas derruidas cubiertas de vegetación, y buscó un sitio donde sentarse.

A pesar de estar agotada, se sentó tranquilamente, no iba a darle la satisfacción de protestar para que la llamara señoritinga.

—Muy bonito —dijo ella con ironía.

—Pues sí, lo es —pasó por alto el tono de ella—. Merece la pena caminar un rato para contemplar esto, sin ruidos, sin gente…

—Sin teléfonos, sin medios de transporte…

—Eso es, veo que lo comprendes —se cachondeaba de ella, evidentemente—. Descansemos un rato —propuso, y se sentó a su lado y agarró la cantimplora—. ¿De verdad era indispensable? —intentó no reírse.

—Me dijiste que trajera lo necesario, ¿no?

—Joder, ¿puedo preguntar dónde compraste esto?

—En un centro especializado.

—Ah, pensaba que ya no hacían cosas así —estalló en carcajadas—. Te ha debido de costar una fortuna. ¿Me equivoco? Tiene pinta de ser un modelo clásico de los setenta.

—Ríete cuanto quieras —respondió ella muy digna. Claro que se había gastado una buena cantidad en comprar todo el dichoso equipo, algo que él no debería saber, por supuesto.

Max dejó de reírse poco a poco, miró el reloj, buscó en su mochila y sacó dos bocadillos y una botella de agua.

—Toma, come algo.

Ella cogió el bocadillo como si fuera un residuo nuclear. Max abrió la botella, bebió generosamente y se la pasó.

—¿Vamos a comer… aquí?

La miró de reojo mientras dejaba a un lado la botella y desenvolvía su bocadillo.

—¿Prefieres ir a un restaurante? —ella asintió devolviéndole el bocadillo—. ¿Ves alguno por aquí?

—¿No hay un pueblo o algo cerca?

—Pues no; además, se supone que cuando vas al campo comes cualquier cosa; ya cenaremos bien esta noche —de eso se encargaría él—. Come. Con lo que has desayunado no aguanta ni un pájaro.

Se estiró y empezó a devorar su comida; ella seguía sentada como si estuviera en una reunión formal, miró su bocadillo y lo mordisqueó. Max ya estaba buscando servilletas de papel en su mochila tras zamparse en un abrir y cerrar de ojos el suyo cuando ella ni siquiera se había comido un tercio.

Demasiado refinada, demasiado quisquillosa, demasiado reprimida, pensó con ironía, pero allí estaba, sentada junto a él, en mitad de la nada. Era digno de ver con qué estoicismo aguantaba.

No insistió en que comiera algo más y se limitó a guardar el resto en la mochila.

Nicole hizo una mueca de dolor cuando se puso en pie: si la ida resultó dura, no sabía cómo iba a afrontar el regreso a casa.