Estos son mis temores mientras escribo con una pluma cubierta de escarcha la víspera del renacer del mundo. Rashek observa. Me odia. Las cavernas están ahí delante. Latiendo. Mis dedos tiemblan. No de frío.

Mañana, terminará.

38

Vin se impulsó por los aires sobre Kredik Shaw. Las torres y pabellones se alzaban a su alrededor como las escamas ensombrecidas de un monstruo fantasmal que acechara a sus pies. Oscuras, rectas y ominosas, por algún motivo le hicieron pensar en Kelsier, muerto en la calle con una lanza de punta de obsidiana asomando de su pecho.

Las brumas giraban y revoloteaban mientras las atravesaba. Todavía eran densas, pero el estaño le permitía ver un leve clarear en el horizonte. El alba se acercaba.

Bajo ella se acumulaba una gran luz. Vin se agarró a la fina aguja de una torre, dejando que su impulso la hiciera girar alrededor del resbaladizo metal y le permitiera hacer un barrido de toda la zona. Miles de antorchas ardían en la noche, mezclándose y fundiéndose como insectos luminiscentes. Estaban organizadas en grandes oleadas y convergían hacia el palacio.

La guardia de palacio no tiene ninguna oportunidad contra una fuerza tan grande, pensó. Pero, al entrar luchando en el palacio, el ejército skaa sellará su destino.

Se volvió hacia un lado, sintiendo el frío de la aguja humedecida por la bruma bajo sus dedos. La última vez que había saltado entre las torres de Kredik Shaw, estaba sangrando y a punto de desvanecerse. Sazed había llegado para salvarla, pero esta vez no podría hacerlo.

No muy lejos vio la torre del trono. No era difícil localizarla: un anillo de ardientes hogueras iluminaba su exterior y su única ventana de cristal tintado para aquellos que estaban dentro. Sintió la presencia de él allí dentro. Aguardó un instante con la esperanza, quizá, de poder atacar después de que los inquisidores salieran de la sala.

Kelsier creía que el Undécimo metal era la clave, pensó.

Tenía una idea. Funcionaría. Era preciso.

—A partir de este momento —proclamó en voz alta el lord Legislador—, se concede al Cantón de la Inquisición el dominio organizativo del Ministerio. Los interrogatorios que hasta ahora eran desviados a Tevidian deben serlo a Kar.

La sala del trono permaneció en silencio. Los obligadores de alto rango estaban aturdidos por los acontecimientos de la noche. El lord Legislador agitó una mano, indicando que la reunión había acabado.

¡Por fin!, pensó Kar. Alzó la cabeza, sus ojos de clavos pulsando como siempre, causándole dolor… Aunque esa noche era el dolor de la alegría. Los inquisidores llevaban dos siglos esperando, planeando con cuidado, animando sutilmente la corrupción y la disensión entre los obligadores corrientes. Y por fin había funcionado. Los inquisidores ya no se inclinarían ante los dictados de hombres inferiores.

Se dio la vuelta y sonrió al grupo de sacerdotes del Ministerio, sabedor de la incomodidad que causaba la mirada de un inquisidor. Ya no podía ver, no como veía en otro tiempo, pero le habían concedido algo mejor. Una alomancia tan sutil, tan detallada, que le permitía distinguir el mundo que lo rodeaba con sorprendente precisión.

Casi todo contenía metal: el agua, la piedra, el cristal, incluso los cuerpos humanos. La concentración de esos metales era demasiado débil para que influyera en ellos la alomancia; de hecho, la mayoría de los alománticos ni siquiera podían sentirlos.

Con sus ojos de inquisidor, sin embargo, Kar veía las líneas. Los hilos azules eran finos, casi invisibles, pero dibujaban el mundo para él. Los obligadores que tenía delante eran una masa hirviente de azules; sus emociones (incomodidad, furia y miedo) se notaban en su postura. Incomodidad, furia y miedo… Tan dulces las tres. La sonrisa de Kar se ensanchó a pesar de su fatiga.

Llevaba demasiado tiempo despierto. Vivir como inquisidor agotaba el cuerpo y tenía que descansar a menudo. Sus hermanos salían ya de la sala camino de sus aposentos, que estaban intencionadamente cerca del salón del trono. Se dormirían de inmediato: con las ejecuciones de la tarde y la excitación de la noche estarían tremendamente fatigados.

Kar, sin embargo, se quedó atrás mientras inquisidores y obligadores se marchaban. Poco después solo quedaron el lord Legislador y él en una sala iluminada por cinco enormes braseros. Las hogueras de fuera se extinguieron poco a poco, apagadas por criados, y el panorama de cristal se volvió oscuro y negro.

—Finalmente tienes lo que querías —dijo el lord Legislador tranquilamente—. Tal vez ahora pueda tener paz.

—Sí, lord Legislador —dijo Kar, inclinándose—. Creo que…

Un extraño sonido restalló en el aire, un suave chasquido. Kar alzó la cabeza con el ceño fruncido mientras un pequeño disco de metal rebotaba por el suelo y al final se detenía junto a su bota. Recogió la moneda, luego miró la enorme ventana y reparó en el agujerito por el que había entrado.

¿Qué?

Docenas de monedas más entraron por la ventana, llenándola de agujeros. El tintineo metálico y el chasquido del cristal resonaron en el aire. Kar retrocedió, sorprendido.

Toda la sección sur de la ventana se hizo añicos, estallando hacia dentro. El cristal se había debilitado tanto con el impacto de las monedas que un cuerpo lanzado a toda velocidad pudo atravesarlo.

Fragmentos de cristal de colores giraron en el aire, esparciéndose ante una pequeña figura ataviada con una aleteante capa de bruma que llevaba un par de relucientes dagas negras. La muchacha aterrizó agazapada y se deslizó sobre los trozos de cristal, seguida de los jirones de bruma que se colaron tras ella por la abertura. La bruma se enroscó, atraída por la alomancia, alrededor de su cuerpo. Ella permaneció agazapada un instante, como un heraldo de la noche.

Luego se abalanzó directamente hacia el lord Legislador.

Vin quemó el Undécimo metal. El yo-pasado del lord Legislador apareció igual que había hecho antes, como surgido de la bruma, para situarse en la tarima junto al trono.

Vin ignoró al inquisidor. La criatura, por fortuna, reaccionó despacio y ella ya había recorrido la mitad del camino que la separaba de la tarima antes de que acertara a perseguirla. El lord Legislador, sin embargo, permanecía sentado, tan tranquilo, observándola con expresión ligeramente interesada.

Dos lanzas en el pecho ni siquiera fueron para él una molestia, pensó Vin mientras cubría de un salto la distancia que la separaba de la tarima. No tiene nada que temer de mis dagas.

Por eso no intentó atacarlo, sino que se abalanzó con ellas directamente contra el corazón del yo-pasado.

Las dagas golpearon… y atravesaron al hombre como si no estuviera allí. El impulso la llevó a atravesar ella también la imagen y a tropezar.

Se giró, acuchillando de nuevo. Una vez más, las dagas atravesaron la imagen sin causarle ningún daño. Ni siquiera onduló ni se distorsionó.

Mi imagen de oro, pensó llena de frustración. Pude tocarla. ¿Por qué no puedo tocar esta?

Obviamente, no funcionaba de la misma manera. La sombra permaneció quieta, completamente ajena a sus ataques. Vin había pensado que, si mataba la versión pasada del lord Legislador, su forma presente moriría también. Por desgracia, el yo-pasado parecía tan insustancial como una sombra de atium.

Había fracasado.

Kar chocó contra ella, la agarró por los hombros con su poderosa tenaza de inquisidor y la hizo caer. Ambos rodaron por los escalones.

Vin gimió, avivando peltre. No soy la misma muchacha sin poderes que hiciste prisionera hace un rato, Kar, pensó con determinación dándole una patada cuando ambos golpearon el suelo, detrás del trono.

El inquisidor gruñó, la patada lo levantó y la soltó. La capa de bruma de Vin se le quedó entre las manos, pero ella se puso en pie y se escabulló.

—¡Inquisidores! —gritó el lord Legislador, poniéndose en pie—. ¡Venid a mí!

Vin gimió cuando la poderosa voz llenó de dolor sus oídos amplificados por el estaño.

Tengo que salir de aquí, pensó, tambaleándose. He de idear un nuevo modo de matarlo…

Kar la volvió a atrapar por atrás. Esta vez la rodeó por completo con los brazos y apretó. Vin gritó de dolor, avivó peltre y empujó hacia atrás, pero Kar la alzó en vilo. La agarró con destreza por el cuello con un brazo mientras le sujetaba los suyos a la espalda con el otro. Ella luchó con furia, debatiéndose y rebulléndose, pero la tenaza era fuerte. Trató de hacerlos caer a ambos con un súbito empujón de acero contra el picaporte de una puerta, pero el anclaje era demasiado débil y Kar apenas se tambaleó. Mantuvo su presa.

El lord Legislador se echó a reír mientras volvía a sentarse en su trono.

—Tendrás poco éxito contra Kar, niña. Fue soldado, hace muchos años. Sabe cómo sujetar a una persona para que no pueda soltarse, por fuerte que sea.

Vin continuó debatiéndose, jadeando en busca de aire. Las palabras del lord Legislador resultaron ser ciertas. Trató de darle un cabezazo a Kar, pero él estaba preparado. Oía junto a su oído su rápida respiración, casi… apasionada mientras la asfixiaba. En el reflejo de la ventana vio que la puerta que tenían detrás se abría. Otro inquisidor entró en la sala, sus clavos brillando en el espejo distorsionado, su túnica oscura agitándose.

Es el final, pensó Vin en un momento surrealista, contemplando las brumas que entraban por la ventana rota y se extendían por el suelo ante ella. Curiosamente no se enroscaron a su alrededor como solían hacer… Como si algo las mantuviera alejadas. Le pareció un epitafio a su derrota.

Lo siento, Kelsier. Te he fallado.

El segundo inquisidor se colocó junto a su compañero, tendió la mano y sacó algo de la espalda de Kar.

Vin cayó inmediatamente al suelo, jadeando. Rodó y se recuperó gracias al peltre.

Kar se cernía sobre ella, tambaleándose. Entonces se desplomó flácido a un lado. El segundo inquisidor se hallaba tras él sosteniendo lo que parecía ser un gran clavo de metal como los que los inquisidores tenían en los ojos.

Vin observó el cuerpo inmóvil de Kar. La parte trasera de su túnica estaba rasgada y dejaba al descubierto un agujero ensangrentado entre los omóplatos. Un agujero en el que cabía un clavo de metal. El rostro lleno de cicatrices de Kar estaba pálido. Sin vida.

¡Otro clavo!, pensó asombrada Vin. El otro inquisidor se lo ha arrancado de la espalda a Kar y ha muerto. ¡Ese es el secreto!

—¿Qué? —gritó el lord Legislador, incorporándose. El brusco movimiento volcó el trono. El sillón de piedra cayó por los escalones, mellando y quebrando el mármol—. ¡Traición! ¡De uno de los míos!

El nuevo inquisidor corrió hacia el lord Legislador. Mientras lo hacía su capucha cayó hacia atrás, permitiendo a Vin ver su cabeza calva. Había algo familiar en el rostro del recién llegado a pesar de los clavos que asomaban por delante y de las horribles puntas que sobresalían de su cráneo. A pesar de la cabeza calva y la ropa extraña, el hombre se parecía un poco a Kelsier.

No, comprendió. A Kelsier no.

¡Marsh!

Marsh subió los escalones de dos en dos, moviéndose con la velocidad sobrenatural de los inquisidores. Vin se puso en pie sacudiéndose los efectos del estrangulamiento al que había sido sometida. Su sorpresa, sin embargo, era más difícil de disipar. Marsh estaba vivo.

Marsh era un inquisidor.

Los inquisidores no lo estaban investigando porque sospecharan de él. ¡Pretendían reclutarlo! Y ahora parecía dispuesto a enfrentarse al lord Legislador. ¡Tengo que ayudar! Tal vez… tal vez él conozca el secreto para matar al lord Legislador. ¡Después de todo, ha averiguado cómo matar a un inquisidor!

Marsh llegó a la tarima.

—¡Inquisidores! —gritó el lord Legislador—. ¡Venid a…!

El lord Legislador se quedó inmóvil porque vio algo en la puerta. En el suelo había un montón de clavos de acero como el que Marsh había arrancado de la espalda de Kar. Por lo visto eran siete.

Marsh sonrió y curiosamente su sonrisa parecía una de las de Kelsier. Vin llegó al pie de la tarima y se empujó con una moneda, lanzándose hacia lo alto de la plataforma.

El horrible poder absoluto de la furia del lord Legislador la alcanzó a medio camino. La depresión, la asfixia de su alma se abrió paso a través de su cobre, golpeándola como una fuerza física. Avivó cobre, jadeando, pero no pudo apartar del todo al lord Legislador de sus emociones.

Marsh se tambaleó levemente y el lord Legislador descargó contra él un revés muy similar al que había matado a Kelsier. Por fortuna, Marsh se recuperó a tiempo para esquivarlo. Giró alrededor del lord Legislador y extendió el brazo para agarrar por detrás la negra túnica del emperador. Tiró, desgarrándola.

Marsh se detuvo. La expresión de sus ojos claveteados era ilegible. El lord Legislador se volvió, le dio un codazo en el estómago y lo lanzó al otro lado de la sala. Cuando se volvió, Vin pudo ver lo que había visto Marsh.

Nada. Una espalda normal, aunque musculosa. Al contrario que los inquisidores, el lord Legislador no tenía un clavo atravesándole la espina dorsal.

Ay, Marsh… pensó Vin, abatida. Había sido una idea inteligente, mucho más que su estúpido intento con el Undécimo metal. Sin embargo, había resultado igualmente inútil.

Marsh golpeó el suelo, su cabeza resonó y luego se deslizó hasta la pared del fondo y quedó inmóvil contra la enorme ventana.

—¡Marsh! —gritó Vin. Saltó y se empujó hacia él. Sin embargo, mientras volaba, el lord Legislador alzó la mano, ausente.

Vin sintió algo poderoso chocar contra ella. Pareció un empujón de acero contra los metales de su estómago, pero naturalmente eso era imposible. Kelsier le había asegurado que ningún alomántico podía influir en los metales que estuvieran en el cuerpo de nadie.

Pero también había dicho que ningún alomántico era capaz de influir en las emociones de una persona que estuviera quemando cobre.

Las monedas arrojadas antes volaron por el suelo, alejándose del lord Legislador. Las puertas se soltaron de sus goznes, rompiéndose y apartándose de la sala. Increíblemente, incluso trozos de vidrio de colores temblaron y se alejaron de la tarima.

Y Vin fue arrojada a un lado mientras los metales de su estómago amenazaban con ser arrancados de su cuerpo. Chocó contra el suelo y el golpe estuvo a punto de dejarla inconsciente. Se quedó allí, aturdida, mareada, confusa, incapaz de pensar más que en una cosa.

Cuánto poder…

Las monedas sonaron cuando el lord Legislador bajó de su estrado. Se movió con lentitud, despojándose de su capa rota y su camisa, hasta quedar desnudo de cintura para arriba. Las joyas brillaban en sus dedos y muñecas. Vin advirtió que varios finos brazaletes perforaban la piel de sus antebrazos.

Astuto, pensó, esforzándose por ponerse en pie. Los lleva para impedir que empujen o tiren de él.

El lord Legislador sacudió apenado la cabeza y sus pasos abrieron estelas en la fría bruma que entraba por la ventana rota. Parecía muy joven, musculoso, hermoso de rostro. Vin sintió el poder de su alomancia quebrar sus emociones apenas protegidas por el cobre.

—¿Qué intentabas, niña? —preguntó tranquilamente el lord Legislador—. ¿Derrotarme? ¿Soy acaso un inquisidor corriente, mis poderes, dones concedidos?

Vin avivó peltre. Luego se dio la vuelta y echó a correr con la intención de recoger a Marsh y atravesar el cristal de un salto.

Pero él ya estaba allí, moviéndose a tal velocidad que la furia de los vientos de un tornado habría parecido lenta. Ni siquiera avivando peltre al máximo logró Vin ganarle. Casi parecía indiferente cuando la agarró por el hombro y tiró hacia atrás.

La manejó como a una muñeca, arrojándola contra una de las enormes columnas de la sala. Vin buscó desesperadamente un ancla, pero él había expulsado todo el metal de la habitación. Excepto…

Tiró de uno de los brazaletes del lord Legislador, uno que no perforaba su piel. Él alzó inmediatamente el brazo, esquivando su tirón, haciéndola girar torpemente en el aire. La golpeó con otro de sus poderosos empujones, lanzándola de espaldas. Los metales de su estómago se retorcieron, el cristal se estremeció y el pendiente de su madre salió despedido de su oreja.

Trató de girar y golpear con los pies, pero chocó con la columna de piedra a una velocidad terrible y el peltre le falló. Oyó un crujido espantoso y una puñalada de dolor le recorrió la pierna derecha.

Se desplomó. No tuvo fuerzas para mirar, pero la agonía de su torso le decía que su pierna colgaba rota bajo su cuerpo, doblada en un ángulo imposible.

El lord Legislador sacudió la cabeza. No, supo Vin, no le preocupaba llevar joyas. Considerando sus habilidades y su fuerza, había que estar muy loco, como Vin, para tratar de usar las propias joyas del lord Legislador como anclaje. Eso le había permitido controlar sus saltos.

Él dio un paso al frente, aplastando cristales rotos.

—¿Crees que esta es la primera vez que alguien intenta matarme, niña? He sobrevivido a incendios y decapitaciones. Me han apuñalado y cortado, aplastado y desmembrado. Incluso me desollaron una vez, casi al principio.

Se volvió hacia Marsh, sacudiendo la cabeza. Curiosamente, la primera impresión que el lord Legislador había causado a Vin regresó. Parecía… cansado. Incluso exhausto. No su cuerpo, que seguía siendo musculoso. Sino su… aire. Vin trató de ponerse en pie usando la columna de piedra para apoyarse.

—Yo soy Dios —dijo él.

Tan diferente del hombre humilde del libro.

—No se puede matar a Dios. No se puede derrocar a Dios. Tu rebelión… ¿crees que no la he visto antes? ¿Crees que no he destruido a ejércitos enteros yo solo? ¿Qué hace falta para que dejéis de dudar? ¿Cuántos siglos debo demostraros lo que soy antes de que los idiotas skaa veáis la verdad? ¿A cuántos he de matar?

Vin gritó cuando movió la pierna. Avivó peltre, pero los ojos se le llenaron de lágrimas de todas formas. Se estaba quedando sin metales. Su peltre se agotaría pronto y era imposible que se mantuviera consciente sin él. Se desplomó contra la columna mientras la alomancia del lord Legislador presionaba contra ella. La pierna le latía de dolor.

Es demasiado fuerte, pensó con desesperación. Tiene razón. Es Dios. ¿En qué estábamos pensando?

—¿Cómo te atreves? —preguntó el lord Legislador, agarrando con una mano enjoyada el cuerpo flácido de Marsh, que gimió levemente intentando alzar la cabeza.

—¿Cómo te atreves? —repitió—. ¿Después de lo que os he dado? ¡Os hice superiores a los hombres corrientes! ¡Os hice dominantes!

Vin levantó la cabeza. A través de la bruma de dolor y desesperación algo disparó un recuerdo en su interior.

Sigue diciendo… sigue diciendo que los suyos deberían ser los dominantes…

Buscó en su interior, sintiendo su última reserva de Undécimo metal. Lo quemó, mirando a través de unos ojos cuajados de lágrimas cómo el lord Legislador alzaba en vilo a Marsh con una sola mano.

El yo-pasado del lord Legislador apareció junto a él. Un hombre con capa de piel y gruesas botas, un hombre con barba y fuertes músculos. No un aristócrata ni un tirano. No un héroe, ni siquiera un guerrero. Un hombre vestido para vivir en las frías montañas. Un pastor.

O, tal vez, un porteador.

—Rashek —susurró Vin.

El lord Legislador se volvió hacia ella, sorprendido.

—Rashek —repitió Vin—. Ese es tu nombre, ¿verdad? No eres el hombre que escribió el libro de viajes. No eres el héroe que fue enviado a proteger al pueblo… Eres su criado. El porteador que lo odiaba. —Calló un instante—. Tú… lo mataste —susurró—. ¡Eso es lo que sucedió aquella noche! ¡Por eso el libro termina tan bruscamente! Mataste al héroe y ocupaste su lugar. Entraste en la caverna y reclamaste el poder para ti. Pero… en vez de salvar al mundo, te hiciste con el control.

—¡No sabes nada! —gritó él, todavía sosteniendo en una mano el cuerpo flácido de Marsh—. ¡No sabes nada de eso!

—Lo odiabas —dijo Vin—. Pensabas que un terrisano debería haber sido el héroe. No pudiste soportar el hecho de que él, un hombre del país que había oprimido al tuyo, estuviera haciendo realidad vuestras propias leyendas.

El lord Legislador alzó una mano y Vin sintió de pronto un peso imposible contra ella. Alomancia, empujando los metales de su estómago y su cuerpo, amenazando con aplastarla contra las columnas. Gritó, avivando sus restos de peltre, debatiéndose por permanecer consciente. Las brumas se enroscaban a su alrededor tras entrar por la ventana rota y extenderse por el suelo.

En el exterior, a través de la ventana rota, oyó algo resonando débilmente en el aire. Parecían… Parecían gritos. Gritos de alegría, miles a coro. Era casi como si la estuvieran vitoreando.

¿Qué importa?, pensó. Conozco el secreto del lord Legislador, pero ¿de qué sirve saber que era un porteador, un criado, un terrisano?

Un feruquimista.

Volvió a mirarlo y de nuevo, en su aturdimiento, vio el par de brazaletes que brillaban en los antebrazos del lord Legislador. Brazaletes de metal, brazaletes que perforaban la piel en algunos puntos. Para… para que no pudieran verse afectados por la alomancia. ¿Por qué hacer eso? Supuestamente que llevara metal era una bravata. No le preocupaba que la gente tirara o empujara de sus metales.

O eso era lo que decía. Pero ¿y si todos los otros metales que llevaba, los anillos, los brazaletes, la moda que había contagiado a la nobleza no fueran más que una simple distracción?

Una distracción para impedir que la gente se fijara en aquel par de brazaletes que se enroscaban alrededor de sus antebrazos. ¿Podía ser tan fácil?, pensó mientras el peso del lord Legislador amenazaba con aplastarla.

Su peltre casi se había agotado. Apenas era capaz de pensar. Sin embargo, quemó hierro. El lord Legislador podía penetrar las nubes de cobre. Ella también. Eran iguales, en cierto modo. Si él podía influir en los metales que estaban dentro del cuerpo de una persona, entonces ella también.

Avivó hierro. Aparecieron líneas azules apuntando a los anillos y brazaletes del lord Legislador: a todos menos a los de sus antebrazos, los que le perforaban la piel.

Vin quemó hierro concentrándose, empujando tan fuerte como pudo. Mantuvo el peltre avivado, esforzándose por no ser aplastada y supo de algún modo que ya no respiraba La fuerza que la atenazaba era demasiado terrible. No conseguía que su pecho subiera y bajara.

La bruma giraba a su alrededor bailando a causa de su alomancia. Se estaba muriendo. Lo sabía. Apenas notaba ya el dolor. Estaba siendo aplastada. Asfixiada.

Recurrió a las brumas.

Aparecieron dos nuevas líneas. Gritó, tirando con una fuerza para ella desconocida hasta entonces. Avivó su hierro más y más, mientras el propio empujón del lord Legislador le daba el asidero necesario para tirar de sus brazaletes. Furia, desesperación y agonía se mezclaron en su interior. El tirón se convirtió en su único foco.

El peltre se agotó.

¡Mató a Kelsier!

Los brazaletes se soltaron. El lord Legislador dejó escapar un grito de dolor, un sonido débil y lejano a los oídos de Vin. El peso de repente la soltó. Vin cayó al suelo, jadeando, con la visión nublada. Los brazaletes ensangrentados golpearon el suelo, libres, y resbalaron por el mármol para aterrizar a su lado. Alzó la cabeza usando estaño para despejar su visión.

El lord Legislador estaba de pie en el mismo lugar que antes, con los ojos abiertos de terror, los brazos cubiertos de sangre. Dejó caer a Marsh al suelo y corrió hacia ella y los brazaletes que le habían sido arrancados. Sin embargo, con sus últimas fuerzas, sin peltre ya, Vin empujó los brazaletes lanzándolos más allá del lord Legislador, que se volvió horrorizado para ver cómo estos salían volando por el ventanal roto.

En la distancia, el sol asomó por el horizonte. Los brazaletes cayeron ante su luz roja y destellaron un momento antes de precipitarse a la ciudad.

¡No! —gritó el lord Legislador, avanzando hacia la ventana.

Sus músculos se volvieron flácidos, desinflándose como habían hecho los de Sazed. Se giró hacia Vin, furioso, pero su cara ya no era la de un joven. Era de mediana edad y sus rasgos maduraban.

Dio un paso hacia la ventana. Su pelo encaneció y se le formaron arrugas alrededor de los ojos, como diminutas telarañas.

Su siguiente paso fue vacilante. Empezó a temblar bajo la carga de la vejez, con la espalda encorvada, la piel ajada, el pelo escaso.

Luego se desplomó.

Vin se echó hacia atrás, la mente nublada por el dolor. Se quedó allí tendida durante… un rato. No podía pensar.

—¡Señora! —dijo una voz. Sazed apareció a su lado, la frente perlada de sudor. Le vertió algo en la garganta y ella tragó.

Su cuerpo supo qué hacer. Avivó peltre por instinto, reforzándose. Avivó estaño y el súbito aumento de sensibilidad la despertó. Jadeó, mirando el rostro preocupado de Sazed.

—Cuidado, mi señora —dijo él, inspeccionando su pierna—. El hueso está roto, aunque parece que solo por un sitio.

—Marsh —dijo ella, agotada—. Atiende a Marsh.

—¿Marsh? —preguntó Sazed. Entonces vio al inquisidor que se agitaba levemente en el suelo.

—¡Por los Dioses Olvidados! —dijo Sazed, corriendo al lado del hombre, que gimió, sentándose. Se frotó el estómago con una mano.

—¿Qué… ha…?

Vin miró la forma ajada en el suelo, no muy lejos de él.

—Es él. El lord Legislador. Está muerto.

Sazed frunció el ceño con curiosidad y se puso en pie. Llevaba una túnica marrón y había traído una sencilla lanza de madera. Vin sacudió la cabeza al ver un arma tan pobre para enfrentarse a la criatura que casi los había matado a Marsh y a ella.

Naturalmente. En cierto modo todos éramos igualmente inútiles. Deberíamos estar muertos nosotros, no el lord Legislador.

Le he arrancado los brazaletes. ¿Por qué? ¿Por qué puedo hacer las cosas que él podía hacer?

¿Por qué soy diferente?

—Señora… —dijo Sazed lentamente—. No está muerto, creo. Sigue… todavía vivo.

—¿Qué?

Vin apenas podía pensar. Ya habría tiempo para resolver sus dudas más tarde. Sazed tenía razón: el envejecido cuerpo no estaba muerto. Se movía penosamente, de hecho, arrastrándose hacia la ventana rota por donde habían caído sus brazaletes.

Marsh se puso en pie a trompicones, rechazando las atenciones de Sazed.

—Sanaré rápido. Atiende a la muchacha.

—Ayúdame a levantarme —dijo Vin.

—Señora… —desaprobó Sazed.

—Por favor, Sazed.

Él suspiró y le tendió la lanza de madera.

—Toma, apóyate en esto.

Ella la tomó y el terrisano la ayudó a ponerse en pie.

Vin se apoyó en la lanza y avanzó cojeando con Marsh y Sazed hacia el lord Legislador, que había llegado arrastrándose al borde de la sala y contemplaba la ciudad por la ventana destrozada.

Los pasos de Vin resonaron sobre los cristales. La gente volvió a vitorear abajo, aunque ella no podía verla ni sabía por qué aplaudía.

—Escucha —dijo Sazed—. Escucha, tú que habrías sido nuestro dios. ¿Los oyes vitorear? Esos aplausos no son por ti: esta gente nunca te aplaudió. Han encontrado un nuevo líder esta noche, un nuevo orgullo.

—Mis… obligadores… —susurró el lord Legislador.

—Tus obligadores te olvidarán —dijo Marsh—. Yo me encargaré de eso. Los otros inquisidores han muerto por mi propia mano. Sin embargo, los prelados congregados te han visto transferir el poder al Cantón de la Inquisición. Soy el único inquisidor que queda en Luthadel. Ahora soy yo el que gobierna tu Iglesia.

—No… —susurró el lord Legislador.

Marsh, Vin y Sazed se detuvieron y contemplaron al anciano. A la luz del amanecer, Vin vio una multitud ante un gran podio alzando sus armas en signo de respeto.

El lord Legislador contempló la masa y pareció comprender por fin su fracaso. Miró de nuevo al grupo que lo había derrotado.

—No lo comprendéis —gimió—. No sabéis lo que hago por la humanidad. Era vuestro dios, aunque no pudierais comprenderlo. Al matarme, os habéis condenado…

Vin miró a Marsh y Sazed. Lentamente, cada uno de ellos asintió.

El lord Legislador había empezado a toser y parecía envejecer aún más.

Vin se apoyó en Sazed, con la mandíbula apretada por el dolor de la pierna rota.

—Te traigo un mensaje de un amigo nuestro —dijo fríamente—. Quería que supieras que no ha muerto. No se le puede matar.

»Es la esperanza.

Entonces alzó la lanza y la clavó directamente en el corazón del lord Legislador.

FIN DE LA QUINTA PARTE