A veces me preocupa no ser el héroe por el que todo el mundo me toma.
Los filósofos me aseguran que este es el momento, que las señales se han hecho realidad. Pero yo me sigo preguntando si no se habrán equivocado de hombre. Son tantas las personas que dependen de mí… Dicen que tengo en mis manos el futuro del mundo entero.
¿Qué pensarían si supieran que su paladín, el Héroe de las Eras, su salvador, dudó de sí mismo? Tal vez no se sorprenderían en absoluto. En cierto modo, eso es lo que más me preocupa. Quizá también ellos duden, en el fondo de sus corazones, al igual que yo.
Cuando me miran, ¿será un mentiroso lo que ven?
PRÓLOGO
Caía ceniza del cielo.
Con el ceño fruncido, lord Tresting contempló el rojizo cielo de mediodía mientras sus criados corrían a ofrecerles un parasol a él y a su distinguido invitado. Las lluvias de ceniza no eran extrañas en el Imperio Final, pero Tresting confiaba en ser capaz de evitar que se le mancharan la túnica nueva y el chaleco rojo, los cuales acababan de llegar en barco por el canal desde la mismísima Luthadel. No hacía mucho viento, por suerte: con el parasol debería bastar.
Tresting se encontraba junto a su invitado en un pequeño patio elevado que dominaba los campos. Cientos de personas con saya marrón trabajaban bajo la lluvia de ceniza, cuidando las cosechas. Había torpeza en sus movimientos… claro que, por otra parte, así eran todos los skaa. Los campesinos pertenecían a una especie tan indolente como improductiva. No se quejaban, por supuesto: sabían cuál era el lugar que les correspondía. Se limitaban a faenar con la cabeza gacha, realizando su labor con tranquila apatía. El látigo de algún capataz que pasaba los obligaba a acelerar durante unos momentos, pero en cuanto se marchaba el encargado, ellos regresaban a su sopor.
Tresting se volvió hacia el hombre que lo acompañaba.
—Cabría pensar —apuntó— que mil años de trabajo en los campos los habrían vuelto un poco más aplicados.
El obligador se volvió, alzando una ceja en un movimiento que se diría ensayado para realzar su rasgo más característico: los intrincados tatuajes que marcaban la piel que le rodeaba los ojos. Los tatuajes, enormes, le llegaban hasta la frente y el puente de la nariz. Era un prelado absoluto, un obligador muy importante. Tresting tenía sus propios obligadores personales en la mansión, pero no eran más que funcionarios menores, con apenas unas pocas marcas alrededor de los ojos. Aquel hombre había llegado de Luthadel en el mismo barco que había traído el nuevo traje de Tresting.
—Debería ver a los skaa de la ciudad, Tresting —replicó el obligador, volviéndose para contemplar de nuevo a los trabajadores—. Comparados con los de Luthadel, estos son bastante diligentes. Aquí tiene… más control sobre sus skaa. ¿Cuántos dice que pierde al mes?
—Bueno, media docena o así —respondió Tresting—. Algunos por azotes, otros por agotamiento.
—¿Fugitivos?
—¡Nunca! Cuando heredé esta tierra de mi padre, hubo unos cuantos fugitivos… pero ejecuté a sus familias. Los demás perdieron rápidamente el valor. Nunca he comprendido a la gente que tiene problemas con sus skaa: a mí me resulta fácil controlar a las criaturas con una mano adecuadamente firme.
El obligador asintió en silencio. Parecía complacido, lo cual era buena cosa. Los skaa no eran en realidad propiedad de Tresting. Como todos los skaa, pertenecían al lord Legislador; Tresting solo alquilaba los trabajadores a su Dios, igual que pagaba por los servicios de sus obligadores.
El obligador bajó la mirada, comprobó su reloj de bolsillo, luego miró al sol. A pesar de la lluvia de ceniza, brillaba un fulgurante rojo carmesí tras la negrura ahumada de las alturas. Tresting sacó un pañuelo y se secó la frente, agradecido por la sombra del parasol que filtraba el calor de mediodía.
—Muy bien, Tresting —dijo el obligador—. Presentaré su propuesta a lord Venture, como ha solicitado. Tendrá un informe favorable por mi parte sobre sus operaciones aquí.
Tresting contuvo un suspiro de alivio. Se requería un obligador como testigo para cualquier contrato o acuerdo comercial entre nobles.
Cierto, incluso un obligador menor como los que Tresting empleaba podía servir como testigo… pero era mejor impresionar al mismísimo obligador de Straff Venture.
El obligador se volvió hacia él.
—Volveré por el canal esta misma tarde.
—¿Tan pronto? —preguntó Tresting—. ¿Por qué no se queda a cenar?
—No —respondió el obligador—. Aunque hay otro asunto que deseo discutir con usted. No he venido solo de parte de lord Venture, sino para… investigar algunos asuntos para el Cantón de la Inquisición. Según los rumores le gusta a usted relacionarse con sus mujeres skaa.
Tresting sintió un escalofrío.
El obligador sonrió; quizá solo pretendiera expresar seguridad, pero Tresting lo encontró extraño.
—No se preocupe, Tresting —dijo el obligador—. Si hubiera verdadera preocupación por sus acciones, habrían enviado en mi lugar a un inquisidor de acero.
Tresting asintió con la cabeza, despacio. Inquisidor. Nunca había visto a ninguna de esas criaturas inhumanas, pero había oído… historias.
—Quedo satisfecho en lo relativo a sus acciones con las mujeres skaa —dijo el obligador, contemplando los campos—. Lo que he visto y oído aquí indica que siempre sanea sus problemas. Un hombre como usted, eficiente, productivo, podría llegar lejos en Luthadel. Unos cuantos años más de trabajo, algunos contratos mercantiles inspirados… ¿y quién sabe?
El obligador se volvió y Tresting sonrió. No era una promesa, ni siquiera una recomendación (los obligadores eran más burócratas y testigos que sacerdotes), pero oír tales alabanzas por parte de uno de los servidores del lord Legislador… Tresting sabía que algunos nobles consideraban a los obligadores inquietantes, algunos incluso los encontraban una molestia; pero en aquel momento hubiese besado a su distinguido invitado.
Tresting se volvió hacia los skaa, que trabajaban en silencio bajo el sol ensangrentado y los perezosos copos de ceniza. Siempre había sido un noble de campo que vivía de su plantación y soñaba con mudarse a la propia Luthadel. Había oído hablar de los bailes y las fiestas, el glamour y la intriga, y eso lo entusiasmaba.
Tendré que celebrarlo esta noche, pensó. Estaba aquella muchachita de la decimocuarta choza a la que llevaba observando desde hacía algún tiempo…
Volvió a sonreír. Unos cuantos años más de trabajo, había dicho el obligador. Pero ¿podría acelerar Tresting el curso de los acontecimientos si trabajaba más? Su población de skaa había aumentado en los últimos tiempos. Tal vez si los apretaba un poco más pudiera producir una cosecha extra ese verano, y cumplir así con creces su contrato con lord Venture.
Tresting asintió mientras observaba al grupo de perezosos skaa, algunos trabajando con sus azadas, otros de rodillas apartando la ceniza de la cosecha. No se quejaban. No tenían esperanzas. Apenas se atrevían a pensar. Así era como debía ser, pues eran skaa. Eran…
Tresting se quedó inmóvil cuando uno de los skaa alzó la mirada. El hombre lo miró a los ojos, con una chispa (no, un fuego) de desafío en su expresión. Tresting nunca había visto nada parecido, no en el rostro de un skaa. Dio un paso atrás por instinto y le recorrió un escalofrío mientras el extraño y erguido skaa le sostenía la mirada.
Y sonreía.
Tresting apartó los ojos.
—¡Kurdon! —exclamó.
El fornido capataz subió corriendo la cuesta.
—¿Sí, mi señor?
Tresting se volvió para señalar…
Frunció el ceño. ¿Dónde estaba aquel skaa? Trabajando con la cabeza gacha, el cuerpo manchado de hollín y sudor, era muy difícil distinguirlos. Tresting se detuvo, buscando. Creía saber el sitio… un punto vacío donde ya no había nadie.
Pero no. No podía ser. Era imposible que el hombre se hubiese alejado tan deprisa del grupo. ¿Adónde habría ido? Tenía que estar allí, en alguna parte, trabajando con la cabeza gacha. Sin embargo, aquel instante de aparente desafío era inexcusable.
—¿Mi señor? —volvió a preguntar Kurdon.
El obligador observaba a su lado, con curiosidad. No era aconsejable que supiera que uno de los skaa había actuado con tanta desfachatez.
—Dales un poco más fuerte a los skaa de la sección sur —ordenó Tresting, señalando—. Los veo lentos, incluso para ser skaa. Golpea a unos cuantos.
Kurdon se encogió de hombros, pero asintió. No era un motivo de peso para golpear a nadie, pero tampoco necesitaba razones especiales para dar una paliza a los trabajadores.
Después de todo, no eran más que skaa.
Kelsier había oído historias.
Había oído susurros de la época lejana en que el sol no era rojo. Tiempos en los que el cielo no estaba cubierto de humo y ceniza, cuando las plantas no luchaban por sobrevivir y los skaa no eran esclavos. Tiempos anteriores al lord Legislador. Esos días, sin embargo, estaban casi olvidados. Incluso las leyendas se volvían difusas.
Kelsier contempló el sol, siguiendo con los ojos el gigantesco disco rojo mientras se arrastraba hacia el horizonte occidental. Permaneció de pie en silencio un buen rato, solo en los campos vacíos. El trabajo del día había terminado; los skaa habían sido conducidos de vuelta a sus chozas. Pronto llegarían las brumas.
Al cabo de un rato, Kelsier suspiró y se volvió para regresar por socavones y trochas, abriéndose paso entre grandes montículos de ceniza. Evitaba pisar las plantas, aunque no estaba seguro de por qué se molestaba. Las cosechas apenas parecía que merecieran el esfuerzo. Débiles, con hojas marrones resecas, las plantas parecían casi tan deprimidas como la gente que las atendía.
Las chozas de los skaa se alzaban a la escasa luz. Kelsier vio que las brumas empezaban ya a formarse en el aire, dando a los edificios en forma de montículo un aspecto surrealista e intangible. No había guardia ninguna en las chozas: no había necesidad de vigilantes, pues ningún skaa se aventuraba fuera cuando caía la noche. Su miedo a las brumas era demasiado fuerte.
Tendré que curarlos de eso algún día, pensó Kelsier mientras se acercaba a uno de los edificios más grandes. Abrió la puerta y entró.
La conversación cesó de inmediato. Kelsier cerró la puerta, luego se volvió con una sonrisa hacia la treintena de skaa que había allí reunidos. Una hoguera ardía débilmente en el centro y el gran caldero que había a su lado estaba lleno de agua salpicada de verduras: el comienzo de una cena. La sopa estaría insípida, por supuesto. Con todo, el olor era agradable.
—Buenas noches a todos —dijo Kelsier con una sonrisa, depositando la bolsa a sus pies y apoyándose contra la puerta—. ¿Cómo os ha ido el día?
Sus palabras rompieron el silencio y las mujeres volvieron a sus preparativos de la cena. Sin embargo, el grupo de hombres sentados a una burda mesa continuó observando a Kelsier con expresión incómoda.
—Nuestro día ha estado cargado de trabajo, viajero —dijo Tepper, uno de los miembros del consejo skaa—. Algo que tú has conseguido evitar.
—El trabajo del campo nunca me ha llenado —dijo Kelsier—. Es demasiado duro para mi delicada piel. —Sonrió, alzando manos y brazos llenos de capas y capas de finas cicatrices. Cubrían su piel a lo largo, como si alguna bestia le hubiera pasado las garras por los brazos una y otra vez.
Tepper hizo una mueca. Era joven para ser miembro del consejo, debía de contar poco más de cuarenta años: como mucho podía llevarle cinco años a Kelsier. Sin embargo, el hombrecillo se comportaba con el aire de alguien a quien le gusta estar al mando.
—Este no es momento para chanzas —dijo Tepper, severo—. Cuando acogemos a un viajero, esperamos que se comporte y evite levantar sospechas. El hecho de que te apartaras de los campos esta mañana podría haberles valido un azote a los hombres que te rodeaban.
—Cierto —respondió Kelsier—. Pero a esos hombres también podrían haberlos azotado por encontrarse en el sitio equivocado, por detenerse demasiado o por toser cuando pasaba un capataz. Una vez vi darle una paliza a un hombre porque su amo dijo que había «parpadeado de forma inadecuada».
Tepper permaneció sentado, con los ojos entornados y envarado, el brazo apoyado en la mesa. Su expresión era firme.
Kelsier suspiró y puso los ojos en blanco.
—Bien. Si queréis que me marche, lo haré.
Se echó la bolsa al hombro y abrió la puerta con toda tranquilidad.
Una densa bruma empezó a entrar de inmediato por la puerta, se arremolinó con languidez alrededor del cuerpo de Kelsier, se remansó en el suelo y se arrastró como un animal vacilante. Varias personas gimieron horrorizadas, aunque la mayoría estaban demasiado desconcertadas para emitir ningún sonido. Kelsier se detuvo un instante, contempló las oscuras brumas, las veloces corrientes iluminadas débilmente por los carbones de la hoguera.
—Cierra la puerta. —Las palabras de Tepper eran una súplica, no una orden.
Kelsier hizo lo que le pedían, cerró la puerta y cortó el flujo de bruma blanca.
—La bruma no es lo que pensáis. La teméis demasiado.
—Los hombres que se aventuran en la bruma pierden el alma —susurró una mujer. Sus palabras conllevaban una pregunta. ¿Había caminado Kelsier entre las brumas? ¿Qué le había sucedido entonces a su alma?
Si supierais, pensó Kelsier.
—Bueno, supongo que esto significa que me quedo. —Hizo un gesto a un niño para que le acercara un taburete—. Menos mal… Hubiese sido una lástima haber tenido que marcharme antes de compartir mis noticias.
Más de una persona alzó la cabeza al oír el comentario. Este era el verdadero motivo por el que lo toleraban, la razón por la que los tímidos campesinos daban cobijo a un hombre como Kelsier, un skaa que desafiaba la voluntad del lord Legislador viajando de plantación en plantación. Podía ser un renegado, un peligro para la comunidad entera, pero traía noticias del mundo exterior.
—Vengo del norte —dijo Kelsier—. De tierras donde la mano del lord Legislador se nota menos.
Habló con voz clara y la gente se inclinó de forma inconsciente hacia él mientras hablaba. Al día siguiente, las palabras de Kelsier serían repetidas a los varios cientos de personas que vivían en otras chozas. Los skaa podían estar sometidos, pero eran unos chismosos incurables.
—Los lores locales gobiernan al oeste —dijo Kelsier— y distan mucho de tener la mano de hierro del lord Legislador y sus obligadores. Algunos de estos nobles lejanos están descubriendo que los skaa felices son mejores trabajadores que los skaa maltratados. Un hombre, lord Renoux, incluso ha ordenado a sus capataces que detengan los azotes no autorizados. Se comenta entre susurros que está pensando en pagar un salario a los skaa de sus plantaciones, como el que podrían ganar los artesanos de las ciudades.
—Tonterías —dijo Tepper.
—Mis disculpas —respondió Kelsier—. No sabía que el buen Tepper hubiese estado en los dominios de lord Renoux últimamente. ¿Cuando cenaste con él por última vez, te dijo algo que no me dijera a mí?
Tepper se ruborizó: los skaa no viajaban y, desde luego, no cenaban con lores.
—Me tomas por tonto, viajero —dijo Tepper—, pero sé lo que estás haciendo. Tú eres el que llaman el Superviviente; esas cicatrices de tus brazos te delatan. Eres un provocador: viajas por las plantaciones sembrando el descontento. Te comes nuestra comida, cuentas tus grandes historias y tus mentiras y luego desapareces y dejas que la gente se las arregle con las grandes esperanzas que contagias a nuestros hijos.
Kelsier alzó una ceja.
—Vamos, vamos, buen Tepper —dijo—. Tus temores son de todo punto infundados. Mira, no tengo ninguna intención de comerme vuestra comida. Traigo la mía propia.
Con esas palabras, Kelsier arrojó su mochila al suelo ante la mesa de Tepper. La mochila se volcó y su contenido se desparramó. Buen pan, fruta e incluso unos cuantos embutidos curados quedaron a la vista.
Una pieza de fruta rodó por el suelo y chocó con suavidad contra el pie de Tepper. El maduro skaa observó la fruta, incrédulo.
—¡Eso es comida de nobles!
Kelsier hizo una mueca.
—Ni por asomo. ¿Sabes? Para ser un hombre de renombrado prestigio y rango, vuestro lord Tresting tiene un notable mal gusto. Su despensa es una vergüenza para su posición.
Tepper palideció aún más.
—Ahí es donde fuiste esta tarde —susurró—. Fuiste a la mansión… ¡Le robaste al amo!
—En efecto. Y he de añadir que, aunque vuestro señor adolezca de un gusto deplorable a la hora de comer, su ojo para los soldados es bastante más impresionante. Colarme en su mansión durante el día fue todo un desafío.
Tepper todavía contemplaba la bolsa de comida.
—Si los capataces descubren esto aquí…
—Bueno, entonces os sugiero que lo hagáis desaparecer —dijo Kelsier—. Estoy dispuesto a apostar a que sabe un poquitín mejor que esa sopa aguada.
Dos docenas de ojos hambrientos estudiaron la comida. Si Tepper pretendía seguir discutiendo, no actuó lo bastante rápido, pues su silencio fue interpretado como aceptación. En pocos minutos el contenido de la bolsa fue inspeccionado y distribuido; la olla de sopa se quedó allí burbujeando, ignorada, mientras los skaa se daban un festín con una comida bastante más exótica.
Kelsier se quedó aparte, se apoyó en la pared de madera de la choza y contempló a la gente devorar la comida. Había dicho lo cierto: los contenidos de la despensa eran deprimentemente vulgares. Sin embargo, esa gente no se había alimentado más que de sopa y gachas desde la infancia. Para ellos, el pan y la fruta eran raros manjares de los que solo comían sobras cuando las traían los sirvientes de la mansión.
—Tu historia ha quedado interrumpida, joven —comentó un skaa mayor, que se acercó cojeando para sentarse en un taburete junto a Kelsier.
—En fin, sospecho que ya habrá tiempo de contarla más tarde —dijo Kelsier—. Cuando todas las pruebas de mi hurto hayan sido devoradas como es debido. ¿No quieres nada?
—No hace falta —dijo el anciano—. La última vez que probé comida de lores me dolió el estómago tres días. Los nuevos sabores son como las nuevas ideas, joven: cuanto más viejo te haces, más difíciles son de digerir.
Kelsier hizo una pausa. El anciano no era en absoluto impresionante. Su piel correosa y su cabeza calva le hacían parecer más frágil que sabio. Sin embargo, tenía que ser más fuerte de lo que aparentaba; pocos skaa de las plantaciones vivían hasta esa edad. Muchos lores no permitían que los viejos se quedaran en casa durante la jornada de trabajo, y los frecuentes azotes que componían la vida de los skaa se cobraban un precio terrible en los ancianos.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó Kelsier.
—Mennis.
Kelsier miró a Tepper.
—Así pues, buen Mennis, dime una cosa. ¿Por qué le dejas ser el jefe?
Mennis se encogió de hombros.
—Cuando llegas a mi edad, hay que tener mucho cuidado y no malgastar energías. No merece la pena librar algunas batallas.
Había un brillo especial en los ojos de Mennis: se estaba refiriendo a cosas de más calado que su pugna con Tepper.
—Entonces, ¿estás satisfecho con esto? —preguntó Kelsier, indicando con un gesto la choza y sus habitantes, medio famélicos y sobrecargados de trabajo—. ¿Te contentas con una vida llena de azotes y fatigas insoportables?
—Al menos es una vida —dijo Mennis—. Sé lo que traen el descontento y la rebelión. La atención del lord Legislador y la ira del Ministerio de Acero pueden ser mucho más terribles que unos cuantos azotes. Los hombres como tú predican el cambio, pero me pregunto si es una batalla que realmente podamos librar.
—Ya la estáis librando, buen Mennis. Mas la estáis perdiendo. —Kelsier se encogió de hombros—. Pero ¿qué sé yo? Solo soy un trotamundos depravado que viene a comerse vuestra comida e impresionar a vuestros jóvenes.
Mennis sacudió la cabeza.
—Bromeas, pero es posible que Tepper tuviera razón. Temo que tu visita nos cause problemas.
Kelsier sonrió.
—Por eso no lo he contradicho… al menos en lo de llamarme provocador. —Hizo una pausa y sonrió de oreja a oreja—. De hecho, diría que llamarme provocador quizá sea lo único acertado que ha hecho Tepper desde que llegué.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Mennis, frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—Sonreír tanto.
—Ah, es que soy una persona feliz.
Mennis observó las manos de Kelsier.
—¿Sabes? Solo he visto cicatrices así en otra persona… y estaba muerta. Llevaron su cadáver a lord Tresting como prueba de que su castigo había sido ejecutado. —Mennis miró a Kelsier—. Lo pillaron hablando de rebelión. Tresting lo envió a los Pozos de Hathsin, donde trabajó hasta que murió. El muchacho duró menos de un mes.
Kelsier se miró las manos y los antebrazos. Todavía le quemaban algunas veces, aunque estaba seguro de que el dolor solo existía en su imaginación. Miró a Mennis y sonrió.
—¿Preguntas por qué sonrío, buen Mennis? Bien, el lord Legislador cree que la risa y la alegría son solo suyas. No quiero que sea así. Y es una batalla que no cuesta mucho trabajo librar.
Mennis miró a Kelsier y por un instante este pensó que el anciano iba a responderle con una sonrisa. Sin embargo, al final Mennis tan solo sacudió la cabeza.
—No sé. No sé…
El grito lo interrumpió. Vino del exterior, tal vez del norte, aunque las brumas distorsionaban los sonidos. La gente de la choza guardó silencio y trató de escuchar los débiles y agudos alaridos. A pesar de la distancia y la bruma, Kelsier oyó el dolor contenido en aquellos gritos.
Kelsier quemó estaño.
Le resultaba sencillo hacerlo después de años de práctica. El estaño esperaba con otros metales alománticos que se había tragado con anterioridad, dentro de su estómago, a que lo llamara. Buscó con su mente y tocó el estaño, recurriendo a poderes que apenas entendía. El metal cobró vida en su interior, quemando su estómago como una bebida caliente que se traga demasiado deprisa.
El poder alomántico recorrió su cuerpo, amplificando sus sentidos. La habitación que lo rodeaba se volvió nítida, la pobre hoguera que ardía a duras penas adquirió un brillo casi cegador. Notó el grano de la madera del taburete en el que estaba sentado. Pudo saborear los restos de la hogaza de pan que había comido antes. Más importante aún, oyó los gritos con oídos sobrenaturales. Dos personas distintas. Una era una mujer mayor, la otra, una mujer más joven…, tal vez una niña. Los gritos de la joven eran cada vez más lejanos.
—Pobre Jess —dijo una mujer que estaba cerca, y su voz resonó en los oídos ampliados de Kelsier—. Esa hija suya era una maldición. Es mejor para los skaa no tener hijas bonitas.
Tepper asintió.
—Estaba claro que lord Tresting iba a mandarla llamar tarde o temprano. Todos lo sabíamos. Jess lo sabía.
—Pero no deja de ser una lástima —dijo otro hombre.
Los gritos continuaron en la distancia. Quemando estaño, Kelsier pudo calcular adecuadamente la dirección. La voz se acercaba a la mansión. Los sonidos provocaron algo en su interior y sintió que su cara enrojecía de furia.
Kelsier se volvió.
—¿Devuelve alguna vez a las muchachas lord Tresting después de haber acabado con ellas?
El viejo Mennis sacudió la cabeza.
—Lord Tresting es un hombre que cumple la ley: hace matar a las muchachas al cabo de unas cuantas semanas. No quiere llamar la atención de los inquisidores.
Esa era la orden del lord Legislador. No podía permitirse tener niños mestizos por ahí sueltos, niños que podrían poseer poderes que los skaa no imaginaban que existían…
Los gritos se apagaron, pero la furia de Kelsier aumentó. Los gritos le recordaron otros gritos. Los gritos de una mujer del pasado. Se levantó de improviso, y el taburete cayó al suelo tras él.
—Cuidado, muchacho —dijo Mennis, lleno de temor—. Recuerda lo que he dicho de malgastar energías. Nunca alzarás esa rebelión tuya si te matan esta noche.
Kelsier miró al viejo. Entonces, a través de los gritos y el dolor, se obligó a sonreír.
—No he venido aquí a liderar ninguna rebelión, buen Mennis. Solo quiero crear algunos problemas.
—¿Y de qué va a servir eso?
La sonrisa de Kelsier se ensanchó.
—Se acercan nuevos tiempos. Sobrevive un poco más y puede que veas grandes acontecimientos en el Imperio Final. Os doy las gracias a todos por vuestra hospitalidad.
Dicho esto, abrió la puerta y se internó en la bruma.
Mennis estaba ya despierto antes del amanecer. Parecía que cuanto mayor se hacía más le costaba dormir. Eso se cumplía además cuando estaba preocupado por algo, como el fracaso del viajero en regresar a la choza.
Mennis esperaba que Kelsier hubiera recuperado el sentido y decidido continuar su camino. Sin embargo, eso parecía improbable: había visto el fuego en los ojos de Kelsier. Era una lástima que un hombre que había sobrevivido a los Pozos encontrara allí la muerte, en una plantación cualquiera, tratando de proteger a una muchacha a la que todos los demás daban ya por muerta.
¿Cómo reaccionaría lord Tresting? Se decía que era particularmente duro con todo aquel que interrumpía sus goces nocturnos. Si Kelsier había conseguido perturbar los placeres del amo, Tresting bien podía decidir castigar al resto de los skaa, de rebote.
Al cabo de un rato, los otros skaa empezaron a despertarse. Mennis permaneció tendido en el duro suelo (los huesos doloridos, la espalda entumecida, los músculos exhaustos), tratando de decidir si merecía la pena levantarse. Cada día estaba a punto de rendirse. Cada día era un poco más difícil. Un día se quedaría en la choza, esperando a que los capataces vinieran a matar a aquellos que eran demasiado viejos o estaban demasiado enfermos para trabajar.
Pero no aquel día. Veía demasiado miedo en los ojos de los skaa: sabían que las actividades nocturnas de Kelsier traerían problemas. Necesitaban a Mennis; lo miraron. Tenía que levantarse.
Y por eso lo hizo. Una vez que empezó a moverse, los dolores de la edad menguaron levemente y pudo salir de la choza y dirigirse a los campos apoyándose en un hombre más joven.
Fue entonces cuando notó el olor en el aire.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Hueles a humo?
Shum, el joven en el que se apoyaba, se detuvo. Los últimos restos de la bruma de la noche se habían desvanecido y el sol rojo se alzaba tras la habitual cortina de nubes negruzcas.
—De un tiempo a esta parte siempre huele a humo —dijo Shum—. Los Montes de Ceniza son violentos este año.
—No —respondió Mennis, cada vez más aprensivo—. Esto es distinto.
Se volvió hacia el norte, donde se reunía un grupo de skaa. Se soltó de Shum y se acercó al grupo, levantando a su paso polvo y ceniza.
En el centro del corrillo encontró a Jess. Su hija, la que todos habían supuesto que había sido tomada por lord Tresting, estaba junto a ella. Los ojos de la joven estaban enrojecidos por la falta de sueño, pero parecía ilesa.
—Volvió poco después de que se la llevaran —estaba explicando la mujer—. Vino y llamó a la puerta, llorando en medio de la niebla. Flen estaba seguro de que era un espectro de la bruma que la imitaba, ¡pero tuve que dejarla entrar! No me importa lo que diga, no voy a abandonarla. La he traído a la luz y no ha desaparecido. ¡Eso prueba que no es un espectro!
Mennis se apartó un poco de la muchedumbre. ¿Es que nadie se daba cuenta? Ningún capataz acudía para disolver el grupo a golpes. Ningún soldado acudía a contarlos como cada mañana. Pasaba algo muy malo. Mennis continuó hacia el norte, frenéticamente, hacia la mansión.
Cuando llegó los otros habían advertido la retorcida columna de humo que apenas era ya visible con la luz de la mañana. Mennis no fue el primero en llegar a la linde de la pequeña altiplanicie, pero el grupo le abrió el paso. La mansión había desaparecido. Solo quedaba de ella una huella negra y humeante.
—¡Por el lord Legislador! —susurró Mennis—. ¿Qué ha pasado aquí?
—Los mató a todos.
Mennis se volvió. Quien había hablado era la hija de Jess. Contemplaba la casa destruida con una expresión satisfecha en su juvenil rostro.
—Estaban muertos cuando me sacó —dijo—. Todos ellos: los soldados, los capataces, los lores… muertos. Incluso lord Tresting y sus obligadores. El amo me había dejado y había acudido a investigar cuando empezaron los ruidos. Al salir, lo vi tendido en su propia sangre, con heridas de puñal en el pecho. El hombre que me salvó aplicó una antorcha al edificio cuando nos marchábamos.
—Ese hombre —dijo Mennis—, ¿tenía cicatrices en las manos y los brazos, hasta más arriba de los codos?
La muchacha asintió en silencio.
—¿Qué clase de demonio era ese hombre? —murmuró incómodo uno de los skaa.
—Un espectro de la bruma —susurró otro, al parecer olvidando que Kelsier se había marchado de día.
Pero se internó en la bruma, pensó Mennis. ¿Y cómo consiguió una hazaña como esta? ¡Lord Tresting tenía más de dos docenas de soldados! ¿Tenía quizá Kelsier una banda de rebeldes ocultos?
Las palabras que Kelsier había pronunciado la noche anterior resonaron en sus oídos. Se acercan nuevos tiempos…
—¿Qué pasará con nosotros? —preguntó Tepper, aterrado—. ¿Qué ocurrirá cuando el lord Legislador se entere de esto? ¡Pensará que lo hicimos nosotros! ¡Nos enviará a los Pozos, o tal vez enviará a sus koloss a matarnos de inmediato! ¿Por qué haría una cosa así ese alborotador? ¿No comprende el daño que ha hecho?
—Lo comprende —dijo Mennis—. Nos lo advirtió, Tepper. Vino a crear problemas.
—Pero ¿por qué?
—Porque sabía que nunca nos rebelaríamos por nuestra cuenta, así que no nos ha dejado otra salida.
Tepper se puso lívido.
Lord Legislador, pensó Mennis. No puedo hacer esto. Apenas puedo levantarme por las mañanas… No puedo salvar a esta gente.
Pero ¿qué otra opción tenía?
Mennis se volvió.
—Reúne a la gente, Tepper. Tenemos que huir antes de que la noticia de este desastre llegue a oídos del lord Legislador.
—¿Adónde iremos?
—A las cavernas del este —dijo Mennis—. Los viajeros dicen que los skaa rebeldes se ocultan en ellas. Tal vez nos acepten.
Tepper se puso aún más lívido.
—Pero… tendremos que viajar durante días. Pasar las noches en la bruma.
—Podemos hacer eso, o podemos quedarnos aquí y morir —respondió Mennis.
Tepper permaneció inmóvil un instante y Mennis pensó que la conmoción lo había abrumado. Sin embargo, al final, el hombre más joven fue a reunir a los demás como le había ordenado.
Mennis suspiró, contempló la columna de humo y maldijo para sus adentros al tal Kelsier.
Nuevos tiempos, en efecto.