Capítulo 36
Lo bueno de salir con alguien de tu familia es que puedes relajarte, ser tú mismo e incluso pasarte con la bebida. Porque sabes que él no dirá nada y tus secretos están a buen recaudo.
Max se bajó del taxi frente a la puerta de su casa; por suerte el taxista se mostró comprensivo y no le dio la vara, así que entró a su casa dispuesto a darse una buena ducha y comer algo.
Tumbado en el jacuzzi, con música clásica de fondo y apenas una suave luz, cerró los ojos e inmediatamente le vino a la cabeza una idea. Nicole debería estar tan desnuda y mojada como él en ese momento. Allí mismo. Eso planteaba un problema logístico; si ya la noche anterior metió la pata con la cena, ¿qué excusa pondría para llevarla a su casa?
Un honrado aunque próspero constructor, bueno, más bien hermano de la cabeza pensante, no vivía en una casa de cuatrocientos metros cuadrados y con una parcela de más de diez mil, donde una cuota mensual de mantenimiento suponía el sueldo de tres obreros.
Abrió los ojos y contempló el cielo nocturno a través de los inmensos cristales de la galería anexa al baño. Sí, desde luego, ella debería acompañarlo. Y no sólo por el jacuzzi. En un arrebato había ordenado a la señora de la limpieza que pusiera sábanas negras en su cama. La señora Stuart lo miró sin decir nada. Llevaba ya más de quince años cuidándole la casa y atendiéndolo como para preguntar.
Se miró las manos y decidió que ya era hora de abandonar el baño; con sólo una toalla enroscada alrededor de las caderas fue a la cocina. En el contestador había tres mensajes, y dos eran de su madre.
Los escuchó como quien oye llover y los borró.
Se hizo un bocadillo rápido para salir del paso y se fue a su dormitorio. Presentarse a esas horas en casa de Nicole sólo daría lugar a habladurías y además esas vecinas cotillas ya andaban con la mosca detrás de la oreja. Además, había dejado su vieja camioneta en el parking de la empresa y sacar uno de sus coches de lujo era llamar, innecesariamente, la atención.
***
Vaya día, pensó Nicole mientras se desnudaba; la bañera se iba llenando poco a poco y el olor de las sales de baño relajantes inundaba el cuarto de baño.
Las sales costaban un ojo de la cara, pero la chica del salón de belleza se las recomendó efusivamente, junto con una crema hidratante a base de aloe vera para ayudar a mitigar la irritación de la piel.
Sólo a Carla se le podían ocurrir cosas así. En fin, lo hecho, hecho estaba, y por mucho que insistiera la mujer del centro de belleza acerca de que en sucesivas depilaciones el dolor sería menor, ella no iba a volver ni atada.
—Mmmmm —suspiró dejándose envolver por el agua caliente, el aroma de las sales y la música de fondo. Se oía La danza de los caballeros, de la ópera Romeo y Julieta, una de sus favoritas.
La leve irritación entre sus piernas dejó de ser un problema dentro del agua; podía haberse quedado así horas de no ser porque el teléfono sonó.
Iba a dejar que saltase el contestador, pero antes del tercer tono salió disparada; no habían quedado en nada, pero si era Max quien llamaba, ella no quería perdérselo.
—¿Diga? —contestó agarrando la toalla.
—Hola, Nicole, por fin te encuentro.
—Ah, hola, mamá —su voz dejaba entrever su desilusión.
—Hoy no has acudido a la cita.
Hizo un rápido repaso mental a su agenda. ¿Cita? ¿Qué cita?
—Discúlpame, mamá, no recuerdo…
—Con la modista, Nicole, ¡por Dios! ¿Dónde tienes la cabeza?
En el trabajo, en mis cosas, en mil sitios, pero dijo:
—Ah.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? Hija, por favor, estamos a menos de seis meses para la boda, sabías desde hace un mes que hoy empezábamos con las pruebas de vestuario.
—Mamá, tenía trabajo —fue la triste defensa a la que recurrió.
—Trabajo, trabajo —dijo Amelia despectivamente.
No quería discutir. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que se había formado un charco a sus pies; le chorreaba el pelo y sólo estaba envuelta con una toalla.
—Está bien, dime cuándo es la próxima cita e iré —en ese momento el teléfono emitió un pitido —. Espera mamá, tengo otra llamada.
—¿A estas horas?
—Puede ser importante, no cuelgues —pulsó un botón y contestó—: ¿Diga?
—Buenas noches.
Se agarró a la encimera y la toalla cayó al suelo. No esperaba esta llamada; simplemente con esa voz suave sus pensamientos empezaron a divagar.
—Hola —respondió tímidamente. Al otro lado de la línea escuchó la respiración suave de Max y ella se quedó sin palabras.
—¿Sigues ahí, Niky?
—S… sí.
—¿Estás ocupada?
—N… no —se agachó y cogió la toalla para envolverse con ella y vio la luz indicando que tenía una llamada retenida—. ¿Puedes esperar un minuto?
—¿Qué ocurre?
—Tengo una llamada por la otra línea, no cuelgues —tranquilidad, se dijo a sí misma, y pulsó el botón para intentar librarse de su madre—. ¿Mamá?
—No entiendo cómo puedes haberme tenido esperando tanto tiempo —se quejó Amelia.
Por supuesto, exageraba.
—Es una urgencia, lo siento, tengo que colgar.
—¡Ni se te ocurra, Nicole!
—Mamá, es un cliente, tengo que hacerme cargo.
—¿Un cliente? ¿A estas horas?
—Sí, un cliente —explicó Nicole con paciencia—; es mi trabajo.
—Trabajo que deberías replantearte, hija.
—Sí, tienes razón—suspiró—; te llamaré mañana.
—No, te llamaré yo, al despacho. Buenas noches, Nicole.
Sí, claro, al despacho, así de paso Helen o Thomas pueden informarte de todos los detalles. Bien, llamaría ella a su prima para enterarse de en qué fase estaban los preparativos, aunque no entendía a qué venía tanta prisa si quedaban al menos seis meses.
Se ajustó bien la toalla y respiró profundamente; el efecto calmante del baño se estaba pasando y su zona más íntima volvía a estar demasiado sensible.
—Lo siento, ya sabes cómo son las madres.
—Eso no te lo voy a discutir —respondió Max pensando que a su madre no la ganaba ni Dios a metomentodo—. Bueno. ¿Qué tal te ha ido el día?
Sonrió, era una tontería, pero saber que él se mostraba interesado por sus cosas le agradó.
—Bien y mal.
—¿Cómo es eso?
—El juicio bien, después se torcieron las cosas.
—¿Ganaste?
—Ajá —murmuró orgullosa.
—Ésa es mi chica. ¿Y después?
Cada palabra de Max iba directamente a lo más profundo de ella. Y resultaba cuando menos curioso, pues pensaba que sólo mantenían una especie de encuentros, básicamente sexuales, y puesto que no habían quedado en nada, esta conversación se acercaba un poco más a una relación convencional.
—Tuve un… incidente. No deberías haberme regalado ese… ese…
—¿No te gustó? Humm, qué pena, nada más verlo pensé en ti —por supuesto, ya había encargado otro regalito más para ella.
—Yo no uso esas cosas —le informó en tono remilgado.
—¿Por qué?
—Eso no es asunto tuyo.
—Bueno —de momento no presionaría más, porque indudablemente ella se cerraría en banda y, como no estaba presente para arreglar las cosas, prefirió pasar a temas algo menos peliagudos—. Cuéntame qué estabas haciendo cuando te he llamado.
—Hablar con mi madre —oyó la risa de Max.
—Antes de eso.
—Darme un baño.
—Mmm, interesante, recuerdo una bañera con infinitas posibilidades.
—Pienso cambiarla en cuanto pueda: es incómoda, el grifo gotea y es demasiado antigua —aseveró ella.
—Ni se te ocurra, primero tenemos que comprobar si es lo suficientemente amplia para dos.
—No lo creo —respondió práctica.
—Ya se verá —la línea quedó unos segundos en silencio. Max, tumbado en su cama, comprobó cómo oyendo simplemente su voz se había excitado y dada la hora iba a tener que apañárselas solo, claro que…—. Y dime, ¿estás aún desnuda?
—Casi.
—¿Mojada?
—S… sí.
—Estupendo. ¿Dónde estás ahora?
—En la cocina.
—No sirve, ve al dormitorio.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo —aseveró impaciente, aunque añadió—: Estarás más cómoda, deja el teléfono en manos libres y túmbate. Ten a mano el vibrador. Necesito que hagas algo por mí.
—No te entiendo —pero se imaginaba por dónde iban los tiros.
—Nena, en este estado no voy a poder dormir; haz lo que te digo.
Nicole se mordió el labio. Otra vez ese tono autoritario, palabras con una orden implícita que la obligaban a dejar de pensar por sí misma y acatar, sin rechistar, la orden.
Intuyó el debate interno de ella; como mujer acostumbrada a tomar decisiones y a gobernar sus asuntos, cualquier intento de dominación era automáticamente cuestionado; eso sí, al final cedería, y ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella, verla aceptar sus necesidades mientras su cabeza le decía lo impropio de ello.
—¿Nicole?
—Un minuto.
Sonrió, conocía la distribución de su apartamento y suponía que estaba moviéndose.
Aprovechando la espera se deshizo de la toalla que aún llevaba y la tiró a un lado, conectó el altavoz del teléfono móvil, para tener las manos libres, y se recostó sobre la cama. Era una pena que ella no estuviera allí, aunque la noche prometía.
—¿Max?
—Sigo aquí —dijo en voz baja—. Apaga las luces —hizo una pausa para que ella pudiera cumplir sus indicaciones—. Deja el auricular a un lado y túmbate, boca arriba, con las piernas dobladas y bien abiertas.
—Ya está —murmuró mordiéndose el labio. No sólo había apagado las luces, también la música, y había cerrado bien las persianas.
—Bien. Ahora quiero que con una mano pellizques esos bonitos pezones, primero uno y después otro, suave al principio, hasta que estén bien duros, y por favor no te contengas, quiero escucharte, saber lo excitada que estás… —esperó oírla y apenas le llegó un murmullo—. Hazlo como si fuera yo, como si mis dientes te mordieran, a un paso del dolor —un leve gemido y Max cerró los ojos para concentrarse—. Muy bien, nena, me estás poniendo muy cachondo, no sabes lo que me gustaría estar ahí contigo. Ahora coge el vibrador que te regalé.
—Lo… lo tengo —titubeó; iba a hacer algo en lo que nunca había pensado, pero… ¿no era así siempre con él?
Cogió aire con brusquedad antes de continuar.
—Conéctalo y con la otra mano frótalo suavemente sobre tu clítoris —Max se agarró la polla con una mano y empezó a acariciarse—. Despacio… ¿Qué sientes?
—Es extraño —susurró.
—¿Te gusta?
—S… sí.
Max gimió en respuesta. Joder, apenas un roce y Nicole ya balbuceaba.
—Excelente. Me estoy acariciando la polla, despacio, como si fuera tu mano —cogió aire—. Me aprietas con suavidad, me estás volviendo loco. Imagina que es mi dedo el que te frota, una y otra vez, sintiendo lo húmeda que estás…
—Max…
—Espera un poco, cariño —rogó él—; métete el consolador, dentro y fuera, gíralo para estimular bien ese bonito coño… Mmmm, no sabes cómo me gustaría lamerte…
—A mí también —acertó a decir ella sintiéndose atrevida.
—La tengo bien dura, Niky, como si me la estuvieras chupando, a un paso de correrme en tu boca, torturándome con esos labios. Joder, ¡qué bueno!
No podía creérselo: cielo santo, estaba desnuda sobre la cama masturbándose con una pseudobarra de labios vibradora y escuchando a Max decir toda una serie de obscenidades, a cada cual más explícita; era como ver un película porno, sólo que ella era la protagonista.
En la casa sólo se oían sus gemidos, pero ella oía los de él al otro lado de la línea. Respirando de forma entrecortada, tal y como ella lo hacía.
Como tantas cosas, nunca imaginó estar haciendo algo así y mucho menos disfrutarlo.
Definitivamente había perdido demasiado tiempo.
Movió más rápido el consolador, necesitando ese último estímulo, ahora no estaba su amante para ofrecérselo y todo dependía de ella.
—Max… —murmuró roncamente, deseando oírle, deseando que él participara.
—Dime.
—Estoy… ¡Oh, Dios!…
—¿Niky? —aceleró sus movimientos, arqueándose en la cama y apretándose la polla con fuerza —. Dime, nena, ¿vas a correrte ya? —preguntó con los dientes apretados.
—S… sí, s… sí.
—Yo también —articuló a duras penas—. Grita, sabes que me gusta oírte gritar cuando te corres, hazlo por mí.
—¡Oh, Dios mío! —chilló e inmediatamente se llevó una mano a la boca, ahogando sus gemidos, alguien podría oírla.
—Eso es. Oh sí, eso es, no sabes cómo me pone cuando gritas. Háblame, Nicole, háblame.
Tardó tanto en responder que miró el móvil por si se había cortado la llamada.
—Ha sido increíble —susurró al fin.
—Más, dime más —Max estaba a punto y ahora se movía de manera frenética, arrugando las sábanas.
—Era como si estuvieras aquí —siguió hablando en voz baja—. Conmigo…
—Me encantaría estar ahí contigo —gruñó—, que fueras tú quien estuviera meneándomela, apretándomela, chupándomela. Sigue, cariño, necesito oírte.
Nicole, aún conmocionada por su propio orgasmo, siguió murmurando frases suaves, acurrucada en su cama, con el teléfono junto a ella, hasta que oyó a Max correrse; luego su respiración se fue estabilizando hasta que pudo hablar.
—Definitivamente, tenía que haberme presentado en tu casa.
—Sí —respondió sencillamente ella con voz somnolienta.
—¿Nicole?
—¿Sí?
—Ha estado genial…
—Nunca antes lo había hecho.
—¿De verdad? Humm… Y dime, ¿qué otras cosas no has hecho?
—No sabría decirte.
—No te preocupes, tengo un montón de ideas en la cabeza.
—¿Por ejemplo?
—Como te dije antes, tu bañera tiene infinitas posibilidades —comentó y escuchó su risa; resultaba muy agradable hacerla reír.
—Y yo te recuerdo que es imposible que entremos ahí los dos.
—¿Qué te apuestas? —Max no se podía creer que estuviera como un adolescente tonteando por teléfono, y eso después de haberse corrido. Pero resultaba algo sencillo a la par que placentero.
—Nada, yo no apuesto —dijo formal.
—¿Qué planes tienes para mañana? —interesarse por la agenda de una mujer a estas alturas también resultaba raro.
—Trabajo, trabajo y más trabajo. Las cosas no marchan bien en el despacho.
—Cuéntamelo —pidió él, sorprendiéndose a sí mismo por ese repentino interés.
—¿De verdad quieres saberlo? —inquirió sorprendida.
—Sí —respondió sinceramente.
Y para su asombro, escuchó tranquilamente cómo le hablaba de su socio, de la jugarreta y de los problemas con su madre.
—¿Te estoy aburriendo? —ahora, ya desahogada, se dio cuenta de que había hablado sin pensar y sin parar y que Max no interrumpía…
—Para nada.
—Me siento mejor ahora que he podido contárselo a alguien —cosa que nunca podía hacer—. Y tú, ¿qué has hecho hoy?
—Vaguear en el despacho…, ir de compras… y excitarme imaginando lo que quiero hacerte.
—¡Para ya! Acabamos de… de… Bueno, ya sabes.
—Nicole, esto es un tentempié. Y para tu información te diré que vuelvo a estar empalmado. ¿Empezamos de nuevo?