Capítulo 19
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Se movió en la cama con sumo cuidado para no despertarlo; no sabía con exactitud qué hora era, aunque calculó que más o menos serían las cinco de la madrugada. Se había dormido rápidamente; ahora, como siempre, se despertaba, y recuperar el sueño iba a resultar extremadamente difícil. Si ya lo era en su cama, en una extraña resultaba peor. Tumbada boca arriba, con las manos en el regazo, se debatía sobre qué hacer.

Él seguía dormido. No podía verlo bien; aun así, su curiosidad hizo que girara sólo la cabeza.

Estaba tumbado boca abajo, agarraba la almohada y debía llevarse muy mal con las sábanas, pues estaban arrugadas a sus pies.

Con un poco de suerte amanecería pronto, la luz invadiría la habitación y podría contemplarlo a gusto.

Max era el ejemplo perfecto de estar mejor desnudo que vestido. Más que nada por esas prendas de mercadillo con las que siempre lo veía. Sonrió ante ese pensamiento tan picarón. ¿Qué pasaría si se atreviera a tocarlo? Bien pensado, aún no había tenido la oportunidad de disfrutar al ciento por ciento de ese cuerpo: sus dos encuentros anteriores habían sido tan frenéticos que no le dio tiempo a explorar.

Y quería hacerlo.

Pero no se atrevía.

Se levantó despacio para no molestar, mejor así. Ya no iba a dormirse de todas formas, bien podría adelantar algo de trabajo y de paso no molestarlo.

—¿Dónde vas? —gruñó agarrándola de la cintura y atrayéndola de nuevo a la cama.

—Yo… bueno, no puedo dormir y no quería despertarte.

Cambió de postura para sujetarla mejor.

—Ya veo, supongo que es por mi culpa.

—¡No! —exclamó sintiendo vergüenza de la reacción de su cuerpo—. Simplemente sufro problemas de insomnio. Me iré a otra habitación. Duerme tranquilo.

—Ni hablar. ¿Sabes? Me siento culpable —empezó a acariciarla por encima del horrible camisón—. Si antes de apagar la luz te hubiera dejado agotada, ahora dormirías como un tronco.

—Ya estaba cansada.

—Pero no satisfecha.

—¿Qué quieres decir?

La besó en el cuello, pegándose a ella, y con una mano empezó a subir el camisón.

—El mejor remedio para el insomnio es un buen orgasmo —ella jadeó—. O dos, depende de la gravedad del asunto.

—¿Bromeas?

—No —respondió obligándola a separar las piernas introduciendo la suya propia— y, definitivamente, ha sido un descuido, por mi parte, imperdonable.

—Eso es para los hombres —dijo de forma entrecortada.

La mano masculina la acariciaba con suavidad entre las piernas, sin llegar al interruptor general.

—Vale para todo el mundo —susurró Max en su oreja antes de dar un pequeño mordisco; acto seguido subió su mano y comenzó a explorar buscando su clítoris—. Mmmm, veo que estás húmeda, eso me gusta. Pero aún no es suficiente, quiero que lo estés todavía más.

Se movió rápidamente, la tumbó de espaldas y se colocó de medio lado para seguir torturándola con los dedos.

—Max… —pronunció su nombre como una súplica, no sabía cómo pedirlo, o más bien no se atrevía.

—Dime —introdujo con profundidad un dedo y curvándolo presionó un punto especialmente sensible.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Nicole y arqueó las caderas al sentir por primera vez ese roce en su interior.

Algo tan desconocido, tan inesperado…

—Estate quieta y volveré a hacerlo —la voz de él era burlona.

Era imposible quedarse inmóvil mientras él seguía introduciendo los dedos, cada vez sentía el coño más húmedo; debería avergonzarse, ella no estaba haciendo nada. Otra vez.

Con timidez estiró un mano buscando contacto, o más concretamente su polla. Le rozó el muslo y notó en su cuello como él contenía la risa.

Maldito sabelotodo.

—¿Es esto lo que buscas? —dirigió esa mano hacia su pene.

—Sí —debería dejar a un lado toda su vergüenza. Con cuidado lo acarició y sintió una enorme satisfacción cuando notó que la respiración de él se volvía más pesada—. Dime si lo hago bien.

—Perfecto, aunque… si lo haces un poco más fuerte, mi polla y yo te lo agradeceremos adecuadamente.

¿Qué quería, que lo despellejase o algo así?

No obstante, cada vez que presionaba con más fuerza Max respondía de inmediato, jadeando con más ímpetu; dedujo por tanto que era de su agrado. No sólo eso, intensificaba la penetración con sus dedos y ella empezó a gemir con más pasión, a moverse desenfrenadamente, a no poder describir qué estaba experimentando, a casi perder la conciencia, todo con tal intensidad que no sabía muy bien si estaba poseída por otro ser. Así continuó hasta que se corrió.

—Egoísta —susurró Max en su oído.

—¿Perdón? —estaba algo confusa: eso no son precisamente las palabras que una espera oír de su compañero de cama.

Qué bien sonaba eso. Compañero de cama, sin intermediarios, sin presiones, sólo única y exclusivamente sexo. ¿Por qué no lo había probado antes? ¿Por qué unía innecesariamente el sexo con una relación? ¿Por qué, maldita sea? Demasiados interrogantes para responder en esos instantes.

—Estaba en lo cierto —aseveró con aire de suficiencia—. Nada mejor para relajarse y dormir a pierna suelta —siguió acariciándola, ahora más suavemente, recorriendo su estómago y jugueteando con el vello púbico—. Supongo que en esa enorme maleta te habrás acordado de incluir un cierto número de condones, ¿verdad?

Se incorporó de repente, comprendiendo las acusaciones de Max. No había pensado más que en sí misma y, por supuesto, ni rastro de condones en su maleta.

—Ay, lo siento —menos mal que no podía ver su cara ruborizada—. Con las prisas me olvidé.

Max se giró en la cama, lo primero que guardó en su bolsa de viaje fueron dos paquetes de doce preservativos cada uno. Uno puede irse de fin de semana y aguantar con un par de camisetas, un par de calcetines, una par de calzoncillos y un par de vaqueros, pero de ninguna manera se pueden olvidar unos cuantos condones.

—Siempre me pregunto para qué os traéis las mujeres tantas cosas si olvidáis lo más básico.

—Sólo lo fundamental —replicó como si fuera una verdad universal.

Le observó manipular un envase de profilácticos.

—Joder con los precintos. ¿Tú crees que los hacen así para desanimar a la gente?

Nicole se rió.

—Hay quien dice que muchas empresas de preservativos están controladas por sectores ultraconservadores.

Lo dijo con tal seriedad que Max no dudó de su palabra.

—Dejemos entonces que sigan controlando lo que quieran —se puso el condón—. Ven aquí —se tumbó de espaldas y movió un dedo indicándole que se acercara—. Ahora te toca trabajar a ti.

Supo en seguida a qué se refería y sintió una especie de miedo escénico. Él iba a darse cuenta de su ineptitud.

—No sé si…

—Oye, no te estoy pidiendo que sacrifiques a tu primogénito, te estoy pidiendo que me folles como una amazona, lo cual, además, te reportará gran satisfacción.

—Bueno —dijo aún sin estar del todo convencida. Y no porque la idea no le resultara atractiva.

Se subió encima de él; esto no puede ser muy difícil, pensó.

—Un poco más arriba —indicó él—. No me quejo del tamaño de mi polla pero a esa distancia…

Gracioso.

—¿Así? —preguntó ella.

—Mucho mejor —levantó las caderas para penetrarla—. Sí, mucho mejor… Ahora, ¡muévete!

Nicole chilló, un gritito de niña pequeña que ve una araña inofensiva y aun así grita para llamar la atención.

¡La había azotado en el culo! ¡Y encima tenía el descaro de sonreír!

Tenía que haber encendido la luz, se estaba perdiendo a Nicole desnuda. Si bien la oscuridad puede agudizar otros sentidos, en ese momento la visión de ella montándolo debía ser la rehostia.

Estaba claro que debía incentivarla, lo estaba atormentando deliberadamente, sus movimientos suaves, el balanceo casi imperceptible de sus caderas… Cualquiera pensaría que no tenía ni idea, joder, qué forma tan cruel de vengarse de un hombre por un azote de nada.

—¿Lo haces a propósito, verdad? —gruñó él colocando las manos en sus pechos.

—¿Perdón?

Otra vez ese «¿perdón?» tan educado. Max no sabía si estaba en una reunión formal o echando un polvo.

Bueno, tampoco era para exagerar, sabía muy bien lo que estaba haciendo. ¿Lo sabía ella? Joder, no se le puede hacer algo así a un hombre, tenerlo en ese estado febril y desesperante.

Vale, las mujeres no son como un Ferrari que pasa de cero a cien en menos de cinco segundos, y puede que hasta en otro momento disfrutara de ese ritmo lento (cosas más raras se han visto), pero ahora no era uno de ellos.

Lo estaba haciendo de pena, Nicole era consciente de ello, y no hay nada más humillante que saberlo y no poder remediarlo. Podía haber leído mil y una teorías en sus libros de autoayuda, nadie consigue el permiso de conducir sin clases prácticas, sólo que no hay una escuela donde poder practicar sexo con fines didácticos.

—¿Estás bien? —preguntó preocupado, y no sólo porque la faena estaba resultando pésima: mientras la acariciaba sentía su tirantez, no lo estaba torturando aposta. Se detuvo y, con ella aún encima, se incorporó para quedar frente a frente—. ¿En qué estás pensando? Porque desde luego no parece que estés aquí.

Ella se tapó la cara con las manos; humillante era poco para describir cómo se sentía.

Algo no marchaba bien en esa mujer, debería olvidarse de ella, de la idea de un fin de semana erótico-rural, y volver a la ciudad cuanto antes. Su especialidad no era, como en la mayor parte de los hombres, entender la psicología femenina (tampoco lo había necesitado hasta ahora) y mucho menos ser un hombre tierno y comprensivo.

Ahora bien, tampoco quería ser cruel.

—Lo… lo siento —balbuceó ella.

—Deja de decir eso —protestó Max; se dio cuenta de que había hablado en un tono brusco e intentó buscar las palabras adecuadas.

—Será mejor que lo dejemos —intentó soltarse.

—Ni hablar.

Para bochorno de Nicole, estiró el brazo y encendió la luz de la mesita de noche. De inmediato apartó la cabeza y a Max se le encogió el corazón. Joder, estaba llorando. Y aun así seguían unidos e, inexplicablemente, él erecto.

Tirando de sus escasos recursos de hombre sensible, le cogió las muñecas y apartó las manos de su cara.

—¿Es por la postura? ¿Te sientes incómoda? —ella negó con la cabeza—. ¿Entonces? —acarició su espalda; ella intentó esconder el rostro, no se lo permitió—. Dime qué te pasa —habló con suavidad. No le había hecho daño, ¿verdad?

—¿No te has dado ya cuenta? —respondió enfadada consigo misma. Por la mañana le pediría que la llevara a casa. O a ser posible a la parada de taxi más cercana.

—No soy adivino —siguió con el masaje en la espalda de ella—. Cuéntame qué te ocurre y a partir de ahí ya veremos.

—¡Soy un maldito desastre! —gritó y se dio cuenta de que otra vez se estaba haciendo la víctima —. Olvídalo, por favor.

—No —respondió categóricamente.

—¿Por qué?

—¿Quieres que sea sincero o prefieres que te cuente un cuento?

—No tengo edad para cuentos, y seguramente ya sé lo que me vas a decir, así que ahórratelo.

—No te pongas a la defensiva, Nicole… —para calmarla empezó a besarla, pero ella se resistía—. No seas cría y deja que te bese.

—Estoy hecha un asco —protestó avergonzada, y tal y como estaban ocurriendo las cosas ése iba a ser su estado habitual.

—No soy quisquilloso —dijo él sinceramente—; ahora bien, la paciencia no es una de mis virtudes y menos aún callarme lo que pienso.

—¿Por qué no apagas la luz?

—Muy simple, vas a escucharme y vas a mirarme a la cara. ¿Estamos? —la zarandeó—. ¿Estamos? —repitió.

—Sí —de nuevo una orden, de nuevo ese tono autoritario y de nuevo ese escalofrío.

—¿He dicho o hecho algo que te disguste? —ella negó con la cabeza—. Bien, entonces supongo que te apetece follar tanto como a mí —ella permaneció inmóvil—. Contesta, ¿sí o no? —un imperceptible movimiento de cabeza por parte de ella asintiendo fue la única respuesta que obtuvo—. Nicole, ¿alguna vez has sufrido algún tipo de… abuso o…?

—¡No! —respondió escandalizada.

—Eso está muy bien. Entonces no tienes ningún tipo de problema sexual, por lo que… ¿qué? —se detuvo al ver la expresión de ella—. ¿O sí?

—Yo no lo llamaría problema —interrumpió haciendo una mueca.

—De acuerdo. ¿Hay algo que te asuste? —cualquier respuesta a esa pregunta era concluyente, directamente pasaría de ella. A Max le gustaba el sexo en todas sus versiones y hasta ahora sólo habían arañado la superficie.

—No es miedo.

—Vale, no hay problemas, no tienes miedo. ¿Entonces? Y por favor, no me digas que eras virgen, a tu edad no es humanamente posible.

—No todo gira alrededor del sexo —aseveró apartando la mirada.

Interesante

—O sí, todo depende de cómo se mire —la contradijo él—. Veamos, ahora, por ejemplo, ambos estamos en una situación bastante sexual y sin embargo estamos conversando. O viceversa, estamos conversando y por casualidad mantenemos una postura completamente sexual. ¿Tú qué eliges?

—La segunda.

—Me lo temía. ¿Si te dijera que aún tengo la polla bien dura qué dirías?

—Que, por lo poco que te conozco, no te supone ningún problema —sus palabras iban teñidas de sarcasmo y cierta admiración.

—Efectivamente —sonrió quedándose con la parte positiva—. ¿Te supone algún tipo de reserva? —ella negó con la cabeza—. Entonces sólo queda una cosa por hacer.