Si los hombres leen estas palabras, que sepan que el poder es una pesada carga. No busquéis caer en sus redes. Las profecías de Terris dicen que yo tendré el poder para salvar el mundo.
Sin embargo, dan a entender que también tendré poder para destruirlo.
2
En opinión de Kelsier, la ciudad de Luthadel, sede del lord Legislador, era un espectáculo deprimente. La mayoría de los edificios habían sido construidos con bloques de piedra y rematados con tejados de arcilla para los ricos y sencillos tejados de madera terminados en pico para el resto. Las estructuras estaban demasiado juntas, por lo que parecían pequeñas a pesar de que por lo general tenían dos pisos de altura.
Las casas de vecinos y los talleres eran de aspecto uniforme: no era un sitio donde nadie quisiera llamar la atención. A menos, por supuesto, que fueras miembro de la alta nobleza.
Repartidos por toda la ciudad había una docena de torreones monolíticos. Intrincados, con hileras de agujas como lanzas o profundas arcadas, constituían el hogar de la alta nobleza. De hecho, eran el sello de una familia de la alta nobleza: cualquier familia que pudiera permitirse construir un torreón y mantener una presencia llamativa en Luthadel era considerada una Gran Casa.
La mayoría de las zonas despejadas de la ciudad rodeaba estas fortalezas, como claros en un bosque entre las casas de vecinos y los torreones en sí se alzaban como montes solitarios sobre el resto del paisaje. Montañas negras. Como toda la ciudad, las torres estaban sucias por incontables años de nevadas de ceniza.
Todas las estructuras de Luthadel (todas las estructuras que Kelsier había visto) estaban ennegrecidas hasta cierto punto. Incluso la muralla de la ciudad, en la que ahora se encontraba Kelsier, estaba cubierta por una pátina de hollín. Las estructuras solían ser más oscuras en la parte superior, donde se acumulaba la ceniza, pero las lluvias y la condensación de cada tarde habían llevado las manchas hasta los salientes y las habían hecho chorrear por las paredes. Como pintura corriendo por un lienzo, la oscuridad parecía resbalar por los lados de los edificios en pendiente irregular.
Las calles, por supuesto, eran completamente negras. Kelsier seguía esperando, escrutando la ciudad mientras un grupo de obreros skaa trabajaba en la calle de abajo, despejándola de los últimos montones de ceniza. La llevarían al río Channerel, que pasaba por el centro, para que la arrastrara la corriente, no fuera a ser que siguiera acumulándose y acabara por enterrar la ciudad. A veces, Kelsier se preguntaba por qué el imperio no era solo un enorme montón de ceniza. Suponía que la ceniza acabaría por convertirse en tierra tarde o temprano. Sin embargo, se dedicaba una cantidad enorme de esfuerzo a mantener las ciudades y los campos lo bastante despejados para poder utilizarlos.
Por fortuna, siempre había skaa suficientes para hacer el trabajo. Los obreros que veía allá abajo llevaban ropa sencilla, manchada de ceniza y gastada. Como los obreros de la plantación que había dejado atrás hacía unos días, trabajaban sumisos, con movimientos controlados. Otro grupo de skaa pasó, respondiendo a las campanas que sonaban a lo lejos marcando la hora y llamándolos para que acudieran a trabajar a las fraguas o los molinos. La principal exportación de Luthadel era el metal: la ciudad albergaba cientos de fraguas y refinerías. Sin embargo, las aguas del río proporcionaban un caudal excelente para los molinos, bien fuera para moler grano o para fabricar telas.
Los skaa continuaron trabajando. Kelsier se apartó y miró a lo lejos, hacia el centro de la ciudad, donde el palacio del lord Legislador se alzaba como una especie de enorme insecto de muchas patas. Kredik Shaw, la Colina de las Mil Torres. El palacio superaba varias veces en tamaño al torreón de cualquier otro noble y era con diferencia el edificio más grande de la ciudad.
Otra nevada de ceniza empezó a caer mientras Kelsier contemplaba la ciudad. Los copos se asentaban con languidez sobre las calles y los edificios. Hay un montón de nevadas de ceniza, últimamente, pensó, alegre de tener una excusa para ponerse la capucha. Los Montes de Ceniza deben de estar activos.
Era improbable que lo reconociera nadie en la ciudad: habían pasado tres años desde su captura. A pesar de todo, la capucha le daba seguridad. Si todo salía bien llegaría un momento en que Kelsier querría ser visto y reconocido. Por ahora, lo mejor sería permanecer en el anonimato.
Al cabo de un rato se le acercó un hombre en la muralla. El hombre, Dockson, era más bajo que Kelsier y tenía un rostro cuadrado, adecuado a su constitución moderadamente fornida. Una vulgar capucha marrón le cubría el pelo negro y llevaba la misma barba corta que usaba desde que le habían crecido cuatro pelos hacía veinte años.
Como Kelsier, llevaba ropa de noble: chaleco de colores, chaquetón oscuro y pantalones y una fina capa para librarse de la ceniza. El traje no era lujoso, pero sí aristocrático, propio de la clase media de Luthadel. La mayoría de los hombres de noble cuna no eran lo bastante ricos para ser considerados como pertenecientes a una Gran Casa; sin embargo, en el Imperio Final, la nobleza no se basaba solo en el dinero. Era cuestión de linaje y de historia; el lord Legislador era inmortal y, al parecer, aún recordaba a los hombres que lo habían apoyado durante los primeros años de su reinado. Los descendientes de aquellos hombres, no importaba lo pobres que se volvieran, siempre serían favorecidos.
Aquella ropa impedía que los guardias hicieran demasiadas preguntas. Kelsier y Dockson, por supuesto, la llevaban de manera fraudulenta: ninguno de los dos era noble de verdad, aunque, en puridad, Kelsier fuese un mestizo. Sin embargo, en muchos aspectos eso era peor que ser un simple skaa.
Dockson se detuvo junto a Kelsier, se apoyó en las almenas, descansando un par de fuertes brazos sobre la piedra.
—Llegas unos cuantos días tarde, Kell.
—Decidí hacer unas cuantas paradas en las plantaciones del norte.
—Ah —dijo Dockson—. Así que tuviste algo que ver con la muerte de lord Tresting.
Kelsier sonrió.
—Podríamos decir que sí.
—Su asesinato ha causado gran conmoción entre la nobleza local.
—Esa era la intención —dijo Kelsier—. Aunque, para serte sincero, no planeaba nada tan dramático. Fue más un accidente que otra cosa.
Dockson alzó una ceja.
—¿Cómo se mata «por accidente» a un noble en su propia mansión?
—Clavándole un cuchillo en el pecho —respondió con animosidad Kelsier—. O, más bien, un par de cuchillos en el pecho: siempre es mejor ser precavido.
Dockson puso los ojos en blanco.
—Su muerte no es precisamente una pérdida, Dox —dijo Kelsier—. Incluso entre los nobles, Tresting tenía fama de cruel.
—No me importa Tresting —contestó Dockson—. Solo estoy pensando en el grado de locura que me impulsa a planear otro trabajo contigo. Atacar a un lord provinciano en su mansión, rodeado de guardias… La verdad, Kell, casi me había olvidado de lo alocado que puedes ser.
—¿Alocado? —preguntó Kelsier con una carcajada—. Eso no fue una locura: fue solo una pequeña diversión. ¡No imaginas algunas de las cosas que planeo hacer!
Dockson se quedó quieto un momento, luego se echó a reír también.
—¡Por el lord Legislador, me alegro de tenerte de vuelta, Kell! Me temo que me he vuelto muy aburrido estos últimos años.
—Lo arreglaremos —prometió Kelsier.
Inspiró hondo mientras la ceniza caía liviana a su alrededor. Las cuadrillas de limpieza skaa ya habían vuelto a trabajar en las calles de abajo, barriendo la negra ceniza. Por detrás de Kelsier y Dockson pasó una patrulla de guardias y saludó. Ambos esperaron en silencio a que los hombres se alejaran.
—Me alegro de estar de vuelta —dijo Kelsier por fin—. Hay algo acogedor en Luthadel… aunque sea una ciudad deprimente y agobiante. ¿Has organizado la reunión?
Dockson asintió.
—Pero no podemos empezar hasta esta noche. ¿Cómo has logrado entrar, por cierto? Tengo hombres vigilando las puertas.
—¿Hummm? Ah, es que me colé anoche.
—Pero ¿cómo…? —Dockson hizo una pausa—. Bueno, está bien. Me va a costar acostumbrarme.
Kelsier se encogió de hombros.
—No veo por qué. Siempre trabajas con brumosos.
—Sí, pero esto es diferente —dijo Dockson. Alzó una mano para contrarrestar cualquier oposición—. No es necesario, Kell. No estoy poniendo trabas… Solo digo que me costará acostumbrarme.
—Bien. ¿Quién va a venir esta noche?
—Bueno, Brisa y Ham estarán allí, ni que decir tiene. Sienten mucha curiosidad por ese misterioso trabajo tuyo… Por no mencionar lo molestos que andan porque no les he contado qué has estado haciendo estos últimos años.
—Bien —dijo Kelsier con una sonrisa—. Que sigan en la duda. ¿Qué tal Trampa?
Dockson negó con la cabeza.
—Trampa ha muerto. El Ministerio lo capturó por fin hace un par de meses. Ni siquiera se molestaron en enviarlo a los Pozos: lo decapitaron en el acto.
Kelsier cerró los ojos y resopló con delicadeza. Parecía que el Ministerio de Acero acababa por capturar siempre a todo el mundo. A veces, Kelsier sentía que la vida de un skaa brumoso no consistía tanto en sobrevivir como en escoger el momento adecuado para morir.
—Esto nos deja sin ahumador —dijo Kelsier por fin, abriendo los ojos—. ¿Tienes alguna sugerencia?
—Ruddy —respondió Dockson.
Kelsier negó con la cabeza.
—No. Es un buen ahumador, pero no es buena persona.
Dockson sonrió.
—No es lo bastante buena persona como para estar en una banda de ladrones… Kell, he echado de menos trabajar contigo, de veras. Muy bien, ¿quién entonces?
Kelsier lo pensó un momento.
—¿Sigue Clubs con ese taller suyo?
—Que yo sepa… —dijo Dockson, despacio.
—Se supone que es uno de los mejores ahumadores de la ciudad.
—Eso parece —respondió Dockson—. Pero… ¿no resulta difícil trabajar con él?
—No es para tanto —dijo Kelsier—. Cuando te acostumbras a él. Además, creo que podría ser… adecuado para este trabajo en concreto.
—Muy bien. —Dockson se encogió de hombros—. Lo invitaré. Creo que uno de sus parientes es un ojo de estaño. ¿Quieres que lo invite también?
—Me parece bien.
—De acuerdo —dijo Dockson—. Bueno, además, tenemos a Yeden. Suponiendo que le siga interesando…
—Estará allí —dijo Kelsier.
—Será mejor que esté. Él nos paga, después de todo.
Kelsier asintió, luego frunció el ceño.
—No has mencionado a Marsh.
Dockson se encogió de hombros.
—Ya te lo advertí. Tu hermano nunca aprobó nuestros métodos y ahora… Bueno, ya conoces a Marsh. No querrá tener nada que ver con Yeden ni con la rebelión, mucho menos con un puñado de criminales como nosotros. Creo que tendremos que buscar a otra persona que se infiltre entre los obligadores.
—No —dijo Kelsier—. Lo hará. Tendré que pasarme a persuadirlo.
—Si tú lo dices…
Dockson guardó silencio y los dos permanecieron inmóviles un momento, apoyados contra la muralla y contemplando la ciudad cubierta de ceniza.
Transcurridos unos instantes, Dockson sacudió la cabeza.
—Es una locura, ¿no?
Kelsier sonrió.
—¿A que sienta bien?
Dockson asintió.
—Estupendamente.
—Será un trabajo único —dijo Kelsier, mirando hacia el norte, al retorcido edificio que se alzaba en el centro de la ciudad.
Dockson se apartó de la muralla.
—Faltan unas cuantas horas para la reunión. Hay algo que quiero mostrarte. Creo que todavía tenemos tiempo… si nos damos prisa.
Kelsier se volvió, curioso.
—Bueno, iba a ir a echarle una buena reprimenda a mi prudente hermano. Pero…
—Esto merecerá la pena —prometió Dockson.
Vin estaba sentada en el rincón del cubículo principal de la guarida. Se mantenía en la oscuridad, como de costumbre; cuanto más permaneciera apartada de la vista, más la ignorarían los demás. No podía permitirse malgastar Suerte haciendo que los hombres mantuvieran las manos apartadas de ella. Apenas había tenido tiempo para regenerar la que había gastado unos cuantos días antes, durante el encuentro con el obligador.
La multitud de costumbre ocupaba las mesas de la habitación, jugando a los dados o discutiendo trabajitos. El humo de una docena de pipas se acumulaba en el techo y las paredes estaban oscuras por años del mismo tratamiento. El suelo estaba manchado de ceniza. Como la mayoría de las bandas de ladrones, el grupo de Camon no era famoso por su limpieza.
Había una puerta al fondo de la habitación y, más allá, una escalera de piedra que se enroscaba sobre sí misma hasta llegar a una falsa alcantarilla en un callejón. Aquella habitación, como tantas otras ocultas en la capital imperial de Luthadel, se suponía que no existía.
Llegaban risotadas de la parte delantera de la cámara, donde Camon estaba sentado con media docena de amigotes disfrutando de una tarde típica de cerveza y chistes groseros. La mesa de Camon estaba situada junto a la barra, cuyas bebidas, demasiado caras, no eran más que uno más de los numerosos métodos de los que se servía Camon para explotar a quienes trabajaban para él. Los elementos criminales de Luthadel habían aprendido bastante bien las lecciones de la nobleza.
Vin trataba de ser invisible. Seis meses antes no hubiese creído que la vida pudiera ser peor sin Reen. No obstante, a pesar de la abusiva ira de su hermano, había impedido que los otros miembros de la banda se propasaran con ella. Había relativamente pocas mujeres en las bandas de ladrones: por lo general, las que se relacionaban con los bajos fondos acababan trabajando de putas. Reen siempre le había dicho que una chica tenía que ser dura: más dura aún que un hombre, si quería sobrevivir.
¿Crees que los jefes de las bandas querrán a una molestia como tú en el grupo?, le había dicho. Ni siquiera yo quiero trabajar contigo, y soy tu hermano.
Todavía le dolía la espalda: Camon la había azotado el día anterior. La sangre le estropearía la camisa y no podía permitirse otra. Camon se estaba quedando con su salario para cobrarse las deudas que había dejado Reen.
Pero soy fuerte, pensó.
Esa era la ironía. Las palizas ya casi no le dolían porque los frecuentes abusos de Camon la habían vuelto resistente y le habían enseñado al mismo tiempo a parecer patética y rota. En cierto modo, las palizas eran contraproducentes en sí mismas. Los cardenales y las magulladuras se curaban, pero cada nuevo golpe volvía a Vin más dura. Más fuerte.
Camon se levantó. Rebuscó en el bolsillo de su casaca y sacó su reloj de oro. Hizo un gesto a uno de sus acompañantes y luego escrutó la habitación… buscándola.
Sus ojos se clavaron en Vin.
—Es la hora.
Vin frunció el ceño. ¿La hora de qué?
El Cantón de las Finanzas del Ministerio era una estructura impresionante, pero, claro, todo cuanto tenía que ver con el Ministerio de Acero tendía a serlo.
Alto y cuadrado, el edificio disponía de un enorme rosetón en la fachada, cuyos cristales se veían oscuros desde el exterior. Dos grandes estandartes colgaban junto a la ventana. La tela roja manchada de hollín proclamaba alabanzas al lord Legislador.
Camon estudió el edificio con ojo crítico. Vin notó su aprensión. El Cantón de las Finanzas no era la más amenazadora de las sedes del Ministerio: el Cantón de la Inquisición o incluso el Cantón de la Ortodoxia tenían una reputación mucho más ominosa. Sin embargo, entrar por voluntad propia en cualquier edificio ministerial…, ponerte a ti mismo en manos de los obligadores…, bueno, era algo que se hacía solo después de serias consideraciones.
Camon se llenó los pulmones de aire antes de dar un paso adelante, golpeando con su bastón de duelos las piedras mientras caminaba. Llevaba su caro traje de noble y le acompañaban media docena de miembros de la banda, incluida Vin, para hacerse pasar por sus «criados».
Vin siguió a Camon escalinata arriba y esperó mientras uno de los miembros de la banda se adelantaba de un salto para abrir la puerta a su «amo». De los seis partícipes, parecía que solo a Vin no le habían dicho nada del plan. Sospechosamente, a Theron (el supuesto socio de Camon en el timo al Ministerio) no se le veía por ninguna parte.
Vin entró en el edificio del Cantón. Una vibrante luz roja con destellos azules entraba por el rosetón. Un único obligador, con tatuajes de nivel medio alrededor de los ojos, estaba sentado tras una mesa al fondo de la alargada recepción.
Camon se acercó dando golpes de bastón contra la alfombra.
—Soy lord Jedue —dijo.
¿Qué estás haciendo, Camon?, pensó Vin. Le insististe a Theron en que no te reunirías con el prelado Laird en su despacho del Cantón. Sin embargo, estás aquí.
El obligador asintió, tomando nota en su libro de registro. Señaló a un lado.
—Puede acompañarle un sirviente en la sala de espera. El resto debe permanecer aquí.
El bufido de desdén de Camon indicó lo que pensaba de esa prohibición. El obligador, sin embargo, no levantó la cabeza de su libro. Camon permaneció inmóvil un instante y Vin no supo si estaba verdaderamente enfadado o si tan solo interpretaba el papel de un noble arrogante. Al final, la señaló con un dedo.
—Ven —dijo, dándose la vuelta y yendo hacia la puerta indicada.
La habitación que había al otro lado era lujosa y cómoda. Varios nobles esperaban en ella, reclinados en diversas posturas. Camon escogió un sillón y se sentó, y luego señaló una mesa con vino y pasteles de escarcha roja. Vin, obediente, le sirvió un vaso de vino y un plato de comida, ignorando su propia hambre.
Camon empezó a picotear ansioso los pasteles, saboreándolos en silencio.
Está nervioso. Más nervioso incluso que antes.
—Cuando entremos, no digas nada —murmuró Camon entre bocados.
—Vas a traicionar a Theron —susurró Vin.
Camon asintió.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué?
El plan de Theron era de ejecución compleja, pero conceptualmente simple. Cada año, el Ministerio trasladaba sus nuevos acólitos obligadores de las instalaciones norteñas de adiestramiento al sur, a Luthadel, para terminar su instrucción. Sin embargo, Theron había descubierto que esos acólitos y sus supervisores traían consigo grandes cantidades de fondos del Ministerio, disfrazadas de equipaje, para su almacenamiento en Luthadel.
Dedicarse al bandidaje era muy difícil en el Imperio Final debido a que las patrullas no se alejaban unnca de las rutas del canal. Sin embargo, si tu objetivo eran los barcos en los que navegaban los acólitos, podía lograrse. En el momento preciso los guardias se volvían contra sus pasajeros… Un hombre podía sacar unos buenos beneficios y luego achacar las pérdidas a los bandidos.
—La banda de Theron es débil —dijo Camon en voz baja—. Ha invertido demasiados recursos en este golpe.
—Pero cuando se desquite…
—Algo que no sucederá si cojo ahora lo que pueda y huyo —dijo Camon, sonriendo—. Convenceré a los obligadores para que me den una cantidad para mantener a flote mis convoyes, y luego desapareceré y dejaré que Theron se encargue del desastre cuando el Ministerio se dé cuenta de que lo han timado.
Vin dio un paso atrás, levemente sorprendida. Preparar un golpe como ese le habría costado a Theron miles y miles de cuartos: si el trato salía mal, estaría arruinado. Y, con el Ministerio persiguiéndolo, ni siquiera tendría tiempo de buscar venganza. Camon obtendría beneficios rápidos además de deshacerse de uno de sus más poderosos rivales.
Theron fue un necio al meter a Camon en esto, pensó Vin. Pero, claro, la suma que le había prometido a Camon era enorme: debía de haber supuesto que, empujado por la avaricia, Camon se mostraría honesto hasta que el propio Theron pudiera idear una jugarreta. Camon solo había actuado más rápido de lo que nadie, ni siquiera Vin, esperaba. ¿Cómo podía saber Theron que Camon socavaría el trabajo en vez de esperar para intentar robar todo el dinero de los convoyes?
El estómago le dio un vuelco. Es solo otra traición, pensó, asqueada. ¿Por qué sigue molestándome tanto? Todo el mundo traiciona a todo el mundo. Así es la vida…
Quiso buscar un rincón, un sitio apartado y diminuto, y esconderse. Sola.
Todos te traicionarán. Todos.
Pero no había ningún sitio adónde ir. Al cabo de un rato, un obligador menor entró y llamó a lord Jedue. Vin siguió a Camon mientras los conducían a una sala de audiencias.
El hombre que esperaba dentro, sentado tras la mesa, no era el prelado Laird.
Camon se detuvo en la puerta. La sala, austera, disponía por todo mobiliario de aquella mesa y una sencilla alfombra gris. Las paredes de piedra estaban desnudas y la única ventana apenas tenía un palmo de anchura. El obligador que los esperaba tenía alrededor de los ojos los tatuajes más intrincados que Vin había visto jamás. Ni siquiera estaba segura del rango que implicaban, pero se extendían hasta las orejas y la frente del obligador.
—Lord Jedue —dijo el extraño obligador. Como Laird, llevaba una túnica gris, pero era muy distinto de los severos burócratas con los que Camon había tratado antes. El hombre era esbelto y musculoso, y su cabeza calva y triangular le daba un aspecto casi de predador.
—Tenía la impresión de que iba a reunirme con el prelado Laird —dijo Camon, sin entrar en la sala todavía.
—El prelado Laird ha tenido que atender otros asuntos. Soy el sumo prelado Arriev, jefe del consejo que recibió su propuesta. Tiene usted la rara oportunidad de dirigirse a mí directamente. Por norma general no atiendo ningún caso en persona, pero la ausencia de Laird ha hecho necesario que me ocupe de algunos de sus trabajos.
El instinto de Vin la puso en guardia. Deberíamos irnos. Ahora.
Camon se detuvo un largo instante y Vin notó que se lo estaba pensando. ¿Huir ahora? ¿O correr el riesgo por el premio mayor? A Vin no le importaban los premios: solo quería vivir. Camon, sin embargo, no había llegado a ser jefe de banda sin correr algún riesgo ocasional. Entró despacio en la sala, cauta la mirada, y se sentó frente al obligador.
—Bien, sumo prelado Arriev —dijo Camon, cauteloso—. ¿Debo suponer que, puesto que se me ha convocado a otra cita, el consejo está considerando mi oferta?
—En efecto —dijo el obligador—. Aunque debo admitir que hay algunos miembros del consejo que se muestran reacios a tratar con una familia que se halla tan cerca del desastre económico. El Ministerio suele preferir ser conservador en sus operaciones financieras.
—Ya veo.
—Pero hay otros en el consejo que están bastante dispuestos a aprovecharse de las ventajas que nos ofrece.
—¿Y con qué grupo se identifica Vuestra Gracia?
—Aún no he tomado una decisión. —El obligador se inclinó hacia delante—. Y por eso he recalcado que tiene usted una rara oportunidad. Convénzame, lord Jedue, y tendrá su contrato.
—Sin duda, el prelado Laird le habrá dado los detalles de nuestra oferta —dijo Camon.
—Sí, pero me gustaría oír sus argumentos de viva voz. Complázcame.
Vin frunció el ceño. Se encontraba casi al fondo de la sala, cerca de la puerta, aún medio convencida de que debía echar a correr.
—¿Bien? —preguntó Arriev.
—Necesitamos este contrato, Vuestra Gracia —dijo Camon—. Sin él no podremos continuar con nuestras operaciones en el canal. Vuestro contrato nos dará un necesario periodo de estabilidad… Será una oportunidad para mantener nuestros convoyes durante una temporada mientras buscamos otros contratos.
Arriev estudió a Camon durante un momento.
—Sin duda que sabe hacerlo mejor, lord Jedue. Laird dijo que fue usted muy persuasivo… Déjeme oírle demostrar que se merece nuestro patrocinio.
Vin preparó su Suerte. Podía hacer que Arriev se sintiera más inclinado a creer… Pero algo la contuvo. La situación le parecía extraña.
—Somos su mejor oportunidad, Vuestra Gracia —dijo Camon—. ¿Temen que mi casa sufra un colapso económico? Bueno, si es así, ¿qué habrán perdido ustedes? En el peor de los casos, mis barcos dejarán de navegar y ustedes tendrán que encontrar otros mercaderes con los que tratar. Sin embargo, si su patrocinio es suficiente para mantener mi casa, entonces habrán encontrado un envidiable contrato a largo plazo.
—Ya veo —dijo animadamente Arriev—. ¿Y por qué con el Ministerio? ¿Por qué no hace su trato con otra persona? Sin duda hay otras opciones para sus barcos…, otros grupos que aprovecharían sin dudar esas tarifas.
Camon frunció el ceño.
—No es cuestión de dinero, Vuestra Gracia, sino de la victoria, la muestra de confianza que representaría tener un contrato con el Ministerio. Si ustedes confían en nosotros, otros lo harán también. Necesito su apoyo. —Camon estaba sudando. Debía de empezar a arrepentirse de su temeridad. ¿Lo habían traicionado? ¿Estaba Theron detrás de la extraña reunión?
El obligador esperó en silencio. Vin sabía que podía destruirlos. Si llegaba a sospechar que lo estaban timando, podría entregarlos al Cantón de la Inquisición. Más de un noble había entrado en un edificio del Cantón y no había salido nunca.
Apretando los dientes, Vin se esforzó y usó su Suerte con el obligador, volviéndolo menos suspicaz.
Arriev sonrió.
—Bien, me ha convencido —declaró de pronto.
Camon suspiró aliviado.
—En su carta más reciente sugería que necesitaban tres mil cuartos como anticipo para rehacer su equipo y reemprender las operaciones fluviales —continuó Arriev—. Vea al escriba del salón principal. Que se encargue de terminar el papeleo para que pueda solicitar los fondos necesarios. —El obligador sacó una hoja de grueso papel burocrático de un fajo y estampó un sello al pie. Se la tendió a Camon—. Su contrato.
Camon sonrió con toda el alma.
—Sabía que recurrir al Ministerio era la opción adecuada —dijo, aceptando el contrato.
Se levantó, dedicó un respetuoso saludo al obligador y, a continuación, indicó a Vin que le abriera la puerta. Ella así lo hizo. Algo va mal. Algo va muy mal.
Se detuvo en la puerta cuando Camon salió y miró al obligador. Todavía estaba sonriendo.
Un obligador feliz era siempre un mal signo.
Pero nadie los detuvo mientras atravesaban la sala de espera con sus nobles ocupantes. Camon selló y entregó el contrato al escriba adecuado y ningún soldado apareció para arrestarlos. El escriba sacó un cofrecito lleno de monedas y se lo entregó a Camon con gesto indiferente.
Luego, sin más, salieron del edificio del Cantón. Camon se reunió con el resto de sus ayudantes con obvio alivio. No hubo gritos de alarma. Ni pasos de soldados. Eran libres. Camon había conseguido timar con éxito tanto al Ministerio como al otro jefe de la banda.
En apariencia, al menos.
Kelsier se metió en la boca otro de los pastelitos de cobertura roja y lo masticó con satisfacción. El grueso ladrón y su flaca ayudante atravesaron la sala de espera camino de la salida. El obligador que había entrevistado a los dos ladrones permaneció en su despacho, al parecer preparando su siguiente cita.
—¿Y bien? —preguntó Dockson—. ¿Qué te parece?
Kelsier miró los pastelitos.
—Están bastante buenos —dijo, tomando otro—. En el Ministerio siempre han tenido un gusto excelente: es lógico que ofrezcan manjares de primera.
Dockson puso los ojos en blanco.
—Me refiero a la chica, Kell.
Kelsier sonrió mientras se aprovisionaba de cuatro pasteles, y luego indicó la puerta. La sala de espera del Cantón empezaba a estar demasiado abarrotada para discutir asuntos delicados. Al salir, se detuvo para decirle al obligador secretario del rincón que tendrían que fijar una cita para otro día.
Luego los dos atravesaron la cámara de entrada, pasando junto al voluminoso jefe de banda, que estaba hablando con un escriba. Kelsier salió a la calle, se puso la capucha para protegerse de la caída de ceniza y abrió la marcha. Se detuvo en la boca de un callejón, desde donde Dockson y él podían observar las puertas del edificio del Cantón.
Kelsier masticó feliz sus pastelitos.
—¿Cómo la descubriste? —preguntó entre bocados.
—Tu hermano —respondió Dockson—. Camon trató de engatusar a Marsh hace unos cuantos meses, y también llevó a la chica. Lo cierto es que el pequeño amuleto de la suerte de Camon está adquiriendo una fama moderada en los círculos adecuados. Todavía no estoy seguro de si Camon sabe lo que ella es o si no lo sabe. Ya sabes lo supersticiosos que pueden ser los ladrones.
Kelsier asintió y se sacudió las manos.
—¿Cómo sabías que ella estaría aquí hoy?
Dockson se encogió de hombros.
—Unos cuantos sobornos en el lugar adecuado. Llevo vigilando a la chica desde que Marsh me la señaló. Quería darte la oportunidad de verla con tus propios ojos.
Al otro lado de la calle, la puerta del edificio del Cantón se abrió al fin y Camon bajó a toda prisa la escalinata, rodeado de un grupo de «sirvientes». La muchachita de pelo corto lo acompañaba. Kelsier frunció el ceño al verla. Caminaba ansiosa y dio un leve respingo cuando alguien hizo un movimiento rápido. Tenía la mejilla derecha todavía ligeramente lívida por un cardenal a medio curar.
Kelsier miró al engreído Camon. Tendré que idear algo adecuado para este hombre.
—Pobrecilla —murmuró Dockson.
Kelsier asintió.
—Pronto se librará de él. Es asombroso que nadie la haya descubierto antes.
—¿Tu hermano tenía razón, entonces?
Kelsier asintió.
—Al menos es una brumosa y, si Marsh dice que es algo más, me inclino a creerlo. Me sorprende un poco verla usar la alomancia con un miembro del Ministerio, sobre todo dentro de un edificio del Cantón. Supongo que ni siquiera sabe que está utilizando sus habilidades.
—¿Es eso posible? —preguntó Dockson.
Kelsier asintió.
—Los minerales sedimentarios del agua pueden ser quemados, aunque solo sea para obtener una brizna de poder. Ese es uno de los motivos por los que el lord Legislador construyó su ciudad aquí: hay mucho metal en el suelo. Yo diría que…
Kelsier se calló y frunció levemente el ceño. Algo iba mal. Miró hacia Camon y su grupo. Todavía eran visibles no muy lejos, cruzando la calle y dirigiéndose hacia el sur.
Una figura apareció en la puerta del edificio del Cantón. Esbelto y con aire confiado, llevaba alrededor de los ojos los tatuajes de un sumo prelado del Cantón de las Finanzas. Quizá se tratara del mismo hombre con el que Camon se había reunido un rato antes. El obligador salió del edificio y un segundo hombre salió tras él.
Junto a Kelsier, Dockson se envaró de pronto.
El segundo hombre era alto y de constitución robusta. Cuando se dio la vuelta, Kelsier vio que un grueso clavo de metal atravesaba cada uno de los ojos del hombre. Tan anchos como la cuenca ocular, los clavos eran lo bastante largos como para que sus afiladas puntas sobresalieran dos centímetros por la parte posterior del cráneo afeitado del hombre. Las cabezas planas de los clavos brillaban como dos discos de plata en las cuencas donde deberían haber estado los ojos.
Un inquisidor de acero.
—¿Qué está haciendo eso aquí? —preguntó Dockson.
—Cálmate —dijo Kelsier, tratando de hacer lo mismo.
El inquisidor miró hacia ellos. Los ojos claveteados observaron a Kelsier antes de volverse hacia el lugar por donde se habían ido Camon y la muchacha. Como todos los inquisidores, llevaba intrincados tatuajes en los ojos (sobre todo negros, con una dura línea roja), que lo identificaban como un miembro de alto rango del Cantón de la Inquisición.
—No está aquí por nosotros —dijo Kelsier—. No voy a quemar nada: pensará que solo somos nobles ordinarios.
—La muchacha —dijo Dockson.
Kelsier asintió.
—Dices que Camon lleva trabajando en este timo al Ministerio algún tiempo. Bien, la chica debe de haber sido detectada por uno de los obligadores. Están entrenados para reconocer cuándo un alomántico juega con sus emociones.
Dockson frunció el ceño, pensativo. Al otro lado de la calle, el inquisidor dijo algo al otro obligador y luego los dos se volvieron para echar a andar hacia donde había ido Camon. Caminaban sin ninguna prisa.
—Deben de haber enviado a alguien a seguirlos —dijo Dockson.
—Se trata del Ministerio —respondió Kelsier—. Habrán enviado al menos a dos.
Dockson asintió.
—Camon los llevará directamente a su guarida. Morirán docenas de ladrones. No son las personas más admirables del mundo, pero…
—A su modo, combaten al Imperio Final —dijo Kelsier—. Además, no estoy dispuesto a dejar que una posible nacida de la bruma se nos escape. Quiero hablar con la chica. ¿Puedes encargarte de esos perseguidores?
—Te decía que me estaba aburriendo, Kell, no que me hubiera vuelto torpe. Puedo encargarme de un par de sicarios del Ministerio.
—Bien —dijo Kelsier metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un frasquito. Varios copos de metal flotaban en una solución salina. Hierro, acero, estaño, peltre, cobre, bronce, cinc y latón: los ocho metales alománticos básicos. Kelsier le quitó el tapón y engulló el contenido de un solo trago.
Se guardó el frasco vacío y se limpió la boca.
—Me encargaré de ese inquisidor.
Dockson pareció preocuparse.
—¿Vas a intentar enfrentarte a él?
Kelsier negó con la cabeza.
—Demasiado peligroso. Lo distraeré nada más. Ahora, en marcha… No queremos que esos perseguidores encuentren la guarida.
Dockson asintió.
—Nos reuniremos en la encrucijada Quince —dijo antes de desaparecer callejón abajo doblando una esquina.
Kelsier contó hasta diez antes de buscar en su interior y quemar sus metales. Su cuerpo se llenó de fuerza, claridad y poder. Sonrió. Luego, quemando cinc, extendió su poder y se apoderó con firmeza de las emociones del inquisidor. La criatura se detuvo en el acto, luego se dio la vuelta y miró hacia el edificio del Cantón.
Ahora vamos a jugar a perseguirnos, tú y yo, pensó Kelsier.