Me siento muy cansado.
26
Vin estaba acostada en su cama en el taller de Clubs, sintiendo que la cabeza le latía.
Por fortuna, el dolor iba menguando. Todavía podía recordar haberse despertado aquella primera horrible mañana: el dolor fue tan fuerte que apenas podía pensar, mucho menos moverse. No sabía cómo Kelsier era capaz de continuar adelante, dirigiendo a los restos de su ejército a lugar seguro.
Hacía más de dos semanas de eso. Quince días enteros y todavía le dolía la cabeza. Kelsier decía que era bueno para ella. Sostenía que tenía que practicar su «recurso de peltre», entrenando a su cuerpo para funcionar más allá de lo que creía posible. Sin embargo, a pesar de lo que él decía, dudaba que algo que dolía tanto pudiera ser «bueno» para ella.
Naturalmente, era una habilidad útil. Lo reconocía, ahora que la cabeza no le dolía tanto. Kelsier y ella habían podido correr hasta el campo de batalla en un solo día. El viaje de regreso había durado dos semanas.
Vin se levantó y se desperezó, cansada. En realidad, habían vuelto hacía menos de un día. Kelsier debía de haberse pasado media noche en vela, explicando los acontecimientos a los demás miembros de la banda. Vin, sin embargo, se había sentido feliz de irse directa a la cama. Las noches pasadas durmiendo sobre la dura tierra le habían recordado que una cama cómoda era un lujo al que había empezado a acostumbrarse.
Bostezó, se frotó de nuevo las sienes, luego se puso una bata y entró en el cuarto de baño. Le alegró ver que los aprendices de Clubs se habían acordado de traerle una bañera. Cerró la puerta, se desnudó y se metió en el agua cálida y levemente perfumada. ¿De verdad que alguna vez le habían parecido molestos esos olores? Con el perfume pasaba menos desapercibida, cierto, pero eso parecía un precio muy bajo por librarse de la suciedad y la mugre que había acumulado durante el viaje.
Sin embargo, el pelo largo le seguía pareciendo un engorro. Se lo lavó y se lo desenredó, preguntándose cómo las mujeres de la corte podían soportar un pelo que les llegaba hasta la cintura. ¿Cuánto tiempo pasarían sentadas mientras una criada se lo peinaba y arreglaba? A Vin todavía no le llegaba a los hombros y ya le molestaba. Revoloteaba y le golpeaba la cara cuando saltaba, por no mencionar que proporcionaría a sus enemigos algo a lo que agarrarse.
Cuando terminó de bañarse, regresó a su habitación, se vistió con ropa cómoda y bajó las escaleras. Los aprendices trabajaban en el taller y las criadas en el piso superior, pero la cocina estaba en silencio. Clubs, Dockson, Ham y Brisa estaban desayunando. Alzaron la cabeza cuando Vin entró.
—¿Qué? —preguntó ella, huraña, deteniéndose en la puerta. El baño le había aliviado un poco el dolor de cabeza, pero todavía notaba una leve pulsación en la nuca.
Los cuatro hombres intercambiaron miradas. Ham habló primero.
—Estábamos discutiendo el estado del plan, ahora que nuestro patrón y nuestro ejército han desaparecido.
Brisa alzó una ceja.
—¿Estado? Qué forma tan interesante de expresarlo, Hammond. Yo habría dicho «impracticabilidad».
Clubs asintió y los cuatro se volvieron hacia ella, al parecer esperando su reacción.
¿Por qué les importa tanto lo que yo piense?, pensó Vin, entrando en la habitación y acercándose una silla.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Dockson, poniéndose en pie—. El servicio de Clubs ha preparado unos rollitos para…
—Cerveza —dijo Vin.
Dockson se quedó parado.
—Ni siquiera es mediodía.
—Cerveza. Ahora. Por favor.
Vin se inclinó hacia delante, cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos.
Ham tuvo el valor de echarse a reír.
—¿Resaca de peltre?
Vin asintió.
—Se te pasará.
—Si no me muero antes —gruñó Vin.
Ham volvió a reírse, pero la risa parecía forzada. Dox le tendió una jarra a Vin y luego se sentó, mirando a los demás.
—Bien, Vin. ¿Qué opinas tú?
—No lo sé —contestó ella con un suspiro—. El ejército era prácticamente el centro de todo, ¿no? Brisa, Ham y Yeden se pasaron un montón de tiempo reclutando; Dockson y Renoux se ocupaban de los suministros. Ahora que los soldados han muerto… Bueno, eso solo deja el trabajo de Marsh en el Ministerio y los ataques de Kell a la nobleza… y para eso no nos necesitan a ninguno. El equipo está de más.
Todos guardaron silencio.
—Tiene una forma deprimentemente brusca de expresarlo —dijo Dockson.
—Es típico de la resaca —comentó Ham.
—¿Cuándo has vuelto, por cierto? —preguntó Vin.
—Anoche, después de que te fueras a dormir. La Guarnición envió pronto de vuelta a los soldados temporales, para no tener que pagarnos.
—¿Siguen ahí fuera, entonces? —preguntó Dockson.
Ham asintió.
—Cazando al resto de nuestro ejército. La Guarnición de Luthadel relevó a las tropas de Valtroux, que estaban bastante maltrechas tras la batalla. La mayor parte de las tropas de Luthadel estará fuera una temporada todavía, buscando a los rebeldes. Al parecer, varios grupos grandes se separaron de nuestro ejército principal y huyeron antes de que empezara la batalla.
La conversación se sumió en otro silencio. Vin bebió cerveza, más por coraje que por creer que fuera a hacerla sentir mejor. Unos cuantos minutos después sonaron pasos en las escaleras.
Kelsier entró en la cocina.
—Buenos días a todos —dijo con su alegría de costumbre—. Rollitos otra vez, veo. Clubs, tienes que contratar unas cocineras con más imaginación.
A pesar del comentario, dio un gran bocado a un rollito. Luego sonrió agradablemente mientras se servía algo de beber.
El grupo permaneció en silencio. Los hombres se miraron. Kelsier se quedó de pie, apoyado contra la alacena mientras comía.
—Kell, tenemos que hablar —dijo Dockson por fin—. El ejército ha desaparecido.
—Sí —contestó Kelsier entre bocado y bocado—. Ya me he dado cuenta.
—El trabajo se acabó, Kelsier —dijo Brisa—. Fue un buen intento, pero fracasamos.
Kelsier hizo una pausa. Frunció el ceño bajando el rollito.
—¿Fracasar? ¿Qué te hace decir eso?
—El ejército ha desaparecido, Kell —dijo Ham.
—El ejército era solamente una pieza de nuestros planes. Hemos tenido un contratiempo, sí…, pero no hemos terminado.
—¡Por todos los diablos, hombre! —exclamó Brisa—. ¿Cómo puedes estar ahí plantado tan alegre? Nuestros hombres han muerto. ¿Es que no te importa?
—Me importa, Brisa —contestó Kelsier, solemne—. Pero lo hecho, hecho está. Tenemos que seguir adelante.
—¡Exactamente! —dijo Brisa—. Seguir adelante y olvidar este descabellado «trabajo» tuyo. Es hora de renunciar. ¡Sé que no te gusta, pero es la pura verdad!
Kelsier dejó su plato en la encimera.
—No me aplaques, Brisa. Nunca me aplaques.
Brisa vaciló, la boca entreabierta.
—Bien —dijo por fin—. No usaré la alomancia: solo usaré la verdad. ¿Sabes qué creo? Creo que tu intención no fue nunca apoderarte del atium.
»Nos has estado utilizando. Nos prometiste riquezas para que nos uniéramos a ti, pero nunca tuviste intención de hacernos ricos. Todo esto es por tu ego…, por convertirte en el jefe de bandas más famoso que haya existido jamás. Por eso has estado divulgando esos rumores, haciendo todos esos reclutamientos. Has conocido la riqueza…, ahora quieres convertirte en una leyenda.
Brisa guardó silencio, la mirada llena de reproche. Kelsier permaneció en pie, cruzado de brazos, mirando al grupo. Varios apartaron la mirada, mostrando en la vergüenza de sus ojos que habían pensado lo que Brisa estaba diciendo. Vin era uno de ellos. El silencio continuó, mientras todos esperaban una negativa.
Volvieron a sonar pasos en las escaleras y Fantasma irrumpió en la cocina.
—¡En voluntando el cuidado y en depie pa ver! ¡Una reunión, en la plaza de la Fuente!
Kelsier no pareció sorprendido por el anuncio del muchacho.
—¿Una reunión en la plaza de la Fuente? —dijo Ham lentamente—. Eso significa…
—Vamos —dijo Kelsier, irguiéndose—. Tenemos que ir a ver.
—Preferiría no hacer esto, Kell —dijo Ham—. Evito estas cosas por un motivo.
Kelsier lo ignoró. Se puso a la cabeza del grupo. Todos ellos (incluido Brisa) iban vestidos con ropajes y capas vulgares de skaa. Había empezado a nevar ceniza y los copos revoloteaban en el cielo, como hojas caídas de un árbol invisible.
Montones de skaa ocupaban la calle, la mayoría obreros de las fábricas o las fundiciones. Vin solo conocía un motivo por el que los obreros eran enviados a reunirse en la plaza central de la ciudad.
Ejecuciones.
Nunca había asistido a una. Todos los hombres de la ciudad, skaa o nobles, debían asistir a las ceremonias de ejecución, pero las bandas de ladrones sabían cómo permanecer ocultas. Sonaban campanas a lo lejos, anunciando el evento, y los obligadores vigilaban en las aceras de las calles. Entrarían en las fábricas, fraguas y casas buscando a aquellos que desoyeran la llamada, castigándolos con la muerte. Reunir a tantísima gente era una labor enorme; pero, en cierto modo, hacer cosas así solo servía para demostrar lo poderoso que era el lord Legislador.
Las calles se abarrotaron aún más mientras la banda se acercaba a la plaza de la fuente. Los tejados de los edificios estaban repletos y la gente llenaba las calles, empujando. Es imposible que quepan todos. Luthadel no era como la mayoría de las ciudades: su población era enorme. Incluso solo con la asistencia de los hombres, era imposible que todo el mundo pudiera ver las ejecuciones.
Sin embargo, seguían acudiendo. En parte porque se les exigía, en parte porque no tenían que trabajar mientras las contemplaban y, en parte, sospechaba Vin, porque tenían la misma curiosidad morbosa que todos los hombres.
Mientras la muchedumbre aumentaba, Kelsier, Dockson y Ham empezaron a abrirse paso entre los curiosos. Algunos de los skaa los miraron con resentimiento, aunque muchas de aquellas miradas eran solo turbias y complacientes. Algunos parecían sorprendidos, incluso entusiasmados, cuando vieron a Kelsier, aunque no mostraba sus cicatrices. Esos se apartaron ansiosamente.
Por fin llegaron a la fila de edificios que rodeaban la plaza. Kelsier escogió uno, indicándolo con un gesto, y Dockson avanzó. Un hombre apostado en la puerta trató de bloquearles el camino, pero Dox señaló hacia el tejado y luego sopesó su bolsa. Unos minutos más tarde, tenían todo el terrado para ellos.
—Ahúmanos, por favor, Clubs —dijo Kelsier en voz baja.
El artesano asintió y volvió invisible al grupo a los sentidos alománticos. Vin se acercó al borde del terrado y apoyó las manos sobre la barandilla de piedra mientras escrutaba la plaza.
—Tanta gente…
—Has vivido en ciudades siempre, Vin —dijo Ham, a su lado—. Sin duda habrás visto multitudes.
—Sí, pero…
¿Cómo podía explicarlo? La masa apretujada y cambiante no se parecía a nada que hubiera visto jamás. Era enorme, casi infinita, y ocupaba todas las calles que confluían en la plaza central. Los skaa estaban tan apretujados que se preguntó cómo tenían espacio para respirar.
Los nobles ocupaban el centro de la plaza, separados de los skaa por los soldados. Estaban cerca de la fuente central, que se alzaba unos cinco palmos sobre el resto de la plaza. Alguien había construido asientos para la nobleza, y allí estaban, como si asistieran a una representación teatral o a una carrera de caballos. Muchos iban acompañados de criados que sujetaban parasoles para protegerlos de la ceniza, pero caía tan poca que algunos ni siquiera le prestaron la menor atención.
Junto a los nobles se hallaban los obligadores: los regulares, de gris; los inquisidores, de negro. Vin se estremeció. Había ocho inquisidores, sus formas larguiruchas destacándose una cabeza por encima de los obligadores. Pero no era solo la estatura lo que separaba a las oscuras criaturas de sus primos. Había un aire, una postura distintiva en los inquisidores de acero.
Vin se puso a estudiar a los obligadores normales. La mayoría se pavoneaba con sus túnicas administrativas: cuanto más alta era su posición, mejor era la túnica. Vin entornó los ojos, quemó estaño y reconoció un rostro moderadamente familiar.
—Allí —dijo, señalando—. Ese es mi padre.
Kelsier se asomó.
—¿Dónde?
—En la primera fila de los obligadores. El bajo con la capucha dorada.
Kelsier guardó silencio.
—¿Ese es tu padre? —preguntó por fin.
—¿Quién? —preguntó Dockson, entornando los ojos—. No les distingo la cara.
—Tevidian —dijo Kelsier.
—¿El sumo prelado? —preguntó Dockson, sorprendido.
—¿Qué? ¿Quién es ese? —quiso saber Vin.
Brisa se echó a reír.
—El sumo prelado es el jefe del Ministerio, querida. Es el más importante de los obligadores del lord Legislador: a efectos prácticos, posee un rango aún más alto que los inquisidores.
Vin se sentó, aturdida.
—El sumo prelado —murmuró Dockson, sacudiendo la cabeza—. Esto no hace más que mejorar.
—¡Mirad! —señaló de pronto Fantasma.
La multitud de skaa empezó a agitarse. Vin había supuesto que estaban demasiado apretujados para moverse, pero al parecer estaba equivocada. La gente empezó a abrir un amplio pasillo que conducía a la plataforma central.
¿Qué puede hacerles…?
Entonces lo sintió. El opresivo aturdimiento, como una enorme manta encima que le quitara el aire y le robara la voluntad. Inmediatamente quemó cobre. Sin embargo, como antes, le pareció que podía sentir al lord Legislador aplacando a pesar del metal. Lo sintió acercarse, tratar de hacerle perder toda su voluntad, todo su deseo, toda fuerza y emoción.
—Viene —susurró Fantasma, agachándose junto a ella.
Un carruaje negro tirado por una pareja de enormes caballos blancos apareció en una calle lateral. Recorrió el pasillo dejado por los skaa, moviéndose con una sensación de… inexorabilidad. Vin vio a varias personas apretujadas a su paso y sospechó que, si alguien caía ante el carruaje, el vehículo lo aplastaría sin ni siquiera detenerse.
Los skaa se apretaron un poco más mientras llegaba el lord Legislador, una ola visible barrió la multitud y la postura de la gente denotaba el sometimiento de sentir su poderosa fuerza aplacadora. El rugido de fondo de susurros y charlas se apagó y un silencio sobrenatural se apoderó de la enorme plaza.
—Es tan poderoso —dijo Brisa—. Incluso al máximo de mi poder, yo solo puedo aplacar a un par de cientos de hombres. ¡Aquí tiene que haber decenas de miles!
Fantasma se asomó a la barandilla.
—Te da ganas de caerte. Solo por dejar…
Entonces se detuvo. Sacudió la cabeza como si despertara. Vin frunció el ceño. Algo era diferente. Probó a apagar su cobre y se dio cuenta de que ya no sentía el poder aplacador del lord Legislador. La sensación de horrible depresión, de carencia y vacío había desaparecido extrañamente. Fantasma alzó la cabeza y el resto de los miembros de la banda se irguió un poco más.
Vin miró alrededor. Los skaa de abajo no parecían haber notado el cambio. Sin embargo, sus amigos…
Sus ojos encontraron a Kelsier. El jefe de la banda permanecía erguido, contemplando con decisión el carruaje que se acercaba, con una expresión de concentración en el rostro.
Está encendiendo nuestras emociones, comprendió Vin. Está contrarrestando el poder del lord Legislador. Era obviamente una dura pugna de Kelsier por proteger a su pequeño grupo.
Brisa tiene razón, pensó Vin. ¿Cómo podemos combatir algo así? ¡El lord Legislador está aplacando a cien mil personas a la vez!
Pero Kelsier siguió esforzándose. Por si acaso, Vin encendió su cobre. Luego quemó cinc y trató de ayudar a Kelsier, encendiendo las emociones de los que tenía cerca. Parecía como si estuviera tirando de una enorme pared inmóvil. Sin embargo, debió de servir de algo, porque Kelsier se relajó ligeramente y le dirigió una mirada de agradecimiento.
—Mirad —dijo Dockson, casi con toda seguridad ajeno a la batalla invisible que había tenido lugar a su alrededor—. Los carros de los prisioneros.
Señaló un grupo de diez carros con barrotes que seguían al del lord Legislador.
—¿Reconocéis a alguno? —preguntó Ham, inclinándose hacia delante.
—No soy de los en vedores —respondió Fantasma, inquieto—. Tío, ¿estás en quemando?
—Sí, mi cobre está encendido —dijo Clubs—. Estás a salvo. Estamos tan lejos del lord Legislador que no importa, de todas formas. La plaza es enorme.
Fantasma asintió y empezó a quemar estaño. Un momento después, sacudió la cabeza.
—No en reconozco a ninguno.
—No estuviste presente en gran parte del reclutamiento, Fantasma —dijo Ham, forzando la vista.
Kelsier se subió a la cornisa y se protegió los ojos con una mano.
—Puedo ver a los prisioneros. No, no reconozco ninguna cara. No son soldados cautivos.
—¿Quiénes, entonces? —preguntó Ham.
—Parece que son mujeres y niños.
—¿Las familias de los soldados? —preguntó Ham, horrorizado.
Kelsier sacudió la cabeza.
—Lo dudo. No han tenido tiempo para identificar a los skaa muertos.
Ham frunció el ceño, confundido.
—Gente al azar, Hammond —dijo Brisa con un suspiro—. Ejemplos… Ejecuciones aleatorias para castigar a los skaa por albergar rebeldes en su seno.
—No, ni siquiera eso —dijo Kelsier—. Dudo que el lord Legislador sepa siquiera, ni le importe, que la mayoría de esos hombres fueron reclutados aquí, en Luthadel. Debe de imaginarse que se ha tratado de otra rebelión campesina. Esto… esto es solo una forma de recordarle a todo el mundo quién tiene el control.
El carruaje del lord Legislador subió por una plataforma hasta el patio central. El ominoso vehículo se detuvo en el centro exacto de la plaza, pero el lord Legislador permaneció en su interior.
Los carros de los prisioneros se detuvieron y un grupo de obligadores y soldados empezaron a hacer bajar a sus ocupantes. Seguía cayendo ceniza negra cuando el primer grupo de prisioneros, la mayoría debatiéndose débilmente, fueron arrastrados hacia la plataforma elevada central. Un inquisidor dirigía el trabajo, indicando que los prisioneros fueran congregados junto a cada una de las cuatro fuentes en forma de cuenco de la plataforma.
Cuatro prisioneros fueron obligados a arrodillarse, uno junto a cada una de las fuentes, y cuatro inquisidores alzaron hachas de obsidiana. Las cuatro hachas cayeron y cuatro cabezas rodaron. Los cuerpos, todavía sujetos por los soldados, vaciaron su sangre en los cuencos de las fuentes.
Las fuentes empezaron a manar rojas. Los soldados arrojaron los cadáveres y trajeron a otras cuatro personas.
Fantasma apartó la mirada, asqueado.
—¿Por qué… por qué no hace nada Kelsier? ¿Para en salvarlos, quiero decir?
—No seas necio —dijo Vin—. Hay ocho inquisidores ahí abajo… por no mencionar al mismísimo lord Legislador. Kelsier sería un idiota si intentara algo.
Aunque no me sorprendería que lo considerara, pensó, recordando que Kelsier había estado dispuesto a enfrentarse a un ejército entero él solo. Miró a un lado. Parecía que Kelsier se estaba obligando a contenerse, agarrándose con las manos lívidas a la chimenea que tenía al lado, para no correr a impedir las ejecuciones.
Fantasma se arrastró al otro lado del tejado, donde poder vomitar sin rociar de bilis a la gente de abajo. Ham gimió, e incluso Clubs pareció entristecido. Dockson observaba con solemnidad, como si ser testigo de las muertes fuera una especie de vigilia. Brisa solo sacudía la cabeza.
Kelsier, sin embargo… Kelsier estaba furioso. Tenía la cara roja, los músculos tensos, los ojos en llamas.
Cuatro muertes más, una de ellas de un niño.
—Esto —dijo Kelsier, indicando furioso la plaza central—. Esto es nuestro enemigo. No hay cuartel, no hay vuelta atrás. No es un trabajo sencillo, no es algo que podamos descartar cuando nos encontremos con unos cuantos contratiempos inesperados.
Cuatro muertes más.
—¡Miradlos! —exigió Kelsier, señalando los palcos llenos de nobles. La mayoría de ellos parecían aburridos y unos cuantos incluso parecían estar divirtiéndose, y se volvían y bromeaban entre sí mientras las decapitaciones continuaban.
—Sé que dudáis de mí —dijo Kelsier, volviéndose hacia el grupo—. Creéis que he sido demasiado duro con los nobles, creéis que me gusta demasiado matarlos. Pero ¿podéis sinceramente ver a esos hombres reír y decirme que no se merecen morir por mi espada? Solo hago justicia.
Cuatro muertes más.
Vin escrutó los palcos con ojos ansiosos amplificados por el estaño. Encontró a Elend sentado entre un grupo de jóvenes. Ninguno reía, y no eran los únicos. Cierto, muchos de los nobles hacían bromas, pero había una pequeña minoría que parecía horrorizada.
—Brisa —continuó Kelsier—, me preguntaste por el atium. Seré sincero. Nunca fue mi objetivo principal: reuní a este grupo porque quería cambiar las cosas. Nos apoderaremos del atium, lo necesitaremos para apoyar un nuevo gobierno, pero este trabajo no es para que yo me haga rico, ni ninguno de vosotros.
»Yeden está muerto. Era nuestra excusa, un modo de poder hacer algo bueno mientras seguíamos fingiendo ser solo ladrones. Ahora que ya no está, podéis renunciar, si queréis. Renunciad. Pero eso no cambiará nada. La lucha continuará. Seguirán muriendo hombres. La única diferencia estribará en que, esta vez, lo estaréis ignorando.
Cuatro muertes más.
—Es hora de detener esta charada —dijo Kelsier, mirándolos uno a uno—. Si vamos a hacerlo, tenemos que ser sinceros y leales unos con otros. Tenemos que admitir que no es por dinero. Es para detener eso.
Señaló el patio con sus fuentes rojas, un signo visible de muerte para los miles de skaa que estaban demasiado lejos para ver lo que estaba sucediendo.
—Pretendo continuar mi lucha —dijo Kelsier suavemente—. Me doy cuenta de que algunos cuestionáis mi liderazgo. Creéis que me he estado haciendo demasiada propaganda entre los skaa. Susurráis que me estoy convirtiendo en otro lord Legislador… Creéis que mi ego es más importante para mí que derrocar al imperio.
Calló, y Vin vio culpa en los ojos de Dockson y los demás. Fantasma se reunió con el grupo, todavía con mala cara.
Cuatro muertes más.
—Os equivocáis —dijo Kelsier en voz baja—. Tenéis que confiar en mí. Me ofrecisteis vuestra confianza cuando comenzamos este plan, a pesar de lo peligroso que parecía. ¡Sigo necesitando esa confianza! ¡No importa lo que parezca, no importa lo terribles que sean las probabilidades en contra, tenemos que seguir luchando!
Cuatro muertes más.
El grupo se volvió lentamente hacia Kelsier. Contrarrestar la presión del lord Legislador sobre sus emociones ya no parecía difícil para Kelsier, aunque Vin había dejado que se apagase su cinc.
Tal vez… tal vez pueda lograrlo, pensó Vin, a su pesar. Si alguna vez había existido un hombre que pudiera derrotar al lord Legislador, era Kelsier.
—No os elegí por vuestra competencia, aunque sois ciertamente hábiles —dijo Kelsier—. Os elegí a cada uno específicamente porque sabía que sois hombres con conciencia. Ham, Brisa, Dox, Clubs… Sois hombres con fama de honradez, incluso de caridad. Sabía que, si este plan iba a tener éxito, necesitaría a hombres que se preocuparan.
»No, Brisa, esto no es por los cuartos ni por la gloria. Esto es una guerra… una guerra que llevamos mil años librando, una guerra que pretendo terminar. Podéis marcharos, si queréis. Sabéis que os dejaré marchar, sin hacer preguntas, sin exigir nada, si deseáis iros.
»Sin embargo —prosiguió, la mirada dura—, si os quedáis tenéis que prometer que dejaréis de cuestionar mi autoridad. Podéis expresar vuestras preocupaciones sobre el trabajo en sí, pero no habrá más susurros sobre mi liderazgo. Si os quedáis, seguidme. ¿Entendido?
Uno a uno, fue mirando a los ojos a los miembros del grupo. Cada uno de ellos asintió.
—Creo que no te hemos cuestionado realmente, Kell —dijo Dockson—. Estábamos… estábamos preocupados, y me parece que con razón. El ejército era una parte muy importante de nuestros planes.
Kelsier señaló al norte, hacia las puertas principales de la ciudad.
—¿Qué ves en la distancia, Dox?
—¿Las puertas de la ciudad?
—¿Y qué tienen de diferente?
Dockson se encogió de hombros.
—Nada fuera de lo corriente. Están un poco escasas de personal, pero…
—¿Por qué? —interrumpió Kelsier—. ¿Por qué faltan hombres?
Dockson vaciló.
—¿Porque la Guarnición no está?
—Exactamente —dijo Kelsier—. Ham dice que la Guarnición podría estar persiguiendo los restos de nuestro ejército durante meses, y que solo el diez por ciento de sus hombres se ha quedado. Eso tiene sentido: la Guarnición fue creada para apresar rebeldes. Luthadel puede quedar indefensa, pero nadie ataca Luthadel. Nadie lo ha hecho nunca.
Una silenciosa comprensión pasó entre los miembros del grupo.
—Parte de nuestro plan para apoderarnos de la ciudad se ha cumplido —dijo Kelsier—. Hemos sacado a la Guarnición de Luthadel. Nos costó más de lo que esperábamos… mucho más de lo que tendría que haber costado. Ojalá los Dioses Olvidados hubieran querido que todos esos muchachos no hubieran muerto. Por desgracia, no podemos cambiar eso ya… solo podemos aprovechar la oportunidad que nos han ofrecido.
»El plan sigue en pie… La principal fuerza de pacificación de la ciudad no está. Si estalla una guerra entre casas, el lord Legislador tendrá problemas para detenerlas. Suponiendo que quiera hacerlo. Por algún motivo, tiende a retirarse y a dejar que la nobleza luche entre sí cada cien años aproximadamente. Tal vez piensa que dejar que se acuchillen mutuamente impide que se vuelvan contra él.
—Pero ¿y si la Guarnición vuelve? —preguntó Ham.
—Si no me equivoco, el lord Legislador la dejará perseguir a los supervivientes de nuestro ejército durante varios meses, dando a la nobleza la oportunidad de soltar un poco de vapor. Pero va a encontrarse con más de lo que esperaba. Cuando empiece esa guerra de casas, aprovecharemos el caos para apoderarnos del palacio.
—¿Con qué ejército, mi querido amigo? —preguntó Brisa.
—Todavía nos quedan soldados —dijo Kelsier—. Además, tenemos tiempo de reclutar más. Tendremos que ser cuidadosos…, no podemos usar las cuevas, así que tendremos que ocultar a nuestros soldados en la ciudad. Eso no permitirá reclutar a muchos. Sin embargo, ese no será el problema… Veréis, la Guarnición regresará tarde o temprano.
Los miembros del grupo compartieron una mirada mientras las ejecuciones continuaban abajo. Vin guardó silencio, tratando de decidir qué había querido decir Kelsier con aquellas últimas palabras.
—Exactamente, Kell —dijo Ham, muy despacio—. La Guarnición regresará y no tendremos un ejército lo bastante grande para luchar contra ella.
—Pero tendremos el tesoro del lord Legislador —sonrió Kelsier—. ¿Qué es lo que has dicho siempre de esos soldados, Ham?
El violento vaciló, luego también él sonrió.
—Que son mercenarios.
—Nos apoderamos del dinero del lord Legislador —dijo Kelsier—, y eso significa que conseguimos también su ejército. Esto puede funcionar todavía, caballeros. Podemos hacer que salga bien.
El grupo pareció recuperar la confianza. Vin, sin embargo, se volvió hacia la plaza. Las fuentes eran tan rojas que parecían completamente llenas de sangre. Por encima de todo, el lord Legislador observaba desde su carruaje negro. Las ventanas estaban abiertas y, con estaño, Vin apenas pudo distinguir su silueta sentada en el interior.
Ese es nuestro verdadero enemigo, pensó. No la Guarnición que falta, ni los inquisidores con sus hachas. Ese hombre. El hombre del libro.
Tenemos que encontrar un modo de derrotarlo o, de lo contrario, todo lo demás que hagamos será inútil.