Creo que he descubierto por fin por qué me odia tanto Rashek. No cree que un extraño como yo, un forastero, pueda ser el Héroe de las Eras. Cree que de algún modo he engañado a los filósofos, que llevo injustamente las marcas del Héroe.

Según Rashek, solo un terrisano de pura sangre debería haber sido elegido como el Héroe. Curiosamente, me siento más decidido a causa de su odio. Debo demostrarle que puedo realizar esta tarea.

27

Esa tarde, el grupo regresó en silencio al taller de Clubs. Las ejecuciones habían durado horas. No había habido ninguna proclama, ninguna explicación por parte del Ministerio ni del lord Legislador: solo ejecución tras ejecución tras ejecución. Cuando se acabaron los cautivos, el lord Legislador y sus obligadores se marcharon dejando un montón de cadáveres en la plataforma y el agua ensangrentada fluyendo en las fuentes.

Mientras el grupo de Kelsier regresaba a la cocina, Vin advirtió que el dolor de cabeza ya no la molestaba. Era… insignificante. Los rollitos, que una de las doncellas de la casa había tapado cuidadosamente, seguían sobre la mesa. Nadie comió.

—Muy bien —dijo Kelsier, ocupando su lugar de costumbre contra la alacena—. Planeemos esto. ¿Cómo deberíamos actuar?

Dockson recuperó un fajo de papeles y se dispuso a sentarse.

—Sin la Guarnición, nuestro foco principal es la nobleza.

—En efecto —dijo Brisa—. Si de verdad pretendemos apoderarnos del tesoro con solo unos pocos miles de soldados, van a necesitar algo que distraiga a la guardia de palacio e impida a la nobleza arrebatarnos la ciudad. Por tanto, la guerra entre casas adquiere una importancia fundamental.

Kelsier asintió.

—Es exactamente lo que yo pienso.

—Pero ¿qué sucederá cuando termine la guerra entre casas? —dijo Vin—. Algunas acabarán venciendo y entonces tendremos que tratar con ellas.

Kelsier sacudió la cabeza.

—No pretendo que la guerra entre casas termine jamás, Vin… o, al menos, no hasta dentro de mucho tiempo. El lord Legislador dicta las leyes y el Ministerio controla a sus seguidores, pero es la nobleza quien obliga a los skaa a trabajar. Así que, si derribamos a suficientes casas nobles, el gobierno tal vez caiga por su cuenta. No podemos combatir a todo el Imperio Final en su conjunto: es demasiado grande. Aunque sí podemos sacudirlo y hacer que las piezas luchen entre sí.

—Tenemos que causar problemas financieros en las Grandes Casas —dijo Dockson, revisando sus papeles—. La aristocracia es principalmente una institución financiera, y la falta de fondos hundirá cualquier casa.

—Brisa, puede que tengamos que utilizar a algunos de tus álter egos —dijo Kelsier—. Hasta ahora, he sido el único del grupo dedicado a la guerra entre casas… pero si vamos a intentar tomar la ciudad antes de que regrese la Guarnición, tendremos que redoblar nuestros esfuerzos.

Brisa suspiró.

—Muy bien. Deberemos tener mucho cuidado para asegurarnos de que nadie me reconoce accidentalmente como a otra persona que no debería ser. No puedo ir a fiestas ni celebraciones… aunque quizá pueda visitar alguna casa yo solo.

—Lo mismo vale para ti, Dox —dijo Kelsier.

—Eso pensaba.

—Será peligroso para ambos —dijo Kelsier—. Pero la velocidad será esencial. Vin seguirá siendo nuestra principal espía… Y nos convendría que empezara a difundir información. Cualquier cosa que inquiete a la nobleza.

Ham asintió.

—En tal caso, creo que lo mejor sería enfocar nuestra atención en la cúpula.

—En efecto —dijo Brisa—. Si logramos que las casas más poderosas parezcan vulnerables, entonces sus enemigos se dispondrán a golpear rápidamente. Solo después de que las casas poderosas hayan caído el pueblo se dará cuenta de que es realmente él quien sostiene la economía.

Todos guardaron silencio durante un segundo. Luego varias cabezas se volvieron hacia Vin.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Están hablando de la Casa Venture, Vin —dijo Dockson—. Es la más poderosa de las Grandes Casas.

Brisa asintió.

—Si Venture cae, todo el Imperio Final sentirá los temblores.

Vin no dijo nada durante un momento.

—No todos son mala gente —dijo por fin.

—Tal vez —contestó Kelsier—. Pero lord Straff Venture desde luego lo es, y su familia ocupa el puesto más destacado del Imperio Final. La Casa Venture tiene que caer… y tú ya tienes algo ganado con uno de sus miembros más importantes.

Creí que querías que me mantuviera alejada de Elend, pensó ella, molesta.

—Mantén los oídos abiertos, niña —dijo Brisa—. Mira a ver si consigues que el muchacho hable de las finanzas de su casa. Encuéntranos un hueco y nosotros haremos el resto.

Igual que los juegos que tanto odia Elend. Sin embargo, las ejecuciones estaban todavía frescas en su mente. Esas cosas tenían que acabar. Además, ni siquiera a Elend le agradaban su padre y su casa. Tal vez… tal vez pudiera dar con algo.

—Veré qué puedo hacer —dijo.

Llamaron a la puerta. Uno de los aprendices fue a abrir. Unos momentos más tarde, Sazed, vestido con una capa skaa para ocultar sus rasgos, entró en la cocina.

Kelsier miró la hora.

—Llegas temprano, Sazed.

—Trato de convertirlo en costumbre, maese Kelsier —repuso el terrisano.

Dockson alzó una ceja.

—Una costumbre que alguien más debería adquirir.

Kelsier bufó.

—Si siempre llegas a tiempo, eso significa que nunca tienes nada mejor que hacer. Sazed, ¿cómo están los hombres?

—Todo lo bien que cabe esperar, maese Kelsier —repuso Sazed—. Pero no pueden estar escondidos eternamente en los almacenes de Renoux.

—Lo sé. Dox, Ham, necesito que os ocupéis de este problema. Quedan dos mil hombres de nuestro ejército. Quiero que los introduzcáis en Luthadel.

Dockson asintió, pensativo.

—Encontraremos un modo.

—¿Quieres que sigamos entrenándolos? —preguntó Ham.

Kelsier asintió.

—Entonces tendremos que esconderlos por escuadrones. No tenemos recursos para entrenarlos individualmente. Digamos… ¿un par de cientos de hombres por equipo? ¿Ocultos en los suburbios, cerca unos de otros?

—Asegúrate de que ninguno de los equipos sepa nada de los demás —dijo Dockson—, ni que intentamos atacar el palacio. Con tantos hombres en la ciudad cabe la posibilidad de que sean apresados por los obligadores por uno u otro motivo.

Kelsier asintió.

—Decid a cada grupo que es el único que no puede disolverse y que debe permanecer unido por si es necesario en algún momento del futuro.

—También dijiste que el reclutamiento tenía que continuar —dijo Ham.

Kelsier asintió.

—Me gustaría tener al menos el doble de soldados antes de intentar actuar.

—Eso va a ser difícil —dijo Ham—, considerando el fracaso de nuestro ejército.

—¿Qué fracaso? —preguntó Kelsier—. Diles la verdad: que nuestro ejército consiguió neutralizar con éxito a la Guarnición.

—Aunque la mayoría muriera haciéndolo.

—Podemos saltarnos esa parte —dijo Brisa—. El pueblo estará furioso por las ejecuciones… Debería estar más dispuesto a escucharnos.

—Reunir soldados va a ser tu principal tarea en los próximos meses, Ham —dijo Kelsier.

—No es mucho tiempo, pero veré qué puedo hacer.

—Bien —dijo Kelsier—. Sazed, ¿llegó la nota?

—Llegó, maese Kelsier —respondió Sazed, sacando una carta de su capa y entregándosela.

—¿Qué es eso? —preguntó Brisa con curiosidad.

—Un mensaje de Marsh —dijo Kelsier, abriendo la carta y repasando su contenido—. Está en la ciudad y tiene noticias.

—¿Qué noticias? —preguntó Ham.

—No lo dice —respondió Kelsier, tomando un rollito—. Pero da instrucciones acerca de dónde reunirse con él esta noche.

Kelsier se puso una capa de skaa.

—Voy a explorar el lugar antes de que oscurezca. ¿Vienes, Vin?

Ella asintió y se puso en pie.

—Los demás, seguid trabajando en el plan —dijo Kelsier—. Dentro de dos meses, quiero que esta ciudad esté tan tensa que cuando finalmente se rompa ni siquiera el lord Legislador pueda volver a re-componerla.

—Hay algo que no nos estás diciendo, ¿verdad? —dijo Vin, volviéndose hacia Kelsier desde la ventana—. Una parte del plan.

Kelsier la miró en la oscuridad. El sitio elegido por Marsh era un edificio abandonado de los Quiebros, uno de los barrios skaa más empobrecidos. Kelsier había localizado un segundo edificio abandonado enfrente de donde iban a reunirse y Vin y él esperaban en la planta superior, vigilando la calle hasta que llegara Marsh.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Por el lord Legislador —respondió Vin, picoteando un trocito de la madera podrida del alféizar—. He sentido su poder, hoy. No creo que los otros lo hayan hecho, no como lo hace alguien nacido de la bruma. Pero sé que tú debes de haberlo sentido también. —Alzó la cabeza de nuevo y miró a Kelsier a los ojos—. Sigues planeando hacer que salga de la ciudad antes de que intentemos tomar el palacio, ¿no?

—No te preocupes por el lord Legislador. El Undécimo metal se encargará de él.

Vin frunció el ceño. En el exterior, el sol se ponía con una feroz llamarada de frustración. Las brumas saldrían pronto y, supuestamente, Marsh llegaría poco después.

El Undécimo metal, pensó ella, recordando el escepticismo con el que los otros miembros de la banda se referían a él.

—¿Es real? —preguntó Vin.

—¿El Undécimo metal? Por supuesto que sí. Te lo mostré, ¿recuerdas?

—No me refiero a eso. ¿Son auténticas las leyendas? ¿Estás mintiendo?

Kelsier se volvió hacia ella con el ceño levemente fruncido. Entonces sonrió.

—Eres una muchacha muy brusca, Vin.

—Lo sé.

La sonrisa de Kelsier aumentó.

—La respuesta es no. No estoy mintiendo. Las leyendas son auténticas, aunque tardé algún tiempo en encontrarlas.

—¿Y ese pedazo de metal que nos enseñaste es de verdad el Undécimo metal?

—Eso creo.

—Pero no sabes cómo usarlo.

Kelsier vaciló, luego negó con la cabeza.

—No, no lo sé.

—Eso no es muy reconfortante.

Kelsier se encogió de hombros y se volvió hacia la ventana.

—Aunque no descubra el secreto a tiempo, dudo que el lord Legislador sea un problema tan grande como crees. Es un alomántico poderoso, pero no lo sabe todo: si lo supiera, ahora mismo estaríamos muertos. Tampoco es omnipotente: si lo fuera, no habría necesitado ejecutar a todos esos skaa para intentar someter a la ciudad por el miedo.

»No sé lo que es… pero creo que es más hombre que dios. Las palabras de ese libro de viajes… son las palabras de una persona corriente. Su verdadero poder procede de sus ejércitos y sus riquezas. Si eliminamos eso, no podrá hacer nada para impedir que su imperio se desplome.

Vin frunció el ceño.

—Puede que no sea un dios, pero… es algo, Kelsier. Algo diferente. Hoy, cuando estuvo en la plaza, sentí su contacto en mis emociones a pesar de que estaba quemando cobre.

—Eso no es posible, Vin —dijo Kelsier, negando con la cabeza—. Si lo fuera, los inquisidores percibirían la alomancia aunque hubiese un ahumador cerca. Si ese fuera el caso, ¿no crees que perseguirían a todos los brumosos skaa y los matarían?

Vin se encogió de hombros.

—Sabes que el lord Legislador es fuerte y te parece que deberías poder sentirlo. Eso es todo —dijo Kelsier.

Tal vez tenga razón, pensó ella, arrancando otro trocito del marco de la ventana. Después de todo, lleva siendo alomántico más tiempo que yo.

Pero… sentí algo, ¿no? Y el inquisidor que estuvo a punto de matarme, me encontró en medio de la oscuridad y la lluvia. Debió de sentir algo.

Sin embargo, no insistió.

—El Undécimo metal. ¿No podríamos intentar ver qué hace?

—No es tan sencillo —dijo Kelsier—. ¿Recuerdas que te dije que nunca quemaras un metal que no fuese uno de los diez?

Vin asintió.

—Quemar otro metal puede ser mortífero. Incluso la mezcla equivocada en una aleación puede hacerte enfermar. Si me equivoco con el Undécimo metal…

—Te matará —aseveró Vin.

Kelsier asintió.

Así que no estás tan seguro como pretendes, decidió ella. De lo contrario, ya lo habrías intentado.

—Eso es lo que quieres encontrar en el libro —dijo Vin—. Una pista para usar el Undécimo metal.

Kelsier asintió.

—Me temo que no hemos tenido mucha suerte en ese aspecto. Hasta ahora, el libro ni siquiera menciona la alomancia.

—Aunque sí la feruquimia.

Kelsier la miró, un hombro apoyado contra la pared.

—¿Así que Sazed te ha hablado de eso?

Vin bajó la mirada.

—Yo… más o menos lo obligué.

Kelsier se echó a reír.

—Me pregunto qué he lanzado al mundo al enseñarte alomancia. Naturalmente, mi maestro dijo lo mismo de mí.

—Tenía razón en preocuparse.

—Por supuesto que sí.

Vin sonrió. En el exterior el sol ya se había puesto y diáfanos parches de bruma empezaban a formarse en el aire. Flotaban como fantasmas, creciendo lentamente, extendiendo su influencia a medida que la noche se acercaba.

—Sazed no tuvo tiempo de hablarme mucho sobre la feruquimia —dijo Vin con cuidado—. ¿Qué cosas puede hacer? —Esperó nerviosa, convencida de que Kelsier la pillaría en la mentira.

—La feruquimia es completamente interna —dijo Kelsier—. Puede proporcionar algunas de las cosas que nosotros conseguimos con el peltre y el estaño: fuerza, resistencia, visión… Pero cada atributo tiene que ser guardado por separado. Puede amplificar también un montón de otras cosas que la alomancia no puede: memoria, velocidad física, claridad de pensamiento… Incluso algunas cosas extrañas como el peso de alguien o la edad pueden ser alteradas con la feruquimia.

—¿Entonces es más poderosa que la alomancia?

Kelsier se encogió de hombros.

—La feruquimia no tiene ningún poder externo: no puede empujar ni tirar de emociones, ni puede empujar acero ni tirar de hierro. La mayor limitación de la feruquimia es que tienes que almacenar todas sus habilidades extrayéndolas de tu propio cuerpo.

»¿Quieres ser el doble de fuerte durante un tiempo? Bueno, tienes que pasarte varias horas siendo débil para almacenar la fuerza. Si quieres almacenar la habilidad de sanar rápidamente, tienes que pasarte mucho tiempo enfermo. En la alomancia, los metales son nuestro combustible: podemos hacer que las cosas duren mientras tengamos suficiente metal que quemar. En la feruquimia, los metales son solo elementos de almacenamiento: tu propio cuerpo es el auténtico combustible.

—Entonces vas y robas los metales almacenados por otro, ¿no? —dijo Vin.

Kelsier negó con la cabeza.

—No funciona. Los feruquimistas solo pueden acceder al metal almacenado que ellos mismos han creado.

—Oh.

Kelsier asintió.

—Así que no, yo no diría que la feruquimia sea más poderosa que la alomancia. Ambas tienen ventajas y limitaciones. Por ejemplo, un alomántico solo puede avivar un metal hasta un punto, de modo que su fuerza máxima es limitada. Los feruquimistas no tienen esa limitación; si un feruquimista tiene suficiente fuerza almacenada para ser el doble de fuerte de lo normal durante una hora, puede elegir ser tres veces más fuerte durante un periodo de tiempo más corto… O incluso cuatro, cinco, seis veces más fuerte periodos de tiempo aún más cortos.

Vin frunció el ceño.

—Parece una ventaja muy grande.

—Cierto —dijo Kelsier, buscando dentro de su capa y sacando un frasquito que contenía varias perlas de atium—. Pero nosotros tenemos esto. No importa si un feruquimista es tan fuerte como cinco hombres o como cincuenta… Si sé qué va a hacer a continuación, lo derrotaré.

Vin asintió.

—Toma —dijo Kelsier, abriendo el frasquito y sacando una de las perlas. Cogió otro frasco, este lleno de la solución de alcohol normal, y dejó caer la perla en él—. Toma una. Puede que la necesites.

—¿Esta noche? —preguntó Vin, aceptando el frasquito.

Kelsier asintió.

—Pero si es solo Marsh.

—Podría ser —respondió él—. Pero también es posible que los obligadores lo hayan capturado y le hayan obligado a escribir esa carta. Tal vez lo estén siguiendo, o tal vez lo hayan capturado desde que la escribió y lo hayan torturado para descubrir el lugar de la reunión. Marsh está en un sitio muy peligroso: imagínate intentar hacer lo mismo que tú estás haciendo en esos bailes, pero cambiando a los nobles por obligadores e inquisidores.

Vin se estremeció.

—Supongo que tienes razón —añadió, guardando la perla de atium—. Sabes, me sucede algo… Ya ni siquiera me paro a pensar cuánto vale esto.

Kelsier no respondió inmediatamente.

—A mí me cuesta olvidar cuánto vale —dijo en voz baja.

—Yo… —Vin se calló y le miró las manos. Normalmente llevaba camisas de manga larga y guantes: su reputación hacía peligroso que sus cicatrices características fueran visibles en público. Sin embargo, Vin sabía que estaban allí. Como miles de diminutos arañazos blancos superpuestos.

—Tienes razón en lo del libro —dijo Kelsier—. Esperaba que hiciera mención al Undécimo metal. Pero la alomancia ni siquiera se menciona en referencia a la feruquimia. Los dos poderes son similares en muchos aspectos: lo normal sería que los comparara.

—Tal vez le preocupaba que alguien leyera el libro y no quiso revelar que era alomántico.

Kelsier asintió.

—Tal vez. Es posible que no hubiera roto todavía. Lo que sucedió en esas montañas de Terris hizo de un héroe un tirano; tal vez también despertara sus poderes. Supongo que no lo sabremos hasta que Sazed termine su traducción.

—¿Le falta mucho?

—Solo un poquito. La parte importante, espero. Me siento un poco frustrado con el texto. ¡El lord Legislador ni siquiera nos ha dicho qué tiene que conseguir en esas montañas! Dice que va a hacer algo para proteger al mundo entero, pero puede que solo sea su ego el que habla.

A mí no me pareció muy egoísta en el texto, pensó Vin. Más bien lo contrario.

—De cualquier forma, sabremos más cuando las últimas partes hayan sido traducidas —dijo Kelsier.

Fuera oscurecía y Vin tuvo que encender su estaño para ver bien. La calle ante su ventana se volvió visible, adoptando la extraña mezcla de sombra y luz que era el resultado de la visión amplificada por el estaño. Sabía que estaba oscuro, lógicamente. Sin embargo, podía ver. No como lo hacía con la luz normal (todo estaba apagado), pero con visión de todas formas.

Kelsier comprobó su reloj de bolsillo.

—¿Cuánto falta? —preguntó Vin.

—Otra media hora. Suponiendo que llegue a tiempo… y dudo que lo haga. Es mi hermano, al fin y al cabo.

Vin asintió y apoyó los brazos cruzados sobre el alféizar roto. Aunque era muy poca cosa, se sentía cómoda teniendo el atium que Kelsier le había dado.

Vaciló. Pensar en el atium le recordó algo importante. Algo en lo que había pensado en varias ocasiones, molesta.

—¡Nunca me has enseñado el noveno metal! —lo acusó, volviéndose.

Kelsier se encogió de hombros.

—Te dije que no era muy importante.

—Da igual. ¿Qué es? ¿Alguna aleación de atium, supongo?

Kelsier negó con la cabeza.

—No, los dos últimos metales no siguen la misma pauta que los ocho básicos. El noveno metal es el oro.

—¿El oro? —preguntó Vin—. ¿Eso? ¡Podría haberlo intentado hace tiempo por mi cuenta!

Kelsier se echó a reír.

—Suponiendo que quisieras. Quemar oro es una experiencia un poco… incómoda.

Vin entornó los ojos, luego se volvió hacia la ventana. Ya veremos, pensó.

—Vas a intentarlo de todas formas, ¿verdad? —dijo Kelsier, sonriendo.

Vin no respondió.

Kelsier suspiró, rebuscó en su mochila y sacó un cuarto de oro y una lima.

—Deberías usar una de estas —dijo, alzando la lima—. Sin embargo, si consigues el metal tú misma, quema primero un poquito para asegurarte de que es puro o está correctamente mezclado.

—¿Y si no lo está?

—Lo sabrás —prometió Kelsier, y empezó a limar la moneda—. ¿Recuerdas el dolor de cabeza después de recurrir tanto tiempo al peltre?

—Sí.

—El metal malo es peor. Mucho peor. Compra tus metales cuando puedas: en cada ciudad encontrarás un grupito de mercaderes que proporciona metales en polvo a los alománticos. A esos mercaderes les interesa asegurarse de que todos sus metales son puros: un nacido de la bruma molesto y con dolor de cabeza no es exactamente el tipo de cliente con el que uno quiere hacer tratos.

Kelsier terminó de limar y luego recogió una pizca de polvo de metal en un cuadradito de tela. Con el dedo recogió parte y se la tragó.

—Es bueno —dijo, entregándole la tela—. Adelante… pero recuerda: quemar el noveno metal es una experiencia extraña.

Vin asintió, algo aprensiva. No lo sabrás si no lo pruebas, pensó, y luego se metió el polvillo en la boca y se lo tragó con un poco de agua de su cantimplora.

Una nueva reserva de metal apareció en su interior, desconocido y distinto de los que conocía. Miró a Kelsier, tomó aliento y quemó oro.

Estuvo en dos lugares a la vez. Podía ver y podía verse.

Una de las dos era una mujer extraña: la niña que había sido siempre, pero cambiada y transformada. Esa niña había sido cautelosa y cuidadosa… nunca habría quemado un metal desconocido basándose solo en la palabra de un hombre. Aquella mujer era una necia: había olvidado muchas de las cosas que le habían permitido sobrevivir. Bebía copas preparadas por otros. Confraternizaba con desconocidos. No vigilaba a la gente que la rodeaba. Seguía siendo mucho más cautelosa que la mayoría de la gente, pero había perdido mucho.

La otra ella era algo que siempre había odiado en secreto. Una niña, en realidad. Delgada hasta el punto de la flaqueza, solitaria, llena de odio, desconfiada. No amaba a nadie y nadie la amaba a ella. Siempre se decía que no le importaba. ¿Había algo por lo que mereciera la pena vivir? Tenía que haberlo. La vida no podía ser tan patética como parecía. Sí, tenía que haberlo. No había nada más.

Vin era ambas. Estaba en ambos sitios, moviendo ambos cuerpos, siendo a la vez niña y mujer. Extendió unas manos vacilantes e inseguras y se tocó las caras.

Vin jadeó y desapareció. Sintió un súbito tropel de emociones, una sensación de vacío y confusión. No había sillas en la habitación, así que se sentó en el suelo, de espaldas a la pared, las rodillas en alto, los brazos en torno a ellas.

Kelsier se acercó y se agachó para posar una mano en su hombro.

—No pasa nada.

—¿Qué ha sido eso? —susurró ella.

—El oro y el atium se complementan, como las otras parejas de metales —dijo Kelsier—. El atium te permite ver el futuro, aunque sea marginalmente. El oro funciona de un modo similar, pero te permite ver el pasado. O, al menos, te permite ver otra versión de ti mismo, si las cosas hubieran sido diferentes en el pasado.

Vin se estremeció. La experiencia de ser dos personas a la vez, de verse a sí misma dos veces, había sido perturbadora. Su cuerpo todavía temblaba y su mente ya no se sentía bien.

Por fortuna, la sensación parecía estar remitiendo.

—Recuérdame que te haga caso en el futuro —dijo—. Al menos, cuando hables de alomancia.

Kelsier se echó a reír.

—Intenté sacártelo de la cabeza el máximo tiempo posible. Pero tenías que probarlo tarde o temprano. Lo superarás.

Vin asintió.

—Ya… casi ha pasado. Pero no era solo una visión, Kelsier. Ha sido real. He podido tocarla, a mi otro yo.

—Puede que te lo parezca. Pero no estaba aquí: al menos yo no la he visto. Es una alucinación.

—Las visiones del atium no son solo alucinaciones —dijo Vin—. Las sombras muestran lo que va a hacer la gente.

—Cierto. No sé. El oro es extraño, Vin. Creo que nadie lo entiende. Mi maestro, Gemmel, decía que una sombra de oro era una persona que no existía… pero que podría haberlo hecho. Una persona en la que podrías haberte convertido si no hubieras tomado ciertas decisiones. Naturalmente, Gemmel era un poco raro, así que no estoy seguro de hasta qué punto creí lo que decía.

Vin asintió. Sin embargo, era improbable que quisiera descubrir más cosas sobre el oro en el futuro inmediato. No pretendía volver a quemarlo, si podía. Siguió sentada, dejando que sus emociones se calmaran, y Kelsier regresó junto a la ventana. Al cabo de un rato, hizo un gesto.

—¿Está aquí? —preguntó Vin, poniéndose en pie.

Kelsier asintió.

—¿Quieres quedarte aquí y descansar un poco?

Vin negó con la cabeza.

—Muy bien, pues —dijo él, dejando sobre la ventana el reloj, la lima y otros metales—. Vamos.

No salieron por la ventana: Kelsier no quería llamar la atención, aunque esa zona de los Quiebros estaba tan desierta que Vin no estaba segura de por qué se molestaban. Abandonaron el edificio por unas escaleras maltrechas y cruzaron la calle en silencio.

El edificio que Marsh había elegido estaba aún más ruinoso que el que Vin y Kelsier habían usado como escondite. Le faltaba la puerta principal, aunque Vin vio restos de ella en el suelo. El interior olía a polvo y hollín. Tuvo que sofocar un estornudo. Una figura, de pie al otro lado de la habitación, se volvió al oír el sonido.

—¿Kell?

—Soy yo. Y Vin.

Mientras Vin se acercaba, vio a Marsh escrutando la oscuridad. Era extraño tenerlo a plena vista sabiendo que para él Kelsier y ella no eran más que sombras. La pared del fondo del edificio se había desplomado y la bruma entraba libremente en la habitación, casi tan densa como en el exterior.

—¡Llevas los tatuajes del Ministerio! —dijo Vin, mirando a Marsh.

—Por supuesto —respondió Marsh con tanta severidad como de costumbre—. Me los hice antes de unirme a la caravana. Fue necesario para interpretar el papel de un acólito.

No eran grandes (se hacía pasar por un obligador de rango inferior), pero la pauta era inconfundible. Líneas oscuras rodeando los ojos, extendiéndose hacia fuera como relámpagos quebrados. Una línea mucho más gruesa, de un rojo vivo, le recorría un lado de la cara. Vin reconoció el dibujo: era el de un obligador perteneciente al Cantón de la Inquisición. Marsh no se había infiltrado únicamente en el Ministerio: había elegido la sección más peligrosa.

—Pero los tendrás para siempre —dijo Vin—. Son tan distintivos… Adondequiera que vayas te reconocerán como un obligador o como un fraude.

—Es parte del precio que tuvo que pagar por infiltrarse en el Ministerio, Vin —dijo Kelsier en voz baja.

—No importa —dijo Marsh—. No tenía mucha vida antes de todo esto, de cualquier forma. Mirad, ¿podemos darnos prisa? Tengo que estar en otra parte pronto. Los obligadores llevan una vida muy atareada y solo tengo unos minutos.

—De acuerdo —dijo Kelsier—. Supongo que tu infiltración salió bien, entonces.

—Salió bien —dijo Marsh llanamente—. Demasiado bien, en realidad: creo que me he distinguido del grupo. Suponía que estaría en desventaja, ya que no tuve los mismos cinco años de formación que los otros acólitos. Me aseguré de contestar a sus preguntas con el mayor acierto posible y de ocuparme de mis deberes con aplicación. Sin embargo, al parecer sé más sobre el Ministerio que algunos de sus miembros. Desde luego soy más competente que esta hornada de recién llegados, y los prelados se han dado cuenta.

Kelsier se echó a reír.

—Siempre has sido muy exagerado.

Marsh bufó levemente.

—Mis conocimientos, por no mencionar mi habilidad como buscador, ya me han labrado una reputación destacada. No estoy seguro de hasta qué punto quiero que los prelados me presten atención… Ese pasado que esbozamos empieza a sonar un poco débil cuando un inquisidor te interroga.

Vin frunció el ceño.

—¿Les has dicho que eres un brumoso?

—Claro que sí. El Ministerio (sobre todo el Cantón de la Inquisición) recluta con diligencia a los buscadores nobles. El hecho de que yo sea uno de ellos es suficiente para impedir que hagan demasiadas preguntas sobre mi pasado. Están contentos de tenerme, a pesar de que soy más viejo que la mayoría de los acólitos.

—Además —dijo Kelsier—, tenía que decirles que es un brumoso para poder entrar en las sectas más secretas del Ministerio. La mayoría de los obligadores de alto rango son brumosos de algún tipo. Tienden a favorecer a los suyos.

—Por buenos motivos —dijo Marsh, hablando rápidamente—. Kell, el Ministerio es mucho más competente de lo que suponíamos.

—¿Qué quieres decir?

—Hacen uso de sus brumosos. Buen uso. Tienen bases por toda la ciudad… comisarías aplacadoras, las llaman. Cada una dispone de un par de aplacadores del Ministerio cuyo único deber es extender una influencia mitigadora a su alrededor, calmando y deprimiendo las emociones de todos los que hay en la zona.

Kelsier siseó.

—¿Cuántas?

—Docenas —dijo Marsh—. Concentradas en las secciones de skaa de la ciudad. Saben que los skaa están derrotados, pero quieren asegurarse de que las cosas sigan así.

—¡Infiernos! —exclamó Kelsier—. Siempre me había parecido que los skaa de Luthadel estaban más sometidos que los demás. No me extraña que tuviéramos tantos problemas para reclutarlos. ¡Las emociones de la gente están bajo un aplacamiento constante!

Marsh asintió.

—Los aplacadores del Ministerio son buenos, Kell. Muy buenos. Incluso mejores que Brisa. Lo único que hacen es aplacar todo el día, todos los días. Y como no intentan que hagas nada específico, en vez de apartarte de gamas emocionales extremas, son muy difíciles de detectar.

»En cada grupo hay un ahumador que lo mantiene oculto y un buscador para detectar alománticos. Apuesto que es así como los inquisidores obtienen un montón de pistas: la mayoría de los nuestros son lo bastante listos para no quemar metal cuando saben que hay un obligador en la zona, pero están más relajados en los suburbios.

—¿Puedes darnos una lista de las comisarías? —preguntó Kelsier—. Tenemos que saber dónde están esos buscadores, Marsh.

Marsh asintió.

—Lo intentaré. Voy camino de mi comisaría ahora mismo… Siempre hacen los cambios de personal de noche, para no desvelar su secreto. Los rangos superiores se han interesado en mí y me van a dejar visitar algunas comisarías para que me familiarice con su trabajo. Veré si puedo conseguirte esa lista.

Kelsier asintió en la oscuridad.

—Pero… no hagas tonterías con la información, ¿de acuerdo? —dijo Marsh—. Tenemos que ser cuidadosos, Kell. El Ministerio mantiene estas comisarías en secreto desde hace mucho tiempo. Ahora que sabemos de su existencia, tenemos una clara ventaja. No la desperdicies.

—No lo haré —prometió Kelsier—. ¿Qué hay de los inquisidores? ¿Has descubierto algo sobre ellos?

Marsh guardó silencio un instante.

—Son… extraños, Kell. No sé. Parecen tener todos los poderes alománticos, así que supongo que fueron nacidos de la bruma en algún momento. No puedo averiguar mucho de ellos… aunque sé que envejecen.

—¿De verdad? —preguntó Kelsier, interesado—. Entonces, ¿no son inmortales?

—No —respondió Marsh—. Los obligadores dicen que los inquisidores cambian de vez en cuando. Esas criaturas tienen una vida muy larga, pero acaban por morir de viejas. Se reclutan otras entre las filas de los nobles. Son personas, Kell… Pero han sido… cambiadas.

Kelsier asintió.

—Si pueden morir de viejos, entonces quizás haya también otras formas de matarlos.

—Eso es lo que yo pienso —dijo Marsh—. Veré qué puedo averiguar, pero no esperes gran cosa. Los inquisidores no tienen mucha relación con los obligadores normales…, hay tensión política entre los dos grupos. El sumo prelado controla la Iglesia, pero los inquisidores creen que son ellos quienes deberían estar al mando.

—Interesante —dijo Kelsier muy despacio. Vin prácticamente pudo oír su mente reflexionando sobre esta nueva información.

—He de marcharme —dijo Marsh—. He tenido que venir corriendo y voy a llegar tarde a mi cita.

Kelsier asintió y Marsh empezó a marcharse abriéndose paso entre los escombros.

—Marsh —dijo Kelsier mientras llegaba a la puerta.

Marsh se volvió.

—Gracias. Me imagino lo peligroso que es esto.

—No lo hago por ti, Kell —dijo Marsh—. Pero… agradezco tus palabras. Trataré de enviarte otra misiva cuando tenga más información.

—Ten cuidado.

Marsh desapareció en la noche brumosa. Kelsier se quedó en la habitación destrozada unos minutos, mirando el lugar por donde se había desvanecido su hermano.

No mentía tampoco en eso, pensó Vin. Se preocupa de verdad por Marsh.

—Vámonos —dijo Kelsier—. Deberías regresar a la Mansión Renoux… La Casa Lekal va a dar otra fiesta dentro de unos cuantos días y es necesario que estés presente.