Ni siquiera comprendo lo que se supone que tengo que hacer. Los filósofos de Terris dicen que lo sabré cuando llegue el momento, pero es un flaco consuelo.
La Profundidad debe ser destruida y, al parecer, soy la única persona que puede hacerlo. Si no lo hago pronto, de esta tierra no quedarán más que huesos y polvo.
5
—¡Ajá! —La figura triunfal de Kelsier salió de detrás de la barra de Camon, con una expresión de satisfacción en el rostro. Alzó el brazo y dejó de un golpe en el mostrador una polvorienta botella de vino.
Dockson lo miró, divertido.
—¿Dónde la has encontrado?
—En uno de los cajones secretos —dijo Kelsier, limpiándole el polvo a la botella.
—Creía que los había descubierto todos.
—Y lo has hecho. Pero uno tenía un doble fondo.
Dockson se echó a reír.
—Qué astuto.
Kelsier asintió, descorchó la botella y sirvió tres copas.
—El truco es no dejar nunca de buscar. Siempre hay otro secreto.
Recogió las tres copas y se reunió con Vin y Dockson en la mesa.
Vin aceptó la copa sin convicción. La reunión había terminado un rato antes, y Brisa, Ham y Yeden se habían marchado a reflexionar sobre los asuntos que les había indicado Kelsier. Vin pensaba que también debía marcharse, pero no tenía ningún sitio al que ir. Dockson y Kelsier parecieron dar por sentado que se quedaría con ellos.
Kelsier tomó un largo trago de vino tinto y sonrió.
—Ah, esto está mucho mejor.
Dockson asintió mostrando su acuerdo, pero Vin no probó la bebida.
—Vamos a necesitar a otro ahumador —advirtió Dockson.
Kelsier asintió.
—Los otros parecen habérselo tomado bien.
—Brisa sigue indeciso —dijo Dockson.
—No se echará atrás. Le gustan los desafíos y nunca encontrará un desafío más grande que este. —Kelsier sonrió—. Además, le volvería loco saber que estamos perpetrando un trabajo en el que no toma parte.
—Aun así, tiene derecho a mostrarse aprensivo —dijo Dockson—. Yo también estoy un poco preocupado.
Kelsier asintió y Vin frunció el ceño. ¿Así que este plan va en serio? ¿O siguen fingiendo porque yo estoy delante? Los dos hombres parecían tan competentes… No obstante, ¿derrocar al Imperio Final? Antes detendrían el fluir de las brumas o impedirían que saliera el sol.
—¿Cuándo llegarán tus otros amigos? —preguntó Dockson.
—Dentro de un par de días —respondió Kelsier—. Para entonces tendremos que contar ya con un nuevo ahumador. También voy a necesitar algo más de atium.
Dockson frunció el ceño.
—¿Ya?
Kelsier asintió.
—Lo gasté casi todo comprando el Contrato de OreSeur y usé lo poco que me quedaba en la plantación de Tresting.
Tresting. El noble que había sido asesinado en su mansión la semana anterior. ¿Estaba implicado Kelsier? ¿Y qué era lo que había dicho antes sobre el atium? Había asegurado que el lord Legislador controlaba a la alta nobleza manteniendo el monopolio del metal.
Dockson se frotó la barbilla.
—El atium no es fácil de encontrar, Kell. Casi tardamos ocho meses en planificar el robo de esa porción.
—Eso es porque tuviste que ser delicado —dijo Kelsier con una sonrisa maliciosa.
Dockson miró a Kelsier con aprensión. Kelsier sonrió aún más y, al cabo, Dockson puso los ojos en blanco y exhaló un suspiro. Después miró a Vin.
—No has tocado la bebida.
Vin negó con la cabeza.
Dockson se quedó esperando una explicación y al final Vin se vio obligada a responder.
—No me gusta beber nada que no haya preparado yo misma.
Kelsier se echó a reír.
—Me recuerda a Vent.
—¿A Vent? —dijo Dockson con una mueca—. La chica es un poco paranoica, pero no es tan mala. Ese tipo era tan desconfiado que incluso los latidos de su propio corazón podían sobresaltarlo.
Los dos hombres compartieron una carcajada. Vin, sin embargo, se sintió más incómoda por su trato amistoso. ¿Qué esperan de mí? ¿Voy a ser algún tipo de aprendiz?
—Bueno, ¿vas a decirme cómo planeas conseguir algo de atium? —preguntó Dockson.
Kelsier abrió la boca para responder, pero en las escaleras se oyó el sonido de alguien que bajaba. Kelsier y Dockson se volvieron; Vin, como cabía esperar, se había sentado de manera que pudiera controlar ambas entradas sin tener que moverse.
Vin esperaba que el recién llegado fuera uno de los miembros de la banda de Camon, enviado para ver si Kelsier ya había acabado su reunión en la guarida. Así que se sorprendió mucho cuando la puerta se abrió para revelar el rostro hosco y torcido del hombre llamado Clubs.
Kelsier sonrió, los ojos chispeando.
No se sorprende. Le complace, tal vez, pero no le sorprende.
—Clubs —dijo Kelsier.
Clubs se detuvo en la puerta, dirigiendo a los tres una impresionante mirada de desaprobación. Por fin entró cojeando en la sala. Un adolescente, delgado y torpe, le seguía.
El chico colocó una silla para Clubs junto a la mesa de Kelsier. Clubs se sentó refunfuñando. Por fin miró a Kelsier con ojos bizcos y la nariz arrugada.
—¿El aplacador se ha ido?
—¿Brisa? —preguntó Kelsier—. Sí, se ha ido.
Clubs gruñó. Entonces vio la botella de vino.
—Sírvete —dijo Kelsier.
Clubs indicó al chico que le trajera una copa de la barra y luego se volvió hacia Kelsier.
—Tenía que asegurarme —dijo—. Nunca puedes confiar en ti mismo cuando hay un aplacador cerca… sobre todo uno como él.
—Tú eres ahumador, Clubs —dijo Kelsier—. No podría hacerte gran cosa, si no quieres.
Clubs se encogió de hombros.
—No me gustan los aplacadores. No es solo alomancia… Los hombres como él… Bueno, no puedes confiar en que no te estén manipulando cuando están cerca. Con cobre o sin cobre.
—Yo no recurriría a algo así para conseguir tu lealtad —dijo Kelsier.
—Eso he oído —dijo Clubs mientras el chico le servía una copa de vino—. Pero tenía que asegurarme. Tenía que pensarme las cosas sin tener a ese Brisa cerca. —Hizo una mueca, aunque Vin no entendió por qué, y luego apuró la mitad de la copa de un solo trago—. Buen vino —dijo con un gruñido. Luego miró a Kelsier—. Bien, así que los Pozos te volvieron loco de verdad, ¿eh?
—De remate —respondió Kelsier, serio.
Clubs sonrió, aunque en su rostro la expresión tenía un aspecto decididamente retorcido.
—Así pues, ¿pretendes seguir adelante con esto? ¿Con este trabajito tuyo?
Kelsier asintió con solemnidad.
Clubs apuró el resto de su vino.
—Entonces ya tienes un ahumador. No es por el dinero, que conste. Si hablas en serio de derribar a este gobierno, entonces cuenta conmigo.
Kelsier sonrió.
—Y no me sonrías —replicó Clubs—. Lo odio.
—No me atrevería.
—Bien —dijo Dockson, sirviéndose otra copa—, eso resuelve el problema del ahumador.
—No importará mucho —dijo Clubs—. Vais a fracasar. Me he pasado toda la vida tratando de esconder brumosos del lord Legislador y sus obligadores. Al final, siempre los encuentran.
—Entonces, ¿por qué te molestas intentando ayudarnos? —preguntó Dockson.
—Porque me encontrará también a mí tarde o temprano —dijo Clubs, poniéndose en pie—. Al menos de esta forma podré escupirle a la cara. Derrocar al Imperio Final… —Sonrió—. Tiene estilo. Vámonos, chico. Tenemos que preparar el taller para los visitantes.
Vin los vio marchar. Clubs cojeó hasta la puerta y el chico la cerró tras ambos. Luego miró a Kelsier.
—Sabías que volvería.
Él se encogió de hombros, se puso en pie y se desperezó.
—Lo esperaba. La gente se siente atraída por las visiones. El trabajo que propongo… Bueno, no es el tipo de cosa de la que te apartas… no si eres un viejo aburrido molesto con la vida. Bueno, Vin, supongo que tu banda es dueña de todo el edificio, ¿no?
Vin asintió.
—El taller de arriba es una tapadera.
—Bien —dijo Kelsier, comprobando su reloj de bolsillo y luego entregándoselo a Dockson—. Di a tus amigos que pueden recuperar su guarida… Las brumas estarán saliendo ya.
—¿Y nosotros? —preguntó Dockson.
Kelsier sonrió.
—Vamos al tejado. Como te decía, tengo que buscar más atium.
Durante el día Luthadel era una ciudad ennegrecida, manchada por el hollín y la luz roja del sol. Era dura, contrastada y opresiva.
Durante la noche, sin embargo, las brumas salían para nublar y oscurecer. Las torres de los altos nobles se volvían siluetas espectrales al acecho. Las calles parecían más estrechas con la niebla, cada una de ellas convertida en un callejón solitario y peligroso. Incluso a los nobles y los ladrones les daba aprensión salir de noche: hacía falta un corazón fuerte para enfrentarse al imponente silencio envuelto en la bruma. La ciudad, de noche, era un lugar para los desesperados y los atrevidos, una tierra de misterio cambiante y criaturas extrañas.
Criaturas extrañas como yo, pensó Kelsier. Se encontraba en la cornisa del tejado de la guarida. Los edificios en sombras se alzaban en la noche a su alrededor y las brumas hacían que todo pareciera cambiar y moverse en la oscuridad. Débiles luces brillaban en alguna que otra ventana, pero las diminutas perlas de iluminación estaban encogidas y asustadas.
Una fría brisa barrió el tejado, removiendo la bruma, frotándola contra la mejilla húmeda de Kelsier como una exhalación. En tiempos pasados, antes de que todo saliera mal, siempre se subía a un tejado por la noche antes de un trabajo, deseando contemplar la ciudad. No se dio cuenta de que estaba siguiendo aquella vieja costumbre esa noche hasta que miró a su lado, esperando que Mare estuviera allí junto a él, como había estado siempre.
Pero encontró solo aire vacío. Solitario. Silencioso. Las brumas la habían sustituido. Pobremente.
Suspiró y se dio la vuelta. Vin y Dockson estaban detrás de él, en el tejado. Ambos parecían temerosos de estar allí en la niebla, pero dominaban su miedo. No llegas muy lejos en los bajos fondos sin aprender a dominar tu miedo a las brumas.
Kelsier había aprendido a hacer más que eso. Se había internado en ellas tantas veces durante los últimos años que empezaba a sentirse más cómodo por la noche, dentro del oscuro abrazo de la bruma, que de día.
—Kell —dijo Dockson—, ¿tienes que asomarte así al borde? Nuestros planes puede que sean un poco alocados, pero prefiero que no terminen contigo desparramado en los adoquines de allá abajo.
Kelsier sonrió. Sigue sin considerarme un nacido de la bruma, pensó. Todos tardarán en acostumbrarse.
Años antes había sido el más famoso jefe de bandas de Luthadel, y lo había conseguido sin ser siquiera un alomántico. Mare era ojo de estaño, pero Dockson y él… solo eran hombres corrientes. Un mestizo sin poderes y un skaa de plantación fugitivo. Juntos habían puesto de rodillas a las Grandes Casas, robando con osadía a los hombres más poderosos del Imperio Final.
Ahora Kelsier era más, mucho más. Antaño soñaba con la alomancia y deseaba tener un poder como el de Mare. Ella murió antes de que él consiguiera sus poderes. Nunca pudo ver lo que hacía con ellos.
Antes, la alta nobleza lo temía. El propio lord Legislador había tenido que preparar la trampa en la que había caído. Ahora… el Imperio Final mismo se estremecería antes de que acabara con él.
Escrutó la ciudad una vez más, inhalando las brumas, y luego se bajó del saliente y se acercó a Dockson y Vin. No llevaban luces: por lo general, la luz ambiental de las estrellas diluida por las brumas era suficiente para ver.
Kelsier se quitó la casaca y el chaleco, se los ofreció a Dockson, y luego se desabrochó la camisa, dejando que la prenda colgara suelta. El tejido era lo bastante oscuro como para que no lo vieran de noche.
—Muy bien —dijo Kelsier—. ¿A quién debería probar?
Dockson frunció el ceño.
—¿Seguro que quieres hacerlo?
Kelsier sonrió.
Dockson suspiró.
—Han robado a las Casas Urbain y Teniert recientemente, aunque no su atium.
—¿Qué casa es la más fuerte ahora mismo? —preguntó Kelsier, agachándose y deshaciendo los nudos de su mochila, que reposaba a los pies de Dockson—. ¿Quién no pensaría que van a robarle?
Dockson hizo una pausa.
—Los Venture —dijo por fin—. Llevan en la cima unos cuantos años. Mantienen una fuerza armada de varios cientos de hombres y en la casa de la nobleza local hay unas dos docenas de brumosos.
Kelsier asintió.
—Bien, ahí es donde iré, entonces. Seguro que tienen atium.
Abrió la bolsa, sacó una capa gris oscuro. Grande y envolvente, la capa no estaba hecha de una sola pieza de tela, sino de cientos de largas tiras como lazos. Estaban cosidas en los hombros y en el pecho, pero colgaban separadas unas de otras, como gallardetes superpuestos.
Kelsier se puso el atuendo y las tiras de tela se retorcieron y enroscaron, casi como las brumas.
Dockson resopló en voz baja.
—Nunca había estado tan cerca de alguien que llevara una de estas.
—¿Qué es? —preguntó Vin. La voz apagada casi daba miedo en la bruma nocturna.
—Una capa de los nacidos de la bruma —dijo Dockson—. Todos la llevan… Es una especie de… como un signo de pertenencia a su club.
—Tiene la forma y el color precisos para ocultarte en la bruma —dijo Kelsier—. Y advierte a los guardias de la ciudad y a los otros nacidos que no te molesten. —Se dio media vuelta, dejando que la capa se agitara dramáticamente—. Creo que me queda de maravilla.
Dockson puso los ojos en blanco.
—Muy bien —dijo Kelsier, agachándose y sacando un cinturón de tela de la bolsa—. A la Casa Venture. ¿Hay algo que necesite saber?
—Se supone que lord Venture tiene una caja fuerte en su estudio —dijo Dockson—. Allí es donde debe de guardar el atium. Encontrarás el estudio en la segunda planta, a tres habitaciones del balcón del ala sur. Ten cuidado, la Casa Venture tiene una docena de mataneblinos además de sus soldados y brumosos.
Kelsier asintió y se ató el cinturón; no tenía hebilla, pero sí dos pequeñas vainas. Sacó un par de dagas de cristal de la bolsa, comprobó que no estuviesen melladas y las envainó. Se quitó los zapatos y los calcetines, quedándose descalzo sobre las heladas piedras. Con los zapatos también desapareció el último trozo de metal que llevaba encima, aparte de la faltriquera y los tres frascos de metal del cinturón. Seleccionó el más grande, se tomó su contenido y le tendió el frasco vacío a Dockson.
—¿Ya está? —preguntó Kelsier.
Dockson asintió.
—Buena suerte.
Junto a él, la muchacha observaba sus preparativos con intensa curiosidad. Era una criatura pequeña y silenciosa, pero ocultaba una intensidad que le resultaba impresionante. Era paranoica, cierto, pero no tímida.
Tendrás tu oportunidad, muchacha, pensó. Pero no esta noche.
—Bien —dijo, sacando una moneda de la bolsa; la arrojó desde lo alto del edificio—. Supongo que allá voy. Me reuniré con vosotros en el taller de Clubs dentro de un rato.
Dockson asintió.
Kelsier se dio la vuelta y se acercó al borde del tejado. Luego saltó del edificio.
La bruma se enroscó en el aire a su alrededor. Quemó acero, el segundo de los metales alománticos básicos. Luces azules transparentes cobraron existencia en torno a él, visibles solo para sus ojos. Cada una brotaba desde el centro de su pecho hasta una fuente de metal cercana. Las líneas eran relativamente débiles, signo de que apuntaban a fuentes de metal pequeñas: bisagras de puertas, clavos y otras menudencias. El tipo de fuente de metal no importaba. Quemar hierro o acero hacía llegar líneas azules a todo tipo de metal, suponiendo que estuviera lo bastante cerca y el objeto fuera lo bastante grande para reparar en él.
Kelsier escogió la línea que apuntaba directa hacia abajo, hacia su moneda. Quemando acero, empujó contra la moneda.
Su descenso se detuvo de inmediato, y fue lanzado por el aire en dirección opuesta siguiendo la línea azul. Se volvió de lado, seleccionó al pasar el pomo de una ventana y empujó, inclinándose. El cuidadoso empujón lo envió hacia arriba y por encima del edificio que se hallaba justo al otro lado de la calle de la guarida de Vin.
Kelsier aterrizó con agilidad, agazapado, y echó a correr por el techo picudo del edificio. Se detuvo al otro lado, en la oscuridad, y escrutó el aire revuelto. Quemó estaño y lo sintió cobrar vida en su pecho, amplificando sus sentidos. De repente las brumas parecieron menos densas. No es que la noche a su alrededor se volviera más clara, sino que, sencillamente, su capacidad de percepción había aumentado. Al norte, en la distancia, distinguió apenas una enorme estructura. El Torreón de Venture.
Kelsier dejó que su estaño siguiera ardiendo de forma gradual; lo más probable era que no necesitara preocuparse de que se agotara. Al incorporarse, las brumas se enroscaron ligeramente alrededor de su cuerpo. Giraron y revolotearon, haciendo pasar una ligera corriente, apenas perceptible, junto a él. Las brumas lo conocían, lo reclamaban. Podían sentir la alomancia.
Saltó, empujando una chimenea de metal que tenía detrás, lo que lo impulsó en un amplio salto horizontal. Lanzó una moneda mientras saltaba y la diminuta pieza de metal fluctuó a través de la oscuridad y la niebla. Se impulsó contra la moneda antes de que esta golpeara el suelo y la fuerza de su peso la envió hacia abajo de golpe. En cuanto tocó el suelo, Kelsier salió catapultado hacia arriba, lo que convirtió la segunda mitad de su salto en un gracioso arco.
Kelsier aterrizó en otro tejado de madera picudo. Empujar acero y tirar de hierro eran las primeras cosas que le había enseñado Gemmel. Cuando empujes algo, es como si arrojaras tu peso contra eso, le había dicho el viejo lunático. Y no puedes cambiar cuánto pesas: eres un alomántico, no un místico del norte. No tires de nada que pese menos que tú, a menos que quieras que venga volando hacia ti, y no empujes nada más pesado a menos que quieras que te lance en dirección contraria.
Kelsier se rascó las cicatrices, luego se arrebujó en la capa de bruma, agazapado en el tejado, notando el roce de la madera contra sus pies descalzos. A menudo deseaba que quemar estaño no amplificara todos sus sentidos… o, al menos, no todos a la vez. Necesitaba la visión mejorada para ver en la oscuridad y hacía también buen uso de la audición mejorada. Sin embargo, quemar estaño hacía que la noche fuera aún más gélida para su piel supersensible y sus pies notaban cada guijarro y cada surco de la madera que tocaban.
El Torreón de Venture se alzaba ante él. Comparada con la ciudad oscura, parecía arder de luz. Los altos nobles no seguían el mismo calendario que la gente normal: la capacidad para mantener, incluso dilapidar, lámparas de aceite y velas, permitía a los ricos no plegarse a los caprichos de las estaciones y del sol.
El torreón era majestuoso, eso se notaba con tan solo ver su arquitectura. Aun rodeada por una muralla defensiva, la torre en sí era una construcción artística más que una fortificación. Recios contrafuertes sobresalían a los lados, permitiendo intrincadas ventanas y delicadas torretas. Vidrieras de colores iluminadas cubrían los muros del edificio rectangular, dando a las brumas que lo rodeaban un brillo irregular.
Kelsier quemó hierro, lo mantuvo potente y escudriñó la noche en busca de fuentes de metal. Estaba demasiado lejos del torreón para usar elementos pequeños como monedas o bisagras. Necesitaba un punto de apoyo más grande para cubrir esa distancia.
La mayoría de las líneas azules eran débiles. Kelsier advirtió que un par de ellas se movía con parsimonia por encima de él: una pareja de guardias en el tejado, lo más probable. Captaba sus petos y sus armas. A pesar de las consideraciones alománticas, la mayoría de los nobles aún armaba a sus soldados con metal. Los brumosos que podían empujar o tirar de metales eran poco corrientes, y los nacidos de la bruma aún menos. Muchos lores consideraban poco práctico dejar a sus guardias y soldados prácticamente indefensos para contrarrestar un segmento tan pequeño de la población.
No, la mayoría de los altos nobles confiaba en otros medios para enfrentarse a los alománticos. Kelsier sonrió. Dockson había dicho que lord Venture tenía un escuadrón de mataneblinos. Si eso era cierto, cabía la probabilidad de que se los encontrase antes de que acabara la noche. Ignoró por el momento a los soldados, concentrándose en una sólida línea azul que apuntaba hacia el tejado de la torre. Debía de estar revestido de cobre o de hierro. Kelsier avivó este último, inspiró y tiró de la línea.
Con un súbito latigazo, salió despedido por los aires.
Kelsier continuó quemando hierro, tirando de sí hacia la torre a enorme velocidad. Algunos rumores decían que los nacidos de la bruma podían volar, pero era una exageración. Tirar y empujar metales solía parecerse menos a volar que a caer… solo que en la dirección equivocada. Un alomántico tenía que tirar con fuerza para conseguir el impulso adecuado, y eso lo lanzaba hacia su asidero a velocidades asombrosas.
Kelsier salió disparado hacia la torre mientras las brumas se arremolinaban a su alrededor. Rebasó claramente la muralla protectora del perímetro, pero su cuerpo cayó hacia el suelo mientras se movía. Era su peso de nuevo: tiraba de él hacia abajo. Incluso las más veloces flechas se torcían ligeramente hacia el suelo en su vuelo.
El tirón de su peso significaba que, en vez de salir disparado hacia el tejado, lo haría trazando un arco. Se acercó a la muralla de la fortaleza situada a unos metros del tejado, todavía viajando a enorme velocidad.
Inspiró profundamente y quemó peltre, usándolo para ampliar su fuerza física del mismo modo que el estaño amplificaba sus sentidos. Giró en el aire, golpeando la pared de piedra con los pies. Incluso sus músculos reforzados protestaron por el trato, pero se detuvo sin romperse ningún hueso. Inmediatamente se soltó del tejado, lanzando una moneda y empujándola en cuanto empezó a caer. Seleccionó una fuente de metal situada por encima de él (uno de los refuerzos de alambre de una de las vidrieras) y tiró de ella.
La moneda golpeó el suelo y pudo de repente soportar su peso. Kelsier se lanzó hacia arriba, empujando la moneda y tirando de la ventana al mismo tiempo. Entonces, apagando ambos metales, dejó que el impulso lo llevara hacia arriba los últimos palmos a través de las oscuras brumas. Con la capa aleteando silenciosamente, llegó al borde de la pasarela de servicio superior del torreón, pasó por encima de la balaustrada de piedra y aterrizó en el alféizar.
Un sorprendido guardia lo descubrió, ni a tres pasos de distancia. Kelsier arremetió contra él como una exhalación tras saltar al aire y tirar levemente del peto de acero del hombre y hacerle perder el equilibrio. Sacó una de las dagas de cristal, permitiendo que la fuerza de su tirón al hierro lo lanzara hacia el guardia. Aterrizó con ambos pies contra el pecho del soldado y luego se giró y cortó con una estocada reforzada por el peltre.
El guardia se desplomó con la garganta segada. Kelsier aterrizó ágilmente a su lado, aguzando el oído al acecho de sonidos de alarma en la noche. No hubo ninguno. Dejó al guardia borbotear su muerte. El hombre debía de ser un noble menor. El enemigo. Si en lugar de eso hubiera sido un soldado skaa obligado a traicionar a su gente a cambio de unas monedas… Bueno, entonces Kelsier se hubiese alegrado aún más de enviarlo a la eternidad.
Empujó el peto del moribundo, saltando por encima de la pasarela de piedra hacia el tejado. El bronce del tejado estaba helado y resbaladizo. Corrió por él, dirigiéndose a la parte sur del edificio, buscando el balcón que había mencionado Dockson. No le preocupaba demasiado ser localizado: uno de sus propósitos de esa noche era robar un poco de atium, el décimo y más poderoso de los metales alománticos generalmente conocidos. Su otro propósito, sin embargo, era causar una conmoción.
Encontró sin problemas el balcón. Largo y ancho, debía de usarse para que pequeños grupos se sentaran con comodidad. Sin embargo, en aquel momento estaba tranquilo, ocupado solo por dos guardias. Kelsier se agazapó en silencio en las brumas de la noche por encima del balcón, oculto por la capa gris, con los dedos de los pies engarfiados en el borde metálico del tejado. Los dos guardias charlaban debajo, distraídos.
Hora de hacer un poco de ruido.
Kelsier saltó al saliente justo entre los dos guardias. Quemando peltre, reforzó su cuerpo, se extendió y empujó acero contra ambos hombres al mismo tiempo. Equilibrado como estaba en el centro, su empujón lanzó a los dos guardias en direcciones opuestas. Los hombres gritaron de sorpresa cuando la súbita fuerza los envió hacia atrás, lanzándolos por encima del balcón a la oscuridad. Cayeron con un alarido. Kelsier abrió las puertas del balcón, dejando que una muralla de bruma entrara, envolviéndolo, sus tentáculos arrastrándose para reclamar la habitación oscura.
Tercera habitación, pensó, corriendo hacia allí. La segunda habitación era un silencioso invernadero lleno de arbustos y otras plantas, una de cuyas paredes estaba cubierta por completo de altos ventanales para proporcionar luz. Aunque estaba oscuro, Kelsier sabía que las plantas serían de colores ligeramente distintos al marrón típico: algunas serían blancas, otras rojizas y quizá alguna incluso amarillo claro. Las plantas que no eran marrones constituían una rareza cultivada y conservada por la nobleza.
Kelsier pasó de largo, se detuvo en la siguiente puerta, advirtiendo su contorno iluminado. Apagó su estaño para no deslumbrarse al entrar por culpa de los ojos amplificados y abrió la puerta.
Entró agachado, parpadeando, con una daga de cristal en cada mano. Sin embargo, la habitación estaba vacía. Obviamente, era un estudio; una linterna ardía en cada pared junto a unas estanterías, y en un rincón había un escritorio.
Kelsier guardó sus cuchillos, quemó acero y buscó fuentes de metal. Había una gran caja fuerte en un rincón, pero era un escondite demasiado obvio. En efecto, otra potente fuente de metal brillaba dentro de la pared este. Kelsier se acercó, pasando los dedos por la escayola. Como muchas paredes de las fortalezas de los nobles, esta estaba decorada con un mural: criaturas extrañas retozaban bajo un sol rojo. La falsa sección de pared medía menos de dos palmos y había sido colocada de manera tal que el mural cubría sus rendijas.
Siempre hay otro secreto, pensó Kelsier. No se molestó en intentar descubrir cómo abrirla, sino que quemó acero, se extendió y tiró de la débil fuente de metal que supuso que era el mecanismo de cierre de la trampilla. Se resistió al principio, tirando de él hacia la pared, pero quemó peltre y tiró con más fuerza. La cerradura chasqueó y el panel se abrió, revelando una pequeña caja fuerte empotrada.
Kelsier sonrió. Parecía lo suficientemente pequeña para que un hombre reforzado por el peltre se la llevara, suponiendo que lograra sacarla de la pared.
Saltó hacia arriba, tirando de hierro contra la caja, y aterrizó con los pies contra la pared, uno a cada lado del panel abierto. Continuó tirando, manteniéndose en su sitio, y avivó su peltre. La fuerza inundó sus piernas. Mantuvo ardiendo el acero, tirando contra la caja.
Se esforzó y dejó escapar un ligero gruñido. Era una prueba de fuerza para ver qué cedía primero, si la caja fuerte o sus piernas.
La caja fuerte vibró en su marco. Kelsier tiró con más fuerza, mientras sus músculos protestaban. Pasó un buen rato sin que sucediera nada. Luego la caja se estremeció y se soltó de la pared. Kelsier cayó hacia atrás, quemando acero y empujando contra la caja para apartarse. Aterrizó mal, con el sudor corriéndole por la frente, mientras la caja se estrellaba contra el suelo de madera y arrancaba astillas.
Un par de sorprendidos guardias entraron corriendo en la habitación.
—Justo a tiempo —comentó Kelsier, alzando una mano y tirando de la espada de uno de los soldados. La liberó de la vaina. El arma giró en el aire y corrió de punta hacia Kelsier, que apagó su acero, se apartó y agarró la espada por la empuñadura cuando pasó por su lado.
—¡Un nacido de la bruma! —gritó el guardia.
Kelsier sonrió y saltó hacia delante.
El guardia desenvainó una daga. Kelsier la empujó, arrancándola de la mano del hombre, y luego la hizo girar, separándole con ella la cabeza del cuerpo. El segundo guardia maldijo y se soltó las correas del peto.
Kelsier empujó su espada mientras completaba su mandoble. El arma salió despedida de sus dedos y corrió silbando hacia el segundo guardia. La armadura del hombre se soltó, impidiendo que Kelsier empujara contra ella, justo cuando el cadáver del primer guardia caía al suelo. Un momento después, la espada de Kelsier se hundía en el pecho ahora descubierto del segundo guardia. El hombre se tambaleó y luego se desplomó en silencio.
Kelsier se apartó de los cadáveres, la capa susurrando. Su ira era sutil, no tan tremenda como la noche que había matado a lord Tresting. Pero la sentía allí, en el picor de sus cicatrices y en el recuerdo de los gritos de la mujer a la que había amado. Por lo que a Kelsier se refería, todo hombre que apoyara al Imperio Final también perdía su derecho a vivir.
Encendió su peltre, reforzando su cuerpo, y luego se agachó y recogió la caja. Vaciló un segundo bajo su peso, luego recuperó el equilibrio y tomó el camino de vuelta al balcón. Tal vez la caja contuviera atium; tal vez no. Sin embargo, no tenía tiempo de buscar otras opciones.
Estaba a medio camino, en el invernadero, cuando oyó pasos a su espalda. Se dio la vuelta y vio el estudio lleno de siluetas. Eran ocho, cada una con una túnica gris suelta, un bastón de duelo y un escudo en vez de espada. Mataneblinos.
Kelsier dejó caer al suelo la caja fuerte. Los mataneblinos no eran alománticos, pero estaban entrenados para combatir a los brumosos y los nacidos de la bruma. No habría ni un solo pedacito de metal en sus cuerpos y estarían preparados para sus trucos.
Kelsier dio un paso atrás, desperezándose y sonriendo. Los ocho hombres se desplegaron por el estudio, moviéndose con silenciosa precisión.
Esto va a ser interesante.
Los mataneblinos atacaron, lanzándose por parejas hacia el invernadero. Kelsier sacó las dagas, esquivó el primer ataque y lanzó una estocada al pecho de uno de los hombres. El mataneblino, sin embargo, saltó hacia atrás y obligó a Kelsier a retroceder blandiendo su bastón.
Kelsier avivó su peltre, dejando que sus piernas reforzadas lo impulsaran hacia atrás de un tremendo salto. Con una mano arrojó un puñado de monedas y las empujó contra sus oponentes. Los discos de metal salieron disparados hacia arriba, dispersándose en el aire, pero sus enemigos estaban preparados para eso: alzaron los escudos y las monedas rebotaron en la madera, astillándola, pero dejando ilesos a los hombres.
Kelsier se volvió hacia los otros mataneblinos que llenaban la habitación y avanzaban hacia él. Seguramente no esperaban mantener con él una lucha prolongada: su táctica sería abalanzarse todos a la vez, esperando poner pronto fin a la pelea, o al menos retenerlo hasta que pudieran despertar a los alománticos y estos vinieran a combatir. Kelsier miró la caja fuerte mientras aterrizaba.
No podía marcharse sin ella. Además, tenía que terminar pronto la pelea. Avivando peltre, saltó hacia delante tratando de descargar un golpe con la daga, pero no pudo penetrar las defensas de sus oponentes. Apenas esquivó a tiempo para no recibir en la cabeza el golpe de un bastón.
Tres de los mataneblinos saltaron tras él, cortándole la retirada hacia la habitación del balcón. Magnífico, pensó Kelsier, tratando de mantener la mirada fija en los ocho hombres a la vez. Avanzaron con cuidadosa precisión, trabajando en equipo.
Con la mandíbula apretada, Kelsier volvió a avivar su peltre; advirtió que se estaba quedando sin reservas. El peltre se quemaba más rápido que los ocho metales básicos.
Ahora no tengo tiempo de preocuparme por eso. Los hombres que tenía detrás atacaron, y Kelsier se apartó, tirando de la caja para lanzarse hacia el centro de la habitación. Empujó en cuanto golpeó el suelo cerca del recipiente blindado, lanzándose al aire en ángulo. Se encogió, pasó por encima de las cabezas de dos atacantes y aterrizó en el suelo junto a un pulcro parterre. Giró, encendiendo su peltre y alzando un brazo para defenderse del golpe que sabía que recibiría.
El bastón de duelo tocó su brazo. Un estallido de dolor le recorrió el antebrazo, pero su cuerpo amplificado por el peltre resistió. Kelsier siguió moviéndose, adelantó la otra mano y clavó una daga en el pecho de su oponente.
El hombre retrocedió, sorprendido, y el movimiento despojó a Kelsier de una de sus dagas. Un segundo mataneblino atacó, pero Kelsier lo esquivó y luego con la mano libre se soltó la bolsa del cinturón. El mataneblino se preparó para bloquear la daga que le quedaba a Kelsier, pero este alzó la otra mano y golpeó con la bolsa de monedas el escudo del hombre.
Luego empujó las monedas que contenía.
El mataneblino gritó. La fuerza del tremendo empujón del acero lo lanzó de espaldas. Kelsier avivó su acero, empujando tan fuerte que salió también despedido hacia atrás… lejos de la pareja de hombres que intentaba atacarlo. Kelsier y su enemigo se alejaron, arrojados en direcciones opuestas. Kelsier chocó contra la pared, pero siguió empujando, aplastando a su oponente (bolsa, escudo y todo) contra uno de los enormes ventanales del invernadero.
El cristal se quebró, las chispas de la luz de las linternas del estudio juguetearon en sus añicos. El rostro desesperado del mataneblino desapareció en la oscuridad exterior y la bruma (silenciosa, pero ominosa) empezó a colarse por la ventana destrozada.
Los otros seis hombres avanzaron implacables y Kelsier se vio obligado a ignorar el dolor de su brazo mientras esquivaba los golpes. Giró apartándose, rozando un arbolito, pero un tercer mataneblino atacó y le golpeó el costado con su bastón.
El ataque lanzó a Kelsier contra el parterre. Resbaló, luego se desplomó cerca de la entrada del estudio iluminado y dejó caer la daga. Jadeó de dolor, rodó de rodillas y se sujetó el costado. El golpe hubiese roto las costillas de cualquier otro hombre. Incluso Kelsier tendría un enorme moratón.
Los seis hombres avanzaron, desplegándose de nuevo para rodearlo. Kelsier se puso en pie a duras penas, la visión nublada por el dolor y el esfuerzo. Apretó los dientes y sacó uno de los frasquitos de metal que le quedaban. Apuró su contenido de un solo trago, reponiendo su peltre, y luego quemó estaño. La luz casi lo cegó y el dolor del brazo de pronto le pareció más agudo, pero el estallido de sentidos amplificados le despejó la cabeza.
Los seis mataneblinos avanzaron en un súbito ataque coordinado.
Kelsier tendió la mano hacia un lado, quemando hierro y buscando metal. La masa metálica más cercana era un grueso pisapapeles de plata que había en el escritorio del estudio. Se hizo con él, se giró, alzó el brazo y adoptó una postura defensiva.
—Muy bien —gruñó. Quemó acero en un arrebato de fuerza. El lingote rectangular salió despedido de su mano. El mataneblino más cercano alzó su escudo, pero se movió demasiado despacio. El lingote le golpeó el hombro y cayó al suelo gritando.
Kelsier se volvió a un lado, esquivando un mandoble del bastón y colocando a un mataneblino entre sí y el hombre caído. Quemó hierro, tirando del lingote hacia él. El pisapapeles voló por los aires, golpeando en la cabeza al segundo mataneblino. El hombre se desplomó mientras el lingote flotaba en el aire.
Uno de los hombres maldijo y se lanzó al ataque. Kelsier empujó el pisapapeles en el aire, apartándolo de sí mismo… y del mataneblino que tenía alzado su escudo. Kelsier oyó el lingote golpear el suelo a su espalda. Alzó la mano, quemando peltre, y detuvo el bastón del mataneblino a mitad del golpe.
El mataneblino gruñó, debatiéndose contra la fuerza amplificada de Kelsier, quien no se molestó en quitarle el arma; tiró bruscamente del lingote que tenía detrás dirigiéndolo hacia su propia espalda a una velocidad letal. Se volvió en el último momento, usando su impulso para hacer girar al mataneblino y colocarlo justo en la trayectoria del proyectil.
El hombre cayó.
Kelsier avivó peltre, reforzándose contra nuevos ataques. En efecto, un bastón se estrelló contra sus hombros. Cayó de rodillas mientras la madera se quebraba, pero quemó estaño para mantenerse consciente. El dolor y la lucidez destellaron en su mente. Arrancó el pisapapeles de la espalda del hombre moribundo y se apartó dejando que el arma improvisada pasara de largo.
Los dos mataneblinos que tenía más cerca se agacharon, en guardia. El lingote se clavó en uno de los escudos, pero Kelsier no continuó empujando para no perder el equilibrio. En vez de eso quemó hierro y tiró del pisapapeles hacia sí. Lo esquivó, apagó el hierro y sintió el lingote pasar volando por encima de él. Sonó un crujido cuando chocó con el hombre que le saltaba encima.
Kelsier giró, quemando hierro y luego acero para enviar el lingote volando hacia los dos últimos hombres. Estos se apartaron, pero Kelsier tiró del pisapapeles y lo hizo caer en el suelo directamente ante ellos. Los hombres lo miraron con aprensión, momento de distracción que Kelsier aprovechó para correr y saltar, impulsándose contra el lingote, y pasar por encima de sus cabezas. Los mataneblinos maldijeron dándose la vuelta. Cuando Kelsier aterrizó, tiró de nuevo del lingote, haciéndolo caer desde detrás contra el cráneo de uno de los hombres.
El mataneblino cayó en silencio. El lingote revoloteó en la oscuridad y Kelsier lo atrapó en el aire. Su fría superficie estaba resbaladiza de sangre. La bruma de la ventana rota se arremolinó a sus pies, enroscándose en sus piernas. Bajó la mano y señaló directamente al mataneblino restante.
En algún lugar de la habitación, un hombre caído gruñó.
El mataneblino que seguía en pie dio un paso atrás, soltó su arma y salió corriendo. Kelsier sonrió y bajó la mano.
De repente, el pisapapeles le fue arrancado de los dedos. Cruzó la habitación y salió rompiendo otra ventana. Kelsier maldijo, se dio la vuelta y vio que un grupo más numeroso de hombres entraba en tromba en el estudio. Vestían como los nobles. Alománticos.
Varios de ellos alzaron las manos y un remolino de monedas voló hacia Kelsier, quien quemó acero y empujó las monedas apartándolas del camino. Las ventanas se rompieron y la madera se quebró cuando la habitación quedó regada de monedas. Kelsier sintió un tirón en el cinturón cuando le arrebataron su último frasco de metal. Varios hombretones corrieron hacia él, detrás de las monedas que caían. Violentos: brumosos que, como Ham, podían quemar peltre.
Hora de irse, pensó Kelsier, repeliendo otra oleada de monedas con los dientes apretados a causa del dolor de su brazo y su costado. Miró tras de sí; tenía unos instantes de ventaja, pero no conseguiría llegar al balcón. Cuando más brumosos avanzaron, Kelsier inspiró profundamente y se abalanzó hacia uno de los ventanales rotos. Saltó a las brumas, girando en el aire mientras caía, y se extendió para tirar firmemente de la caja fuerte caída.
Se sacudió en el aire, cayendo hacia el muro del edificio como si estuviera atado a un alambre. Sintió la caja fuerte deslizarse hacia delante rozando el suelo del invernadero mientras su peso tiraba de ella. Chocó contra la pared del invernadero, pero él continuó tirando tras detenerse en el dintel de una ventana. Tiró de la caja, boca abajo en el hueco de la ventana.
La caja apareció en el borde del balcón superior. Se tambaleó, luego cayó y se precipitó directamente hacia Kelsier. Él sonrió, apagó su hierro y se apartó del edificio lanzándose a las brumas como un buceador loco. Cayó de espaldas a través de la oscuridad, sin apenas ver el rostro airado que se asomaba a la ventana rota.
Kelsier tiró con cuidado de la caja, moviéndose en el aire. Las brumas se enroscaban a su alrededor, impidiéndole ver, haciéndole sentir como si no cayera… aunque flotaba en mitad de la nada.
Se extendió hacia la caja, luego giró en el aire y empujó contra ella, lanzándose hacia arriba.
La caja chocó contra el suelo. Kelsier la empujó levemente, reduciendo su velocidad hasta que logró detenerse en el aire a unos palmos por encima de ella. Flotó en las brumas un instante, mientras los lazos de su capa se enroscaban y aleteaban con el viento, y luego se dejó caer junto a la caja.
La caja fuerte se había roto con el impacto. Kelsier la abrió, los oídos amplificados por el estaño al acecho de las llamadas de alarma en el edificio. Dentro de la caja encontró una bolsita con gemas y un par de cartas de crédito por valor de diez mil cuartos. Se lo guardó todo en el bolsillo. Palpó en su interior, temiendo que el trabajo de aquella noche hubiera sido para nada. Entonces sus dedos encontraron una bolsita, al fondo.
La abrió y descubrió un puñado de oscuras perlitas de metal. Atium. Sus cicatrices ardieron, recuerdo de su época en los Pozos.
Asió con fuerza la bolsa y se puso en pie. Divertido, advirtió una forma retorcida en el suelo, no muy lejos: los restos destrozados del mataneblino que había arrojado por la ventana. Kelsier se acercó y recuperó su faltriquera con un tirón de hierro.
No, esta noche no ha sido una pérdida de tiempo. Aunque no hubiera encontrado el atium, cualquier noche que acabara con un grupo de nobles muertos era una noche de éxito en su opinión.
Sujetó la faltriquera con una mano y la bolsa de atium con la otra. Mantuvo su peltre ardiendo (sin la fuerza que daba a su cuerpo, era probable que se hubiese desplomado por el dolor de sus heridas) y se perdió en la noche, corriendo hacia el taller de Clubs.