Nunca quise ser temido.
Si lamento una cosa, es el temor que he causado. El miedo es la herramienta de los tiranos. Por desgracia, cuando el destino del mundo está en juego, usas las herramientas que tienes a mano.
34
Hombres muertos y moribundos se desplomaron. Los skaa abarrotaban las calles. Los prisioneros gritaban, llamándolo por su nombre. El calor del sol rojizo quemaba.
Y del cielo caía ceniza.
Kelsier saltó hacia delante, avivando peltre y blandiendo sus dagas. Quemó atium, igual que el inquisidor: los dos debían de tener suficiente para un largo combate.
Kelsier golpeó dos veces en el aire caliente, alcanzando al inquisidor, los brazos convertidos en un borrón. La criatura esquivó entre un loco vértice de sombras de atium, luego descargó un hachazo.
Kelsier saltó. El peltre prestó a su salto una altura inhumana y pasó por encima del arma. Empujó contra un grupo de soldados que había tras él, lanzándose hacia delante. Plantó ambos pies en la cara del inquisidor y golpeó, dando una voltereta hacia atrás en el aire.
El inquisidor se tambaleó. Mientras Kelsier caía, tiró de un soldado, lanzándose hacia atrás. El soldado salió despedido por la fuerza del tirón de hierro y se precipitó hacia Kelsier. Ambos hombres volaron por el aire.
Kelsier avivó hierro, tiró contra un grupo de soldados situados a su derecha mientras seguía haciéndolo de aquel otro soldado. El resultado fue un giro. Kelsier voló de lado y el soldado (sujeto como por un cable al cuerpo de Kelsier), trazó un amplio arco como una bola en el extremo de una cadena.
El desgraciado soldado chocó contra el inquisidor y ambos cayeron contra los barrotes de un carro vacío.
El soldado quedó inconsciente en el suelo. El inquisidor rebotó en la jaula de hierro y cayó a cuatro patas. Un reguero de sangre corrió por el rostro de la criatura, cruzando los tatuajes de sus ojos, pero alzó la cabeza, sonriendo. No parecía afectado en lo más mínimo mientras se ponía en pie.
Kelsier aterrizó, maldiciéndose en silencio.
Con un increíble estallido de velocidad, el inquisidor agarró el carro vacío por un par de barrotes y lo arrancó de las ruedas.
¡Demonios!
La criatura giró y lanzó hacia Kelsier la enorme jaula. No había tiempo de esquivar. Un edificio se alzaba justo detrás de Kelsier: si empujaba para contraatacar, quedaría aplastado.
La jaula se precipitó hacia él, así que saltó usando un empujón de acero para guiar su cuerpo a través de la puerta abierta de la jaula que giraba. Se retorció dentro de la celda, empujando hacia fuera en todas direcciones, manteniéndose en el centro exacto de la jaula de metal mientras chocaba contra la pared, y luego se liberó de un salto.
La jaula rodó, luego empezó a resbalar por el suelo. Kelsier se dejó caer y aterrizó en un tejado mientras la jaula se detenía lentamente. A través de los barrotes, pudo ver al inquisidor que lo miraba entre un mar de soldados luchando, su cuerpo rodeado por una retorcida nube en movimiento de imágenes de atium. El inquisidor le hizo a Kelsier un gesto con la cabeza en señal de respeto.
Kelsier empujó con un grito, avivando peltre para no aplastarse. La jaula explotó, la parte superior de metal salió despedida por los aires, los barrotes sueltos en todas direcciones. Kelsier tiró de los que tenía detrás y empujó los que tenía delante, enviando un río de metal disparado contra el inquisidor.
La criatura alzó una mano, desviando diestramente los enormes proyectiles. Kelsier, sin embargo, siguió los barrotes con su propio cuerpo, disparándose hacia el inquisidor con un empujón de acero. El inquisidor se impulsó hacia un lado, usando un desgraciado soldado como anclaje. El hombre gritó cuando fue arrancado, pero su grito se apagó cuando el inquisidor saltó, empujó contra él, y lo aplastó contra el suelo.
El inquisidor se lanzó al aire. Kelsier frenó con un empujón contra un grupo de soldados, siguiendo a su enemigo. Tras él, la parte superior de la jaula chocaba contra el suelo, arrancando lascas de piedra. Kelsier se lanzó contra ella y surcó el aire detrás del inquisidor.
Copos de ceniza pasaron a su lado. Delante, el inquisidor se volvió, tirando de algo que había abajo. La criatura cambió de dirección inmediatamente para lanzarse contra Kelsier.
Choque de frente. Mala idea para un tipo sin clavos en la cabeza. Kelsier tiró frenéticamente de un soldado, lanzándose hacia abajo mientras el inquisidor pasaba en diagonal por encima. Avivó peltre y chocó contra el soldado del que había tirado. Los dos giraron en el aire. Por fortuna, el soldado no era uno de los de Ham.
—Lo siento, amigo —dijo Kelsier, empujándose a un lado.
El soldado salió disparado y acabó por precipitarse contra un edificio mientras Kelsier lo usaba para volar sobre el campo de batalla. Debajo, el principal escuadrón de Ham había llegado por fin al último carro de prisioneros. Por desgracia, varios grupos más de soldados imperiales se habían abierto paso entre los asombrados skaa. Uno de ellos era de arqueros armados con flechas con punta de obsidiana.
Kelsier maldijo, dejándose caer. Los arqueros se prepararon para disparar contra la multitud que combatía. Matarían a algunos de sus propios soldados, pero el grueso del ataque lo soportarían los prisioneros.
Kelsier cayó al suelo. Tiró de algunos barrotes caídos de la jaula que había destruido. Volaron hacia él.
Los arqueros apuntaron. Pero Kelsier pudo ver sus sombras de atium. Soltó los barrotes y se empujó a un lado levemente, permitiendo que volaran entre los arqueros y los prisioneros que huían.
Los arqueros dispararon.
Kelsier agarró los barrotes, avivando a la vez hierro y acero, empujó contra una punta de cada barrote y tiró de la punta opuesta. Los barrotes salieron proyectados e inmediatamente empezaron a girar como molinos de viento enloquecidos. La mayoría de las flechas en vuelo fueron desviadas por las barras de hierro giratorias.
Los barrotes cayeron al suelo entre las flechas dispersas. Los arqueros se levantaron, estupefactos, mientras Kelsier saltaba de nuevo a un lado y luego daba un leve tirón a los barrotes y los hacía saltar por el aire ante sí. Empujó, enviándolos contra los arqueros. Se dio la vuelta mientras los hombres gritaban y morían, buscando con la mirada a su verdadero enemigo.
¿Dónde se esconde esa criatura?
Contempló una escena caótica. Hombres que luchaban, corrían, huían y morían… cada uno con una profética sombra de atium. En aquel caso, sin embargo, las sombras duplicaban el número de personas que se movían en el campo de batalla y solo servían para aumentar la sensación de confusión.
Llegaban más y más soldados. Muchos de los hombres de Ham habían caído, la mayoría se retiraba: por fortuna, bastaba con que se quitaran la armadura y se mezclaran con los grupos de skaa. A Kelsier le preocupaba más el último carro de prisioneros, donde iban Renoux y Fantasma. La trayectoria del grupo de Ham en la batalla lo había hecho recorrer la fila de carros de atrás hacia delante. Tratar de llegar primero a Renoux habría requerido pasar de largo los otros cinco carros, dejando a sus reclusos todavía atrapados.
Ham obviamente no pretendía marcharse hasta que Fantasma y Renoux estuvieran libres. Y, donde Ham luchaba, los soldados rebeldes aguantaban. Había un motivo por el que los brazos de peltre eran llamados también violentos: no había ninguna sutileza en su forma de luchar, ningún astuto tirón de hierro ni empujón de acero. Ham se limitaba a atacar con velocidad y fuerza bruta, apartando de su camino a los soldados enemigos, arrasando sus filas, guiando a sus cincuenta hombres hacia el último carro de prisioneros. Cuando lo alcanzaron, Ham se dio la vuelta para enfrentarse a un equipo de soldados enemigos mientras uno de sus hombres rompía el candado del carro.
Kelsier sonrió con orgullo, buscando todavía al inquisidor. Sus hombres eran pocos, pero los soldados enemigos parecían visiblemente inquietos por la determinación de los skaa. Los hombres de Kelsier luchaban con pasión: a pesar de sus numerosos defectos, todavía tenían una ventaja.
Esto es lo que sucede cuando por fin los convences para que luchen. Esto es lo que se oculta dentro de todos ellos. Solo que es difícil liberarlo…
Renoux salió del carro y se hizo a un lado viendo cómo sus criados escapaban de la jaula. De repente, una figura bien vestida surgió de la turba y agarró a Renoux por la camisa.
—¿Dónde está Valette? —exigió saber Elend Venture; su voz desesperada llegó a los sentidos amplificados por el estaño de Kelsier—. ¿En qué jaula estaba?
Chaval, estás empezando a molestarme de verdad, pensó Kelsier, empujándose a través de los soldados que corrían hacia el carro.
El inquisidor apareció, saltando detrás de un grupo de soldados.
Aterrizó en el techo de la jaula, que se estremeció, con un hacha de obsidiana agarrada en cada mano como una garra. La criatura miró a Kelsier a los ojos y sonrió, luego saltó de la jaula y enterró un hacha en la espalda de Renoux.
El kandra se estremeció, los ojos muy abiertos. El inquisidor corrió hacia Elend. Kelsier no estaba seguro de que la criatura hubiera reconocido al muchacho. Tal vez el inquisidor pensaba que era miembro de la familia de Renoux. Tal vez no le importaba.
Kelsier vaciló solo un instante.
El inquisidor alzó el hacha para golpear.
Ella lo ama.
Kelsier avivó acero en su interior, lo agitó, inflamándolo hasta que su pecho ardió como los mismos Montes de Ceniza. Se empujó contra los soldados que tenía detrás, enviando a docenas de ellos al suelo, y corrió hacia el inquisidor. Chocó contra la criatura cuando empezaba a descargar el golpe.
El hacha se perdió contra las piedras, a unos cuantos pasos de distancia. Kelsier agarró al inquisidor por el cuello mientras los dos golpeaban el suelo; entonces empezó a apretar con los músculos amplificados por el peltre. El inquisidor sujetó las manos de Kelsier, intentando desesperadamente separarlas.
Marsh tenía razón, pensó Kelsier a través del caos. Teme por su vida. Se le puede matar.
El inquisidor jadeó, los clavos de metal que sobresalían de sus ojos apenas a unas pulgadas del rostro de Kelsier. A su lado, Kelsier vio retroceder a Elend Venture.
—¡La chica se encuentra bien! —dijo Kelsier, entre dientes apretados—. ¡No estaba en la barcaza de Renoux! ¡Vete!
Elend vaciló, entonces apareció por fin uno de sus guardaespaldas. El muchacho dejó que se lo llevara.
No puedo creer que acabo de salvar a un noble, pensó Kelsier, esforzándose por estrangular al inquisidor. Será mejor que lo aprecies, muchacha.
Lentamente, hinchando los músculos, el inquisidor obligó a Kelsier a separar las manos. La criatura volvió a sonreír de nuevo.
¡Son tan fuertes!
El inquisidor empujó a Kelsier hacia atrás, luego tiró contra un soldado para deslizarse sobre el empedrado. Golpeó un cadáver y dio una voltereta hacia atrás hasta caer de pie. Tenía el cuello rojo por la tenaza de Kelsier y trozos de carne arrancados por sus uñas, pero seguía sonriendo.
Kelsier empujó contra un soldado, dando también una voltereta. A su lado, vio a Renoux apoyado contra el carro. Kelsier miró al kandra a los ojos y asintió levemente.
Renoux cayó al suelo con un suspiro, el hacha clavada en la espalda.
—¡Kelsier! —gritó Ham por encima de la multitud.
—¡Márchate! —le dijo Kelsier—. Renoux está muerto.
Ham miró el cuerpo de Renoux, luego asintió. Se volvió hacia sus hombres y les dio una orden.
—Superviviente —susurró una voz.
Kelsier se giró. El inquisidor avanzaba, inflamado por el poder del peltre, rodeado por una neblina de sombras de atium.
—Superviviente de Hathsin —dijo—. Me prometiste una pelea. ¿He de matar a más skaa?
Kelsier avivó sus metales.
—Nunca he dicho que hubiéramos terminado —dijo. Sonrió. Estaba preocupado, dolorido, pero también entusiasmado. Toda su vida una parte de él había deseado plantarse y combatir.
Siempre había querido ver si podía vencer a un inquisidor.
Vin se irguió, desesperada, esforzándose por ver por encima de la multitud.
—¿Qué? —preguntó Dockson.
—¡Me ha parecido ver a Elend!
—¿Aquí? Eso suena un poco ridículo, ¿no te parece?
Vin se ruborizó. Probablemente.
—De todas formas, voy a intentar echar un buen vistazo.
—Ten cuidado —dijo Dox, mientras ella se dirigía callejón arriba—. Si ese inquisidor te ve…
Vin asintió, mientras subía por la pared. Cuando estuvo lo bastante alto, escrutó el cruce en busca de caras familiares. Dockson tenía razón: no se veía a Elend por ninguna parte. Uno de los carros, el que el inquisidor había destrozado, yacía de costado. Los caballos se encabritaban, atrapados entre la lucha y la multitud de skaa.
—¿Qué ves? —preguntó Dox.
—¡Renoux ha caído! —dijo Vin, entornando los ojos y quemando estaño—. Parece que por un hachazo en la espalda.
—Puede que sea o no sea fatal para él —dijo Dockson de manera algo críptica—. No sé mucho sobre los kandra.
¿Los kandra?
—¿Y los prisioneros?
—Todos están libres —contestó Vin—. Las jaulas están vacías. ¡Dox, hay un montón de skaa ahí fuera!
Parecía que todos los que estaban en la plaza de la Fuente habían corrido a ese cruce. La zona formaba una pequeña depresión y Vin veía a miles de skaa en las calles y extendiéndose en todas direcciones.
—¡Ham está libre! —dijo Vin—. ¡No lo veo, vivo ni muerto, por ninguna parte! Fantasma también se ha escapado.
—¿Y Kell? —preguntó Dockson ansiosamente.
Vin vaciló.
—Sigue luchando contra el inquisidor.
Kelsier avivó su peltre, golpeando al inquisidor, cuidando de evitar los planos discos de metal que asomaban de sus ojos. La criatura se tambaleó y Kelsier enterró el puño en su estómago. El inquisidor gruñó y abofeteó a Kelsier en la cara, derribándolo de un solo golpe.
Kelsier sacudió la cabeza. ¿Qué hace falta para matar a esta cosa?, pensó, empujándose para ponerse en pie y retrocediendo.
El inquisidor avanzó. Algunos de los soldados intentaban buscar a Ham y sus hombres entre la multitud, pero muchos se quedaron quietos. Una batalla entre dos poderosos alománticos era algo de lo que se hablaba en susurros pero que nunca se había visto. Los soldados y los campesinos se quedaron allí boquiabiertos, contemplando asombrados la batalla.
Es más fuerte que yo, reconoció Kelsier, mirando al inquisidor con cautela. Pero la fuerza no lo es todo.
Kelsier se hizo con pequeñas fuentes de metal y las arrancó de un tirón de sus dueños: yelmos, hermosas espadas de acero, monederos, dagas. Las lanzó contra el inquisidor, manipulando con cuidado empujones de acero y tirones de hierro, y manteniendo su atium ardiendo para que cada pieza que controlaba tuviera una multitud de imágenes de atium en abanico ante los ojos del inquisidor.
La criatura maldijo entre dientes mientras desviaba el enjambre de piezas de metal. Kelsier, sin embargo, usó los propios empujones del inquisidor, tirando de cada pieza y haciéndolas girar alrededor de la criatura. El inquisidor empujó hacia fuera todas las piezas a la vez, y Kelsier las soltó. Sin embargo, en cuanto el inquisidor dejó de empujar, Kelsier tiró de sus armas, recuperándolas.
Los soldados imperiales formaban un corro. Kelsier los usó, empujando contra los petos, lanzándose adelante y atrás en el aire. Los rápidos cambios de posición le permitían moverse constantemente desorientando al inquisidor y empujar sus distintas piezas de metal donde las quería.
—Échale un ojo a la hebilla de mi cinturón —pidió Dockson, tambaleándose levemente mientras se agarraba a los ladrillos, junto a Vin—. Si me caigo, dame un tirón para detener la caída, ¿eh?
Vin asintió, pero no le estaba prestando mucha atención a Dox. Estaba mirando a Kelsier.
—¡Es increíble!
Kelsier saltaba de un lado a otro en el aire y sus pies no llegaban nunca a tocar el suelo. Trozos de metal zumbaban a su alrededor, respondiendo a sus empujones y tirones. Los controlaba con tanta habilidad que podría haberse pensado que eran seres vivos. El inquisidor los apartaba con furia, pero obviamente tenía problemas para seguir la cuenta de todos.
Subestimé a Kelsier, pensó Vin. Supuse que tenía menos habilidad que los brumosos porque abarcaba demasiadas cosas. Pero no era así. Esta. Esta es su especialidad: empujar y tirar con control experto.
Y el hierro y el acero son los metales en los que se entrenó personalmente. Tal vez lo ha sabido siempre.
Kelsier giraba y volaba en medio de un remolino de metal. Cada vez que algo golpeaba el suelo, lo volvía a levantar. Las piezas volaban en línea recta, pero él seguía moviéndose, empujándose alrededor, manteniéndolas en el aire, disparándolas periódicamente contra el inquisidor.
La criatura giraba, confusa. Trató de empujarse hacia arriba, pero Kelsier disparó varias piezas de metal más grandes por encima de la cabeza de su contrincante, que tuvo que empujar contra ellas interrumpiendo su salto.
Una barra de hierro lo golpeó en la cara.
La criatura se tambaleó, con los tatuajes ensangrentados. Un casco de hierro lo golpeó en el costado, empujándolo hacia atrás.
Kelsier empezó a lanzar rápidamente piezas de metal, sintiendo que su ira y su furia aumentaban.
—¿Fuiste tú el que mató a Marsh? —gritó, sin molestarse en esperar una respuesta—. ¿Dónde estabas cuando me condenaron hace años?
El inquisidor alzó una mano protectora, empujando el siguiente enjambre de metales para desviarlos. Cojeó hacia atrás, apoyando la espalda en el carro de metal volcado.
Kelsier oyó a la criatura gruñir y un súbito empujón de fuerza recorrió la multitud, derribando soldados y haciendo que las armas de metal de Kelsier se dispersaran.
Kelsier las dejó marchar. Se lanzó hacia delante, hacia el desorientado inquisidor, y empuñó una piedra suelta del suelo.
La criatura se volvió hacia él y Kelsier gritó, descargando un golpe con la piedra, su fuerza aumentada aún más por la furia y el peltre.
Golpeó al inquisidor entre los ojos. La cabeza de la criatura se echó hacia atrás y chocó contra el fondo del carro volcado. Kelsier golpeó de nuevo, chillando, descargando una y otra vez su pedrusco contra la cara del inquisidor, que aulló de dolor, extendiendo sus manos como garras hacia Kelsier, como dispuesto a saltar hacia delante. Entonces, súbitamente, se quedó quieto. Su cráneo chocó contra la madera del carro. Las puntas de los clavos que asomaban de su nuca habían quedado clavadas en la madera por el ataque de Kelsier.
Kelsier sonrió mientras la criatura gritaba de rabia, esforzándose por soltar la cabeza de la madera. Kelsier se volvió a un lado, buscando algo que había visto en el suelo unos momentos antes. Le dio una patada a un cadáver y agarró el hacha de obsidiana. La hoja de piedra afilada brillaba bajo el sol rojo.
—Me alegro de que me convencieras para hacer esto —dijo tranquilamente. Luego descargó un golpe con ambas manos, clavando el hacha en el cuello del inquisidor y la madera de detrás.
El cuerpo de la criatura se desplomó. La cabeza permaneció donde estaba, mirando con sus ojos extraños, antinaturales y tatuados, clavada a la madera por sus propios clavos.
Kelsier se volvió hacia la multitud, sintiéndose de pronto increíblemente cansado. Le dolía el cuerpo por docenas de cortes y magulladuras, y ni siquiera sabía cuándo se le había caído la capa. Sin embargo, se enfrentó retador a los soldados, los brazos llenos de cicatrices claramente visibles.
—¡El Superviviente de Hathsin! —susurró uno.
—Ha matado a un inquisidor… —dijo otro.
Y, entonces, empezó el cántico. Los skaa de las calles cercanas empezaron a gritar su nombre. Los soldados miraron alrededor, advirtiendo con horror que estaban rodeados. Los campesinos avanzaron y Kelsier captó su ira y su esperanza.
Tal vez esto no tenga que salir como había supuesto, pensó Kelsier, triunfante. Tal vez no tengo que…
Entonces golpeó. Como una nube ante el sol, como una súbita tormenta en una noche tranquila, como un par de dedos apagando una vela. Una mano opresiva sofocó las emociones skaa acumuladas. La gente vaciló y los gritos murieron. El fuego que Kelsier había encendido en ellos era demasiado nuevo.
Tan cerca… pensó.
Ante ellos, un carruaje negro remontó la cuesta y empezó a bajar desde la plaza de la fuente.
El lord Legislador había llegado.
Vin estuvo a punto de perder su asidero cuando la oleada de depresión la alcanzó. Avivó su cobre, pero (como siempre) todavía pudo sentir levemente la opresiva mano del lord Legislador.
—¡El lord Legislador! —dijo Dockson, aunque Vin no supo si era una observación o una maldición.
Los skaa que se habían congregado para ver la batalla de algún modo consiguieron dejar sitio al oscuro carruaje, que recorrió un pasillo de gente hacia la plaza sembrada de cadáveres.
Los soldados retrocedieron y Kelsier se apartó del carro volcado, disponiéndose a enfrentarse al carruaje que se acercaba.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Vin, volviéndose hacia Dockson, que se había aupado a un pequeño saliente—. ¿Por qué no escapa? ¡No es un inquisidor… no es algo contra lo que se pueda luchar!
—Ya está, Vin —dijo Dockson, asombrado—. Esto es lo que ha estado esperando. Una oportunidad para enfrentarse al lord Legislador… Una oportunidad para demostrar esas leyendas suyas.
Vin se volvió hacia la plaza. El carruaje se había detenido.
—Pero… —dijo en voz baja—. El Undécimo metal. ¿Lo ha traído?
—Debe de haberlo hecho.
Kelsier siempre había dicho que el lord Legislador era su tarea, pensó Vin. Dejó que los demás nos encargáramos de la nobleza, la Guarnición y el Ministerio. Pero esto… Kelsier siempre planeó hacer esto personalmente.
El lord Legislador bajó de su carruaje y Vin se inclinó hacia delante, quemando estaño. Parecía…
Un hombre.
Iba vestido con un uniforme blanco y negro similar a los trajes de los nobles, pero mucho más exagerado. La casaca le llegaba hasta los pies y lo seguía al andar. Su chaleco no era de colores, sino de un negro puro, aunque acentuado por brillantes marcas blancas. Como Vin había oído, sus dedos estaban cuajados de anillos, el símbolo de su poder.
Soy mucho más fuerte que vosotros, proclamaban los anillos. Tanto, que no importa que lleve metal.
Guapo, con el pelo muy negro y la piel pálida, el lord Legislador era alto, delgado, confiado. Y era joven… Más joven de lo que Vin había esperado, incluso más joven que Kelsier. Cruzó la plaza, evitando cadáveres, mientras sus soldados espantaban a los skaa.
De repente, un grupito de figuras se abrió paso entre las filas de soldados. Llevaban las armaduras variopintas de los rebeldes, y un hombre que los dirigía parecía levemente familiar. Era uno de los violentos de Ham.
—¡Por mi esposa! —dijo el violento, alzando una lanza y atacando.
—¡Por el lord Legislador! —gritaron los otros cuatro.
Ay, no… pensó Vin.
Sin embargo, el lord Legislador los ignoró. El cabecilla rebelde lanzó un grito de desafío y luego le clavó su lanza en el pecho.
El lord Legislador continuó andando, dejando atrás al soldado, con la lanza sobresaliéndole del cuerpo.
El rebelde vaciló, empuñó entonces la lanza de uno de sus amigos y se la clavó al lord Legislador en la espalda. De nuevo, el lord Legislador ignoró a los hombres… como si ellos, y sus armas, no merecieran ni siquiera su desprecio.
El líder rebelde retrocedió y luego se dio media vuelta mientras sus amigos empezaban a gritar bajo el hacha de un inquisidor. Él se reunió con ellos poco después y el inquisidor se alzó sobre los cadáveres durante un momento, cortando alegremente.
El lord Legislador continuó avanzando, con las dos lanzas asomando de su cuerpo, ajeno a ellas. Kelsier lo esperó. Se le veía cansado con su ajada ropa skaa. Sin embargo, se mostró orgulloso. No se inclinó ni cedió ante el peso del poder aplacador del lord Legislador.
El lord Legislador se detuvo a unos pasos de distancia, y una de las lanzas casi tocó el pecho de Kelsier. Negra ceniza caía levemente alrededor de los dos hombres y algunos trozos revoloteaban en espiral con el leve viento. La plaza quedó sumida en un horrible silencio: incluso el inquisidor detuvo su terrible tarea. Vin se inclinó hacia delante, agarrándose precariamente a los ásperos ladrillos.
¡Haz algo, Kelsier! ¡Usa el metal!
El lord Legislador miró al inquisidor que Kelsier había matado.
—Esos son muy difíciles de reemplazar. —Su voz cargada de acento llegó fácilmente a los oídos amplificados por el estaño de Vin.
Incluso desde la distancia, vio a Kelsier sonreír.
—Te maté una vez —dijo el lord Legislador, volviéndose hacia Kelsier.
—Lo intentaste —replicó Kelsier. Su voz fuerte y firme se hizo oír en toda la plaza—. Pero no puedes matarme, lord Tirano. Represento aquello que nunca has podido matar, no importa cuánto lo hayas intentado. Yo soy la esperanza.
El lord Legislador bufó despectivo. Alzó un brazo y descargó como si tal cosa un revés tan poderoso a Kelsier que Vin oyó el impacto resonar en toda la plaza.
Kelsier saltó y giró chorreando sangre mientras caía.
—¡NO! —gritó Vin.
El lord Legislador se arrancó una de las lanzas del cuerpo y la clavó en el pecho de Kelsier.
—Que empiecen las ejecuciones —dijo, volviéndose hacia su carruaje y arrancándose la segunda lanza, que arrojó a un lado.
Se produjo el caos. Dirigidos por el inquisidor, los soldados se volvieron y atacaron a la multitud. Llegaron más inquisidores procedentes de la otra plaza cabalgando negros corceles, las hachas de ébano brillando a la luz de la tarde.
Vin lo ignoró todo.
—¡Kelsier! —gritó.
Su cuerpo yacía donde había caído, la lanza asomando en su pecho, en un charco escarlata.
No. No. ¡NO! Vin saltó del edificio, empujándose contra alguna gente y lanzándose por encima de la masacre. Aterrizó en el centro de la plaza extrañamente vacía: el lord Legislador se había marchado, los inquisidores estaban ocupados matando skaa. Corrió junto a Kelsier.
Casi no quedaba nada del lado izquierdo de su cara. El lado derecho, sin embargo…, todavía sonreía levemente, el ojo muerto contemplando el cielo rojinegro. Trozos de ceniza caían sobre su rostro.
—Kelsier… —dijo Vin, las lágrimas corriéndole por la cara. Sondeó su cuerpo, buscándole el pulso. No lo había.
—¡Dijiste que no te podían matar! —gritó—. ¿Qué hay de tus planes? ¿Qué hay del Undécimo metal? ¿Qué hay de mí?
Él no se movió. Vin no podía ver bien a través de las lágrimas. Es imposible. Siempre dijo que no éramos invencibles… pero se refería a mí. No a él. No a Kelsier. Era invencible.
Debería haberlo sido.
Alguien la agarró y ella se rebulló, llorando.
—Hora de irnos, niña —dijo Ham. Se detuvo, mirando a Kelsier, asegurándose con sus propios ojos de que el jefe de la banda estaba muerto.
Entonces se la llevó a la fuerza. Vin continuaba debatiéndose débilmente, pero se sentía aturdida. En el fondo de su mente oyó la voz de Reen.
¿Ves? Te dije que te dejaría. Te lo advertí.
Te lo prometí…
FIN DE LA CUARTA PARTE