«El Héroe de las Eras no será un hombre, sino una fuerza. Ninguna nación lo reclamará, ninguna mujer lo conservará y ningún rey podrá matarlo. No pertenecerá a nadie, ni siquiera a sí mismo».
21
Kelsier leía tranquilamente mientras su barco se dirigía por el canal hacia el norte. «A veces, me preocupa no ser el héroe que todos creen que soy», decía el texto.
¿Qué prueba tenemos? ¿Las palabras de hombres muertos y que solo ahora parecen proféticas? Aunque aceptemos las profecías, solo interpretaciones superficiales las relacionan conmigo. ¿Es mi defensa de la Montaña de Verano realmente la «carga por la que será mencionado el héroe»? Mis diversos matrimonios podrían darme unos «lazos sin sangre con los reyes del mundo», si se considera su lado propicio. Hay docenas de frases similares que podrían referirse a acontecimientos de mi vida. Pero, una vez más, todo podrían ser coincidencias.
Los filósofos me aseguran que este es el momento, que los signos se han cumplido. Pero yo me sigo preguntando si no tienen al hombre equivocado. Tanta gente depende de mí… Dicen que tengo en mis manos el futuro del mundo entero.
¿Qué pensarían si supieran que su paladín, el Héroe de las Eras, su salvador, dudó de sí mismo? Tal vez no se sorprendieran en absoluto. En cierto modo, eso es lo que más me preocupa. Tal vez, en el fondo, dudan, igual que dudo yo.
Cuando me ven, ¿ven a un mentiroso?
Raseen parece pensar así. Sé que no debería dejar que un simple porteador me perturbe. Aunque, él es de Terris, donde se originaron las profecías. Si alguien pudiera identificar un fraude, ¿no sería él?
Sin embargo, continúo mi viaje, acudiendo a los lugares donde los augurios escritos proclaman que me encontraré con mi destino… a pie, sintiendo los ojos de Rashek en mi espalda. Celosos. Burlones. Llenos de odio.
En el fondo, me preocupa que mi arrogancia nos destruya a todos.
Kelsier soltó el librito mientras su cabina se estremecía levemente por los esfuerzos de quienes tiraban del barco. Se alegró de que Sazed le hubiera proporcionado un ejemplar de los fragmentos que había traducido del diario del lord Legislador antes de que el convoy de barcos zarpara. Había muy poco que hacer durante el viaje.
Por fortuna, el diario era fascinante. Fascinante y extraño. Resultaba perturbador leer palabras escritas por el mismísimo lord Legislador. Para Kelsier, el lord Legislador era menos que un hombre, más bien una… criatura. Una fuerza maligna que tenía que ser destruida.
Sin embargo, la persona que se presentaba en el libro parecía perfectamente mortal. Se hacía preguntas y reflexionaba: era un hombre profundo e incluso de carácter.
Aunque sería mejor no confiar demasiado en la narración, pensó Kelsier, pasando los dedos por la página. Los hombres rara vez consideran injustificadas sus propias acciones.
Con todo, la historia del lord Legislador le recordaba a Kelsier las leyendas que había oído, historias susurradas por los skaa, discutidas por los nobles y memorizadas por los guardadores. Decían que una vez, antes de la Ascensión, el lord Legislador había sido el más grande de los hombres. Un líder amado, un hombre a quien se había confiado el destino de toda la humanidad.
Por desgracia, Kelsier sabía cómo terminaba la historia. El Imperio Final mismo era el legado de aquel diario. El lord Legislador no había salvado a la humanidad: la había esclavizado. Leer una narración de primera mano, ver las dudas y las luchas internas del lord Legislador, solo hacía que la historia fuese aún más trágica.
Kelsier volvió a coger el libro para continuar leyendo; sin embargo, el barco redujo la marcha. Miró por la ventana de su camarote, contemplando el canal. Docenas de hombres lo remolcaban por el pequeño camino que corría en paralelo al canal, tirando de las cuatro barcazas y los dos barquitos que componían el convoy. Era una forma eficaz de viajar, aunque esforzada: al tirar de la barcaza por el canal los hombres podían mover más kilos de peso que si hubiesen tenido que cargarlos.
Sin embargo, los hombres tuvieron que detenerse. Ante ellos, Kelsier vio un mecanismo de compuertas más allá del cual el canal se bifurcaba en una especie de cruce de caminos de agua. Por fin, pensó. Sus semanas de viaje habían terminado.
Kelsier no esperó a que llegara ningún mensajero, sino que subió a la cubierta del barco y sacó unas cuantas monedas de su bolsa. Hora de ser un poco ostentoso, pensó, dejando caer una moneda sobre las tablas. Quemó acero y se empujó al aire.
Se abalanzó en ángulo, ganando rápidamente altura para poder ver toda la hilera de hombres, la mitad tirando de los barcos, la otra mitad caminando y esperando su turno. Kelsier voló en arco, dejó caer otra moneda mientras pasaba por encima de una de las barcazas cargadas de suministros, y luego empujó contra ella cuando empezaba a descender.
Kelsier quemó peltre, reforzando su cuerpo mientras chocaba contra la cubierta del barco que lideraba el convoy.
Yeden salió de su cabina, sorprendido.
—¡Lord Kelsier! Hemos… llegado a la encrucijada.
—Ya lo veo —dijo Kelsier, contemplando la fila de barcos.
Los hombres que tiraban hablaban entre sí, señalando entusiasmados. Parecía extraño usar la alomancia tan claramente a plena luz del día, y ante tanta gente.
No se puede evitar, pensó. Esta visita es la última oportunidad que tendrán los hombres de verme durante meses. Tengo que impresionarlos, darles algo a lo que puedan aferrarse, si es que todo esto va a funcionar…
—¿Vamos a ver si el grupo de las cuevas ya ha llegado a recibirnos? —preguntó Kelsier, volviéndose hacia Yeden.
—Por supuesto —dijo Yeden, indicando a un criado que acercara su barco a la orilla del canal y tendiera la plancha.
Yeden parecía entusiasmado; era, en efecto, un hombre de bien, y eso Kelsier lo respetaba, aunque le faltara un poco de presencia.
Casi toda mi vida he tenido el problema contrario, pensó Kelsier, divertido, mientras bajaba con Yeden del barco. Demasiada presencia, no demasiada bondad.
Los dos hombres caminaron entre la fila de trabajadores del canal. Casi al frente de todos, uno de los violentos de Ham, que se hacía pasar por el capitán de la guardia de Kelsier, los saludó.
—Hemos llegado a la encrucijada, lord Kelsier.
—Ya lo veo —repitió Kelsier. Ante ellos se alzaba un denso bosquecillo que se perdía hacia las colinas. Los canales se mantenían apartados de los bosques: había mejores fuentes de madera en otras partes del Imperio Final. El bosque era ignorado por casi todos.
Kelsier quemó estaño y dio un leve respingo porque la luz del sol fue súbitamente cegadora. Sin embargo, sus ojos se adaptaron y pudo captar detalles, y algo de movimiento, en el bosque.
—Allí —dijo, lanzando una moneda al aire, y luego empujándola. La moneda se abalanzó hacia delante y se estampó contra un árbol. Respondiendo a la señal acordada, un grupito de hombres camuflados salió de entre los árboles, cruzando la tierra manchada de ceniza en dirección al canal.
—Lord Kelsier —dijo el primero de todos, saludando—. Soy el capitán Demoux. Por favor, reúna a los reclutas y que vengan conmigo… El general Hammond está ansioso por verlo.
El «capitán» Demoux era un hombre joven para ser tan disciplinado. Con apenas veinte años, lideraba a su pequeña tropa con una solemnidad que podría haber resultado fatua de haber sido menos competente.
Hombres más jóvenes que él han conducido soldados a la batalla, pensó Kelsier. Que yo fuera un cretino cuando tenía su edad no significa que todo el mundo lo sea. Mira a la pobre Vin: apenas dieciséis años y ya rivaliza con Marsh en seriedad.
Dieron un rodeo a través del bosque: siguiendo órdenes de Ham, cada soldado seguía un camino distinto para evitar dejar rastro. Kelsier miró a los doscientos hombres que le seguían, frunciendo levemente el ceño. Su rastro resultaría muy visible, casi con toda seguridad, pero había poco que hacer al respecto: los movimientos de tantos hombres serían casi imposible de enmascarar.
Demoux se detuvo, agitó un brazo y varios miembros de su escuadrón avanzaron; no tenían ni la mitad del sentido militar del decoro de su jefe. De todas formas, Kelsier se sintió impresionado. Durante su anterior visita los hombres se habían mostrado indecisos y descoordinados, como la mayoría de los parias skaa. Ham y sus oficiales habían hecho bien su trabajo.
Los soldados retiraron unos matorrales falsos revelando una grieta en el suelo. Dentro estaba oscuro y las paredes eran de granito cristalino. No era una caverna normal en la falda de la montaña, sino una simple hendidura en el suelo que conducía directamente hacia abajo.
Kelsier se detuvo, contemplando el negro agujero de piedra. Se estremeció levemente.
—¿Kelsier? —preguntó Yeden, frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa?
—Me recuerda a los Pozos. Eran así… grietas en el suelo.
Yeden palideció.
—Oh. Yo, hummm…
Kelsier se encogió de hombros.
—Sabía que esto habría de llegar. Bajé a esas cuevas todos los días durante años y siempre salí de ellas. Las derroté. No tienen ningún poder sobre mí.
Para demostrarlo, avanzó y se internó en la estrecha grieta. Apenas tenía anchura suficiente para que pasara un hombre. Mientras descendía, Kelsier vio que los soldados, tanto los hombres de Demoux como los nuevos reclutas, observaban en silencio. Había hablado intencionadamente en voz alta para que lo oyeran.
Que vean mi debilidad y me vean también superarla.
Eran pensamientos valientes. Sin embargo, una vez que estuvo bajo la superficie fue como si hubiera vuelto a los Pozos. Aplastado entre dos paredes de piedra, buscó asidero para bajar con dedos temblorosos. Frío, humedad, oscuridad. Quienes recuperaban el atium tenían que ser esclavos. Los alománticos podían haber sido más efectivos, pero usar la alomancia cerca de los cristales de atium los quebraba. Por eso el lord Legislador empleaba a hombres condenados. Los obligaba a bajar a los Pozos. Los obligaba a arrastrarse hacia abajo, siempre hacia abajo…
Kelsier se obligó a continuar. Aquello no era Hathsin. La grieta no descendería durante horas y no habría agujeros de aristas de cristal a los que agarrarse con brazos arañados y sangrantes, estirándose y buscando las geodas de atium de su interior. Una geoda equivalía a más de una semana de vida. Vida bajo los látigos de los capataces. Vida bajo la férula de un dios sádico. Vida bajo el sol convertido en rojo.
Cambiaré las cosas para los demás, pensó Kelsier. ¡Las mejoraré!
El descenso le resultó difícil, mucho más de lo que habría admitido. Por fortuna, la grieta pronto desembocó en una caverna más grande y Kelsier atisbó una luz abajo. Se dejó caer el resto del camino, aterrizó en el irregular suelo de piedra y le sonrió al hombre que estaba allí esperando.
—Vaya entradita que tenéis aquí, Ham —dijo Kelsier, sacudiéndose las manos.
Ham sonrió.
—Tendrías que ver el cuarto de baño.
Kelsier se echó a reír y se hizo a un lado para dejar sitio a los demás. Varios túneles naturales surgían de la cámara y una pequeña escala de cuerda colgaba desde el pie del agujero para facilitar la subida. Yeden y Demoux bajaron por la escala hasta la cueva, con la ropa llena de desgarrones y sucia por el descenso. No era una entrada fácil. Esa era precisamente la idea.
—Me alegro de verte, Kell —dijo Ham. Resultaba extraño verlo con ropa a la que no le faltaban las mangas. De hecho, su atuendo militar tenía un aspecto bastante formal, con líneas cuadradas y botones en la parte delantera—. ¿Cuántos me has traído?
—Más de doscientos cuarenta.
Ham alzó las cejas.
—El reclutamiento está mejorando, ¿eh?
—Por fin —asintió Kelsier. Los soldados empezaron a llegar a la cueva y varios de los ayudantes de Ham avanzaron para ayudar a los recién llegados y dirigirlos a un túnel lateral.
Yeden se acercó a Kelsier y Ham.
—¡Esta caverna es sorprendente, lord Kelsier! Nunca la había visto en persona. ¡No me extraña que el lord Legislador no haya encontrado a los hombres que se esconden aquí abajo!
—El complejo es completamente seguro —dijo Ham con orgullo—. Solo hay tres entradas, todas ellas grietas como esta. Con los suministros adecuados, podríamos defender este lugar indefinidamente contra una fuerza invasora.
—Además, este no es el único complejo de cavernas que hay bajo estas montañas —dijo Kelsier—. Aunque el lord Legislador decidiera destruirnos, su ejército podría pasarse semanas buscándonos sin encontrarnos.
—Sorprendente —comentó Yeden. Se volvió a mirar a Kelsier—. Me equivocaba contigo, lord Kelsier. Esta operación… este ejército… Bueno, has hecho algo impresionante.
Kelsier sonrió.
—Lo cierto es que no te equivocaste conmigo. Creíste en mí cuando esto empezó, y es justo reconocer que solo estamos aquí gracias a ti.
—Yo… supongo que así fue, ¿no? —dijo Yeden, sonriendo.
—Sea como sea, aprecio el voto de confianza. Los hombres tardarán un buen rato en bajar por esa grieta… ¿Te importaría dirigir las cosas? Me gustaría hablar un momento con Hammond.
—Naturalmente, lord Kelsier. —Había respeto, incluso un poco de adulación, en la voz de Yeden.
Kelsier hizo un gesto hacia un lado. Ham frunció levemente el ceño, empuñó una linterna y siguió a Kelsier. Salieron de la primera cámara, entraron en un túnel lateral y, cuando no los pudo oír nadie, Ham se detuvo y miró hacia atrás.
Kelsier se detuvo, alzando una ceja.
—Desde luego, Yeden ha cambiado.
—Causo ese efecto en la gente.
—Debe de ser por tu asombrosa humildad —dijo Ham—. En serio, Kell. ¿Cómo lo haces? Ese hombre prácticamente te odiaba; ahora te mira como un crío que idolatra a su hermano mayor.
Kelsier se encogió de hombros.
—Yeden nunca había formado parte de un equipo efectivo… Creo que ha empezado a darse cuenta de que podemos tener posibilidades. En poco más de seis meses hemos organizado una rebelión más grande de lo que había visto jamás. Ese tipo de resultados pueden convertir incluso a los más testarudos.
Ham no parecía convencido. Finalmente, se encogió de hombros y echó a andar de nuevo.
—¿De qué querías hablar?
—Lo cierto es que me gustaría visitar las otras dos entradas, si es posible —dijo Kelsier.
Ham asintió, e indicó un túnel lateral y abrió la marcha. El túnel, como la mayoría, no había sido creado por manos humanas: era un desarrollo natural del complejo de cuevas. Había cientos de sistemas de cavernas similares en el Dominio Central, aunque la mayoría no eran tan extensos. Y solo en uno, los Pozos de Hathsin, había geodas de atium.
—Yeden tiene razón —dijo Ham, abriéndose paso por el estrecho túnel—. Escogiste un lugar magnífico para esconder a esta gente.
Kelsier asintió.
—Varios grupos rebeldes han usado estos complejos de cavernas durante siglos. Están demasiado cerca de Luthadel, pero el lord Legislador nunca ha dirigido una incursión con éxito contra ninguno. Ahora ignora el lugar… Demasiados fracasos, supongo.
—No lo dudo —repuso Ham—. Con todos estos recovecos y cuellos de botella, sería un lugar desagradable para librar una batalla.
Salió del pasadizo y entró en otra pequeña caverna. También tenía una grieta en el techo por donde se colaba una tenue luz. En la sala había un escuadrón de diez soldados, que se pusieron firmes en cuanto Ham entró.
Kelsier asintió, aprobando la medida.
—¿Diez hombres en todo momento?
—En cada una de las entradas.
—Bien —dijo Kelsier.
Se acercó a inspeccionar a los soldados. Iba remangado, mostrando las cicatrices, y vio que los hombres las miraban. En realidad no sabía qué inspeccionar, pero trató de parecer severo. Examinó las armas: bastones para ocho de los hombres, espadas para dos, y cepilló unos cuantos hombros, aunque ninguno de los hombres llevaba uniforme.
Finalmente, se volvió hacia un hombre que llevaba una insignia en el hombro.
—¿A quién permites salir de las cuevas, soldado?
—¡Solo a los hombres que lleven una carta sellada por el general Hammond en persona, señor!
—¿Sin excepción?
—¡No, señor!
—¿Y si yo quisiera salir ahora mismo?
El hombre vaciló.
—Hummm…
—¡Me detendrías! —dijo Kelsier—. Nadie está exento, soldado. Ni yo, ni tu compañero de litera, ni un oficial… nadie. ¡Si no tienen ese sello, no salen!
—¡Sí, señor!
—Buen soldado —dijo Kelsier—. Si todos tus hombres son así de buenos, general Hammond, el lord Legislador tiene buenos motivos para tener miedo.
Los soldados hincharon el pecho levemente al oír esas palabras.
—Continúen —dijo Kelsier, haciendo un gesto a Ham para que le siguiera mientras abandonaba la sala.
—Muy amable por tu parte —dijo Ham en voz baja—. Llevan semanas esperando tu visita.
Kelsier se encogió de hombros.
—Solo quería asegurarme de que guardan bien la grieta. Ahora que tienes más hombres, quiero que pongas guardias en todos los túneles que conduzcan a las cavernas de salida.
Ham asintió.
—Pero me parece un poco raro.
—Compláceme —dijo Kelsier—. Un único desertor o alguien descontento podría traicionarnos a todos ante el lord Legislador. Es bueno que consideres que podéis defender este sitio, pero si un ejército acampara ahí fuera para atraparos, este ejército sería absolutamente inútil para nosotros.
—Muy bien —dijo Ham—. ¿Quieres ver la tercera entrada?
—Por favor.
Ham asintió y lo condujo por otro túnel.
—Una cosa más —dijo Kelsier después de caminar un poco—. Reúne un grupo de cien hombres, gente en quien puedas confiar, y mándalos a recorrer el bosque. Si alguien viene a buscarnos, no podrá negar el hecho de que un montón de gente ha pasado por la zona. Sin embargo, podríamos confundir las huellas para que todas las pistas no conduzcan a ninguna parte.
—Buena idea.
—Estoy lleno de ellas —dijo Kelsier mientras entraban en otra cámara, esta mucho más grande que las dos anteriores. No era un hueco de entrada, sino más bien una sala de entrenamiento.
Había grupos de hombres armados con espadas o con bastones, combatiendo bajo la mirada atenta de instructores uniformados. Los uniformes para los oficiales habían sido idea de Dockson. No podían permitirse uniformar a todos los hombres: hubiese sido demasiado caro y conseguir tantos uniformes habría parecido sospechoso. Sin embargo, tal vez ver a sus líderes de uniforme los ayudaría a conseguir una sensación de cohesión.
Ham se detuvo en la entrada de la cueva en vez de continuar. Miró a los soldados y habló en voz baja.
—Tenemos que hablar de esto en algún momento, Kell. Los hombres empiezan a sentirse soldados, pero… Bueno, son skaa. Se han pasado la vida trabajando en las fábricas o en los campos. No sé cómo lo harán cuando se enfrenten en un campo de batalla.
—Si lo hacemos todo bien, no tendrán que luchar mucho —dijo Kelsier—. Solo un par de cientos de soldados guardan los Pozos… El lord Legislador no puede tener demasiados hombres allí para no dar pistas acerca de la importancia del lugar. Nuestros mil hombres podrán hacerse con los Pozos y retirarse en cuanto llegue la Guarnición. Los otros nueve mil puede que tengan que enfrentarse a unos pocos escuadrones de guardias de las Grandes Casas y a los soldados de palacio, pero nuestros hombres deberían contar con la superioridad numérica.
Ham asintió, aunque sus ojos todavía mostraban incertidumbre.
—¿Qué? —preguntó Kelsier, apoyado contra la lisa boca cristalina de la caverna.
—¿Y cuando acabemos con ellos, Kell? —preguntó Ham—. Cuando tengamos nuestro atium, le entregamos la ciudad y el ejército a Yeden. ¿Y luego qué?
—Eso es cosa de Yeden.
—Los masacrarán —dijo Ham en voz muy baja—. Diez mil hombres no podrán defender Luthadel contra todo el Imperio Final.
—Pretendo darles una posibilidad mejor de lo que crees, Ham. Si podemos volver a los nobles unos contra otros y desestabilizar al gobierno…
—Tal vez —dijo Ham, pero no estaba convencido.
—Estuviste de acuerdo con el plan. Esto es lo que hemos pretendido desde el principio. Levantar un ejército y entregárselo a Yeden.
—Lo sé —dijo Ham, suspirando y apoyándose en una de las paredes de la caverna—. Supongo… Bueno, es diferente ahora que los he estado dirigiendo. Tal vez no estoy hecho para estar al mando. Soy guardaespaldas, no general.
Sé cómo te sientes, amigo mío, pensó Kelsier. Yo soy ladrón, no profeta. A veces, tenemos que hacer lo que el trabajo exige.
Kelsier puso una mano sobre el hombro de Ham.
—Has hecho un buen trabajo aquí.
Ham vaciló.
—¿He hecho?
—He traído a Yeden para sustituirte. Dox y yo decidimos que sería mejor nombrarlo comandante del ejército…, de esa forma, la tropa se acostumbrará a considerarlo su líder. Además, te necesitamos en Luthadel. Alguien tiene que visitar la Guarnición y recopilar datos, y tú eres el único con contactos militares.
—Entonces, ¿voy a volver contigo?
Kelsier asintió.
Ham pareció abatido un momento, pero luego se relajó y sonrió.
—¡Por fin podré librarme de este uniforme! Pero ¿crees que Yeden podrá encargarse?
—Tú mismo has dicho que ha cambiado mucho durante los últimos meses. Y lo cierto es que es un administrador excelente: ha hecho un buen trabajo con la rebelión desde que se marchó mi hermano.
—Supongo…
Kelsier sacudió apenado la cabeza.
—Somos pocos, Ham. Tú y Brisa sois los únicos hombres en quienes sé que puedo confiar, y os necesito en Luthadel. Yeden no es perfecto para el trabajo que hay que hacer aquí, pero el ejército será suyo tarde o temprano. Bien podemos dejarlo que lo lidere durante un tiempo. Además, eso le dará algo que hacer: está empezando a protestar de su puesto en el grupo. —Kelsier hizo una pausa, luego sonrió divertido—. Creo que está celoso de la atención que presto a los demás.
Ham sonrió.
—Eso sí que es un cambio.
Echaron a andar de nuevo, dejando atrás la cámara de prácticas. Entraron en otro serpenteante túnel de piedra que conducía hacia abajo, con la linterna de Ham como única iluminación.
—¿Sabes? Hay algo agradable en este sitio —dijo Ham tras unos minutos de caminata—. Es probable que ya te hayas percatado antes, pero a veces hay belleza aquí abajo.
Kelsier no lo había advertido. Miró hacia un lado mientras caminaban. Un borde de la cámara había sido formado por los minerales que goteaban del techo, finas estalactitas y estalagmitas, como sucios trozos de hielo, se mezclaban para formar una especie de barrera. Los minerales chispeaban a la luz de la linterna, y el camino ante ellos parecía petrificado en forma de río fundido.
No, pensó Kelsier. No, no veo su belleza, Ham. Otros hombres podrían ver arte en las capas de color y roca fundida. Kelsier solo veía los Pozos. Cuevas interminables, la mayoría a pico. Se había visto obligado a reptar entre grietas, avanzando en la oscuridad, sin una sola luz que le aclarara el camino.
A menudo había pensado no volver a subir. Pero entonces encontraba un cadáver en las cuevas: el cuerpo de otro prisionero, un hombre que se había perdido o que tal vez se había rendido. Kelsier palpaba sus huesos y se prometía más. Cada semana tenía que encontrar una geoda de atium. Cada semana evitaba la ejecución por medio de brutales palizas.
Excepto la última vez. No se merecía estar vivo: tendrían que haberlo matado. Pero Mare le dio una geoda de atium, tras prometerle que había encontrado dos esa semana. Hasta después de entregarla no descubrió su mentira. La mataron a golpes al día siguiente. A golpes, delante de él.
Esa noche, Kelsier rompió, consiguiendo sus poderes como nacido de la bruma. La noche siguiente, murieron hombres.
Muchos hombres.
Superviviente de Hathsin. Un hombre que no debería vivir. Incluso después de verla morir, no fui capaz de decidir si me había traicionado o no. ¿Me dio esa geoda por amor? ¿O por un sentimiento de culpa?
No, no podía ver belleza en las cavernas. Otros hombres se habían vuelto locos en los Pozos, aterrorizados por los espacios pequeños y cerrados. Eso no le había sucedido a él. Sin embargo, sabía que no importaba qué maravillas contuvieran los laberintos, no importaba lo sorprendentes que fueran las vistas o lo delicado de las bellezas, nunca las reconocería. No con Mare muerta.
No puedo seguir pensando en esto, decidió Kelsier, mientras la caverna parecía volverse más oscura a su alrededor. Miró hacia un lado.
—Muy bien, Ham. Continúa. Dime qué estás pensando.
—¿De verdad? —dijo Ham ansiosamente.
—Sí —contestó Kelsier, resignado.
—Muy bien. Esto es lo que me ha estado preocupando últimamente: ¿son los skaa diferentes de los nobles?
—Claro que lo son —dijo Kelsier—. La aristocracia tiene el dinero y la tierra; los skaa no tienen nada.
—No me refiero a la economía… Estoy hablando de diferencias físicas. Sabes lo que dicen los obligadores, ¿verdad?
Kelsier asintió.
—Bien, ¿es cierto? Quiero decir, los skaa tienen un montón de hijos y he oído decir que los aristócratas tienen problemas para reproducirse.
El Equilibrio, se llamaba. Supuestamente, era la forma en que el lord Legislador se aseguraba de que no hubiese demasiados nobles para que los skaa los apoyaran, y la manera de asegurarse también de que, a pesar de las palizas y las muertes al azar, siempre hubiera suficientes skaa para cultivar la tierra y trabajar en las fábricas.
—Siempre había supuesto que era retórica del Ministerio —dijo Kelsier sinceramente.
—He conocido a mujeres skaa que han tenido hasta una docena de hijos. Pero no puedo nombrar a ninguna familia noble importante que haya tenido más de tres.
—Es algo cultural.
—¿Y la diferencia de estatura? Dicen que a los skaa y los nobles basta con mirarlos para distinguirlos. Eso ha cambiado, quizá merced al mestizaje, pero la mayoría de los skaa son bajos.
—Mayormente es debido a la nutrición. Los skaa no comen lo suficiente.
—¿Y la alomancia?
Kelsier frunció el ceño.
—Tienes que admitir que en eso hay una diferencia física —dijo Ham—. Los skaa nunca se convierten en brumosos a menos que tengan sangre aristócrata de las últimas cinco generaciones.
Eso, al menos, era cierto.
—Los skaa no piensan como los nobles, Kell —dijo Ham—. ¡Incluso estos soldados son tímidos, y son los valientes! Yeden tiene razón respecto a la población general skaa: nunca se rebelará. ¿Y si… y si realmente hay algo físicamente diferente en nosotros? ¿Y si los nobles tienen derecho a gobernarnos?
Kelsier se detuvo.
—No lo dirás en serio.
Ham se detuvo también.
—Supongo que… no, no. Pero a veces me pregunto… Los nobles tienen la alomancia, ¿verdad? Tal vez estén hechos para mandar.
—¿Hechos por quién? ¿Por el lord Legislador?
Ham se encogió de hombros.
—No, Ham. No es así. No es así. Sé que es difícil aceptarlo, las cosas han sido de este modo muchísimo tiempo, pero algo está muy mal en el modo de vida de los skaa. Tienes que creer eso.
Ham se detuvo, luego asintió.
—Vamos —dijo Kelsier—. Quiero visitar esa otra entrada.
La semana pasó despacio. Kelsier pasó revista a las tropas, supervisó el entrenamiento, la comida, las armas, los suministros, los exploradores, los guardias y casi todo lo que se le ocurrió. Lo más importante: visitó a los hombres. Los alabó y los animó… y se aseguró de usar la alomancia con frecuencia delante de ellos.
Aunque muchos skaa habían oído hablar de la alomancia, muy pocos sabían específicamente en qué consistía. Los brumosos nobles rara vez utilizaban sus poderes delante de otra gente, y los mestizos tenían que ser aún más cuidadosos. Los skaa corrientes, incluso los skaa de ciudad, no sabían nada de empujar acero o quemar peltre. Cuando veían a Kelsier volar por los aires o combatir con fuerza sobrenatural, lo atribuían a una misteriosa magia alomántica. A Kelsier no le importaba el malentendido.
Sin embargo, a pesar de todas las actividades de la semana, nunca olvidó su conversación con Ham.
¿Cómo pudo preguntarse siquiera si los skaa son inferiores?, pensó Kelsier, hurgando en su comida en la alta mesa colocada en la caverna de reuniones. La enorme «sala» era lo bastante grande para albergar a todo el ejército de siete mil hombres, aunque muchos ocupaban salas laterales o los túneles. La mesa estaba situada sobre una formación rocosa al fondo de la cámara.
Sospecho que me preocupo en exceso. Ham tenía tendencia a pensar en cosas que ningún otro hombre consideraba: aquel era otro de sus dilemas filosóficos. De hecho, ya parecía haber olvidado sus anteriores desvelos. Se reía junto a Yeden, disfrutando de su comida.
En cuanto a Yeden, el delgado líder rebelde parecía bastante satisfecho de su uniforme de general y se había pasado la semana tomando notas de Ham referidas a la dirección del ejército. Parecía estar encajando de modo muy natural en sus responsabilidades.
De hecho, Kelsier parecía ser el único hombre que no estaba disfrutando del festín. La comida, traída en barcaza especialmente para la ocasión, era humilde para los aristócratas, pero mucho mejor que los alimentos a los que estaban acostumbrados los soldados. Los hombres disfrutaban de la cena con alegre escándalo, bebiendo su pequeña ración de cerveza y celebrando el momento.
Y, sin embargo, Kelsier seguía preocupado. ¿Por qué creían estar luchando estos hombres? Parecían entusiasmados con su entrenamiento, pero eso podía deberse también a que ahora tenían asegurada la comida. ¿De verdad creían que se merecían derrocar al Imperio Final? ¿Pensaban que los skaa eran inferiores a los nobles?
Kelsier notaba sus reservas. Muchos de los hombres eran conscientes del peligro inminente y solo las estrictas reglas les impedían huir. Aunque estaban ansiosos por hablar de su entrenamiento, evitaban hacerlo sobre la tarea final: la toma del palacio y las murallas de la ciudad, y el enfrentamiento con la Guarnición de Luthadel.
No creen que vayan a tener éxito, supuso Kelsier. Necesitan confianza. Los rumores sobre mí son un principio, pero…
Le dio un codazo a Ham para llamar su atención.
—¿Hay aquí algún hombre que te haya causado un problema de disciplina? —preguntó en voz baja.
Ham frunció el ceño al oír la extraña pregunta.
—Hay un par, desde luego. En un grupo tan grande siempre tiene que haber disidentes.
—¿Alguien en concreto? —preguntó Kelsier—. ¿Hombres que hayan querido marcharse? Necesito a alguien que se haya destacado en su oposición a lo que estamos haciendo.
—Ahora mismo hay un par en el calabozo.
—¿Y aquí? Alguien sentado en alguna mesa a quien todos podamos ver.
Ham pensó un momento observando la multitud.
—El hombre sentado en la segunda mesa, el de la capa roja. Lo pillaron intentando escapar hace un par de semanas.
El hombre en cuestión era delgaducho y nervioso; estaba sentado a su mesa, encorvado y solitario.
Kelsier negó con la cabeza.
—Necesito a alguien un poco más carismático.
Ham se frotó la barbilla, pensativo. Entonces se detuvo y señaló con la cabeza hacia otra mesa.
—Bilg. El grandullón sentado en la cuarta mesa de la derecha.
—Ya lo veo —dijo Kelsier. Bilg era un hombretón barbudo, vestido con chaleco.
—Es demasiado listo para insubordinarse —dijo Ham—, pero ha estado creando problemas a la chita callando. No cree que tengamos ninguna posibilidad contra el Imperio Final. Por mí lo encerraría, pero no puedo castigar a nadie por expresar temor… o, al menos, si lo hiciera, tendría que hacer lo mismo con la mitad del ejército. Además, es demasiado buen guerrero para descartarlo a la ligera.
—Es perfecto —dijo Kelsier.
Quemó cinc, luego miró a Bilg. Aunque el cinc no le permitía leer las emociones del hombre, era posible, al quemar el metal, aislar a un solo individuo para aplacarlo o encenderlo, igual que se puede aislar un solo pedazo de metal entre cientos para tirar de él.
Incluso así, era difícil destacar a Bilg entre una multitud tan grande, así que Kelsier se concentró en la mesa entera, manteniendo las emociones de todos «a mano» para usarlas después. Entonces se levantó. Lentamente, la caverna guardó silencio.
—Antes de marcharme, me gustaría expresar por última vez cuánto me ha impresionado esta visita. —Sus palabras resonaron en la sala, amplificadas por la acústica natural de la caverna—. Os estáis convirtiendo en un buen ejército. Pido disculpas por robaros al general Hammond, pero os dejo a un hombre muy competente en su lugar. Muchos de vosotros conocéis al general Yeden, conocéis sus muchos años sirviendo como líder de la rebelión. Confío en su habilidad para entrenaros aún más en las labores del ejército.
Empezó a inflamar a Bilg y sus acompañantes, alterando sus emociones, contando con el hecho de que ya sentirían desagrado.
—Es una gran tarea la que os pido —dijo Kelsier, sin mirar a Bilg—. Los skaa de Luthadel, de hecho, la mayoría de los skaa en todas partes, no tienen ni idea de lo que estáis a punto de hacer por ellos. No son conscientes del entrenamiento que soportáis ni de las batallas que os preparáis para librar. Sin embargo, cosecharán la recompensa. Algún día, os llamarán héroes.
Siguió inflamando un poco más las emociones de Bilg.
—La Guarnición de Luthadel es fuerte, pero podemos derrotarla… sobre todo si tomamos rápido las murallas de la ciudad. No olvidéis por qué habéis venido aquí. No se trata tan solo de aprender a blandir una espada o llevar un casco. Esta es la mayor revolución que ha visto el mundo: se trata de tomar el gobierno, de expulsar al lord Legislador. No perdáis de vista vuestro objetivo.
Kelsier hizo una pausa. Con el rabillo del ojo vio la expresión sombría de los hombres de la mesa de Bilg. Por fin, en medio del silencio, oyó un comentario… y la acústica de la caverna llevó el murmullo a muchos oídos.
Kelsier frunció el ceño y se volvió hacia Bilg. Toda la caverna pareció volverse aún más silenciosa.
—¿Has dicho algo? —preguntó. Era el momento decisivo. ¿Resistirá o se acobardará?
Bilg le devolvió la mirada. Kelsier inflamó al hombre con su poder. Obtuvo su recompensa cuando Bilg se levantó de la mesa con la cara enrojecida.
—Sí, señor —replicó el hombretón—. He dicho algo. He dicho que algunos de nosotros no hemos perdido de vista nuestro «objetivo». Pensamos en él todos los días.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Kelsier. Empezaron a sonar murmullos al fondo de la caverna mientras los soldados pasaban la noticia a aquellos que estaban demasiado lejos para oír.
Bilg tomó aire.
—Porque, señor, pensamos que nos envías al suicidio. Los ejércitos del Imperio Final son más grandes que una sola guarnición. No importará si tomamos las murallas: acabarán por masacrarnos tarde o temprano. No se derroca a un imperio con un par de miles de soldados.
Perfecto, pensó Kelsier. Lo siento, Bilg. Pero alguien tenía que decirlo y desde luego no podía ser yo.
—Veo que tenemos un desacuerdo —dijo Kelsier en voz alta—. Yo sí creo en estos hombres y en su propósito.
—Pues yo creo que eres un necio que se engaña —gritó Bilg—. Y yo fui más necio aún al venir a estas malditas cuevas. Si tan seguro estás de nuestras posibilidades, ¿por qué no puede marcharse nadie? ¡Estamos atrapados aquí hasta que nos envíes a morir!
—Me insultas —repuso Kelsier—. Sabes muy bien por qué no se os permite marcharos. ¿Por qué quieres irte, soldado? ¿Estás ansioso por vender a tus compañeros al lord Legislador? ¿Unos cuantos cuartos rápidos a cambio de cuatro mil vidas?
El rostro de Bilg se volvió aún más rojo.
—¡Yo nunca haría una cosa así, pero tampoco voy a dejar que me envíes a la muerte! Este ejército es una tontería.
—Lo que dices es traición. —Kelsier se volvió hacia la multitud—. No es adecuado que un general luche contra un hombre bajo su mando. ¿Hay aquí algún soldado dispuesto a defender el honor de esta rebelión?
Inmediatamente, un par de docenas de hombres se levantaron. Kelsier advirtió a uno en concreto. Era más pequeño que el resto, pero tenía la sencilla disposición que Kelsier había advertido antes.
—Capitán Demoux.
Inmediatamente, el joven capitán dio un salto adelante.
Kelsier echó mano a su espada y se la lanzó.
—¿Sabes usar una espada, muchacho?
—¡Sí, señor!
—Que alguien traiga un arma para Bilg y un par de chalecos reforzados. —Kelsier se volvió hacia el hombretón—. Los nobles tienen una tradición. Cuando surge una disputa, la zanjan con un duelo. Derrota a mi campeón y serás libre para marcharte.
—¿Y si él me derrota a mí? —preguntó Bilg.
—Entonces, morirás.
—Estoy muerto si me quedo —dijo Bilg, aceptando una espada de un soldado cercano—. Acepto los términos.
Kelsier asintió e indicó a unos hombres que apartaran las mesas e hicieran espacio. Los soldados empezaron a ponerse en pie, congregándose para ver la pelea.
—Kell, ¿qué estás haciendo? —susurró Ham a su lado.
—Algo que hay que hacer.
—Que hay que… ¡Kelsier, ese chico no es rival para Bilg! Confío en Demoux, por eso lo he ascendido, pero no es un gran guerrero. ¡Bilg es uno de los mejores espadachines del ejército!
—¿Los hombres lo saben?
—Por supuesto. Cancela esto. Bilg dobla a Demoux en tamaño… El chico está en desventaja en alcance, fuerza y habilidad. ¡Lo va a matar!
Kelsier ignoró la petición. Se sentó tranquilamente mientras Bilg y Demoux sopesaban sus espadas y un par de soldados les colocaban las corazas de cuero. Cuando estuvieron listos, Kelsier agitó una mano, indicando que la pelea podía comenzar.
Ham gruñó.
Sería una pelea breve. Ambos hombres tenían espadas largas y poca armadura. Bilg avanzó confiado, haciendo unos cuantos pases de prueba hacia Demoux. El muchacho era competente: bloqueó los golpes, pero reveló gran parte de sus habilidades al hacerlo.
Inspirando profundamente, Kelsier quemó acero y hierro.
Bilg golpeó y Kelsier empujó la hoja a un lado, dando espacio a Demoux para escapar. El joven intentó una estocada que Bilg paró con facilidad. El hombretón atacó entonces con un molinete, haciendo que Demoux retrocediera tambaleándose. Demoux trató de apartarse del último golpe, pero fue demasiado lento. La hoja cayó implacablemente.
Kelsier avivó hierro, tirando de la abrazadera de una lámpara para estabilizarse, y luego asió los remaches de hierro del vestido de Demoux. Kelsier tiró mientras Demoux saltaba, apartando al muchacho de Bilg y haciéndolo trazar un arco.
Demoux aterrizó con una voltereta mientras la espada de Bilg golpeaba el suelo de piedra. El hombretón alzó la cabeza, sorprendido, y un murmullo de asombro recorrió la multitud.
Bilg gruñó y echó a correr con la espada en alto. Demoux bloqueó el potente golpe, pero Bilg le arrebató el arma al muchacho sin esfuerzo. Volvió a golpear y Demoux alzó instintivamente una mano para defenderse.
Kelsier empujó, deteniendo la espada de Bilg en medio del golpe. Demoux se levantó, la mano por adelante, como si hubiera detenido el arma atacante con un pensamiento. Los dos se quedaron así un momento, Bilg tratando de mover la espada, Demoux mirándose la mano, asombrado. Enderezándose un poco, Demoux adelantó la mano, vacilante.
Kelsier empujó y arrojó a Bilg hacia atrás. El gran guerrero cayó al suelo con un grito de sorpresa. Cuando se levantó, un momento después, Kelsier no tuvo que encender sus emociones para enfurecerlo. Aulló de ira, agarró la espada con las dos manos y se abalanzó contra Demoux.
Algunos hombres no saben cuándo tienen que dejarlo, pensó Kelsier mientras Bilg atacaba.
Demoux empezó a esquivar. Kelsier empujó al chico a un lado, apartándolo del camino. Entonces Demoux se volvió, agarró su propia arma con las dos manos y atacó a Bilg. Kelsier cogió el arma de Demoux en mitad del golpe y tiró contra ella con fuerza, adelantando el acero con un poderoso avivar de hierro.
Las espadas entrechocaron, y el golpe de Demoux, amplificado por Kelsier, le arrancó a Bilg el arma de las manos. Hubo un fuerte golpe y el grandullón cayó al suelo, perdido completamente el equilibrio por la fuerza del mandoble de Demoux. El arma de Bilg rebotó en el suelo de piedra un poco más allá.
Demoux avanzó, alzando la espada sobre el aturdido Bilg. Y entonces se detuvo. Kelsier quemó hierro con la intención de apoderarse del arma y descargarla, para forzar el golpe de gracia, pero Demoux se resistió.
Kelsier vaciló. Este hombre debería morir, pensó furioso. En el suelo, Bilg gemía. Kelsier apenas podía ver su brazo torcido, el hueso roto por el poderoso golpe. Estaba sangrando.
No, pensó Kelsier. Es suficiente.
Soltó el arma de Demoux, quien bajó la espada y miró a Bilg. Entonces Demoux alzó las manos y se las miró asombrado; los brazos le temblaban levemente.
Kelsier se puso en pie y la multitud guardó silencio una vez más.
—¿Creéis que os enviaría contra el lord Legislador sin estar preparados? —preguntó en voz alta—. ¿Creéis que os enviaría a morir? ¡Lucháis por lo que es justo! Lucháis por mí. No os faltará ayuda cuando marchéis contra los soldados del Imperio Final.
Kelsier alzó las manos y mostró una diminuta barra de metal.
—Habéis oído hablar de esto, ¿verdad? ¿Conocéis los rumores sobre el Undécimo metal? Bien, yo lo tengo… y lo usaré. ¡El lord Legislador morirá!
Los hombres empezaron a aplaudir.
—¡No es nuestra única herramienta! —gritó Kelsier—. ¡Tenéis en vuestro interior un poder inenarrable! ¿Habéis oído hablar de las magias arcanas que usa el lord Legislador? ¡Bien, nosotros tenemos algunas propias! ¡Disfrutad del festín, soldados míos, y no temáis la batalla que ha de venir! ¡Anheladla!
La sala irrumpió en una salva de aplausos y Kelsier indicó que sirvieran más cerveza. Un par de criados se apresuró a sacar a Bilg del lugar. Cuando Kelsier se sentó, Ham puso mala cara.
—No me gusta esto, Kell.
—Lo sé —respondió este tan tranquilo.
Ham estuvo a punto de seguir hablando, pero Yeden se inclinó hacia él.
—¡Ha sido sorprendente! Yo… ¡Kelsier, no lo sabía! Tendrías que haberme dicho que podías pasar tus poderes a otros. Con esas habilidades, ¿cómo es posible perder?
Ham colocó una mano sobre el hombro de Yeden, obligándolo a sentarse.
—Come —ordenó. Se volvió hacia Kelsier, acercó su silla y habló en voz baja—. Acabas de mentirle a todo mi ejército, Kell.
—No, Ham. Le he mentido a mi ejército.
Ham vaciló. Luego su rostro se ensombreció.
Kelsier suspiró.
—Ha sido solo una mentira a medias. No tienen que ser guerreros, solo tienen que parecer lo suficientemente amenazadores para apoderarse del atium. Con él sobornaremos a la Guarnición y nuestros hombres ni siquiera tendrán que pelear. Eso es virtualmente lo mismo que les he prometido.
Ham no respondió.
—Antes de que me marche —continuó Kelsier—, quiero que selecciones a unas cuantas docenas de nuestros soldados más dedicados y dignos de confianza. Los enviaremos de vuelta a Luthadel, bajo juramento de no revelar dónde está el ejército, para que puedan difundir entre los skaa la noticia de lo que ha pasado esta noche.
—Entonces, ¿esto es cosa de tu ego? —replicó Ham.
Kelsier negó con la cabeza.
—A veces tenemos que hacer cosas que nos parecen repulsivas, Ham. Mi ego puede ser considerable, pero se trata de otra cosa.
Ham permaneció sentado un momento, luego se concentró en su comida. Sin embargo, no comió: se quedó mirando la sangre que había en el suelo ante la mesa.
Ah, Ham, pensó Kelsier. Ojalá pudiera explicártelo todo.
Planes detrás de los planes, esquemas más allá de los esquemas.
Siempre había otro secreto.