Ahora ya estamos cerca. Extrañamente, en estas alturas de las montañas parecemos finalmente libres del opresivo contacto de la Profundidad. Ha pasado algún tiempo desde que descubrí lo que era eso.

El lago que descubrió Fedik está bajo nosotros: puedo verlo desde aquí. Parece aún más extraño desde esta perspectiva, con su brillo vítreo, casi metálico. Casi deseo haberle permitido tomar una muestra de sus aguas.

Tal vez su interés era lo que enfadó a la criatura de la bruma que nos sigue. Tal vez… Tal vez por eso decidió atacarlo, apuñalándolo con su cuchillo invisible.

Curiosamente, el ataque me consoló. Al menos sé desde entonces que alguien más la ha visto. Eso significa que no estoy loco.

33

¿Así que… se acabó? —preguntó Vin—. El plan, quiero decir.

Ham se encogió de hombros.

—Si los inquisidores torturaron a Marsh, eso significa que lo saben todo. O, al menos, que saben suficiente. Sabrán que planeamos atacar el palacio y que vamos a usar la guerra de casas como tapadera. Ahora nunca lograremos que el lord Legislador salga de la ciudad y, desde luego, nunca conseguiremos que envíe a la ciudad a la guardia de palacio. Las cosas no pintan bien, Vin.

Ella no dijo nada mientras digería la información. Ham estaba sentado en el suelo sucio, apoyado contra los ladrillos de la pared del fondo, las piernas cruzadas. El refugio de emergencia era un apestoso sótano con solo tres habitaciones. El aire olía a polvo y ceniza. Los aprendices de Clubs ocuparon una habitación para ellos, aunque Dockson había despedido a todos los otros criados antes de ir al refugio.

Brisa estaba de pie al otro lado. De vez en cuando dirigía alguna mirada incómoda hacia el suelo sucio y los taburetes llenos de polvo, pero luego decidía seguir de pie. Vin no comprendía por qué se molestaba: iba a serle imposible mantener el traje limpio mientras viviesen en lo que era, en esencia, un agujero en el suelo.

Brisa no era el único que lamentaba su cautiverio autoimpuesto. Vin había oído gruñir a varios aprendices que casi preferían ser capturados por el Ministerio. Sin embargo, en los dos días que llevaban en el sótano nadie había salido de la casa a menos que fuera absolutamente necesario. Comprendían el peligro: Marsh podía haber dado a los inquisidores descripciones y alias de cada miembro de la banda.

Brisa sacudió la cabeza.

—Tal vez, caballeros, sea hora de dar por finalizada esta operación. Lo hemos intentado con todas nuestras fuerzas y, considerando el hecho de que nuestro plan original, reunir el ejército, terminó de manera tan trágica, yo diría que hemos hecho un trabajo maravilloso.

Dockson suspiró.

—Bueno, desde luego no podemos vivir de los fondos ahorrados durante mucho tiempo… sobre todo si Kelsier sigue dando nuestro dinero a los skaa.

Estaba sentado tras la mesa, que era el único mueble de la habitación, con sus libros de cuentas, notas y contratos organizados en montones ante él. Había recogido eficazmente todos los papeles que podrían haber incriminado a la banda u ofrecido más información sobre su plan.

Brisa asintió.

—Yo, por una vez, estoy deseando cambiar. Todo esto ha sido divertido, delicioso, y todas esas otras emociones positivas, pero trabajar con Kelsier puede ser un poco agotador.

Vin frunció el ceño.

—¿No vas a quedarte con su banda?

—Depende de su siguiente trabajo —dijo Brisa—. No somos como las otras bandas que has conocido: trabajamos como nos place, no porque nos lo digan. Nos recompensa ser muy exigentes con los trabajos que aceptamos. Los beneficios son grandes, pero también los riesgos.

Ham sonrió, mientras descansaba con los brazos tras la cabeza, completamente ajeno a la suciedad.

—Hace que uno se pregunte cómo acabamos en este trabajo concreto, ¿eh? Riesgos muy altos, beneficios ínfimos.

—Ninguno, en realidad —advirtió Brisa—. Ya nunca conseguiremos ese atium. Kelsier habla de altruismo y de ayudar a los skaa. Eso está muy bien, pero siempre esperé poder echarle mano al tesoro.

—Cierto —dijo Dockson, dejando de mirar sus notas—. Pero ¿ha merecido la pena al menos? ¿El trabajo que hemos hecho…, las cosas que hemos conseguido?

Brisa y Ham vacilaron, luego ambos asintieron.

—Y por eso nos quedamos —dijo Dockson—. El propio Kell lo dijo: nos escogió porque sabíamos que intentaríamos algo un poco distinto por conseguir un objetivo digno. Sois buenos hombres… incluso tú, Brisa. Deja de mirarme con esa cara.

Vin sonrió escuchando la discusión familiar. Todos lamentaban la muerte de Marsh, pero aquellos hombres sabían cómo actuar a pesar de sus pérdidas. En ese aspecto, eran realmente iguales que los skaa, después de todo.

—Una guerra de casas —comentó Ham, sonriendo para sí—. ¿Cuántos nobles creéis que han muerto?

—Centenares, al menos —respondió Dockson sin levantar la cabeza—. Todos muertos por sus propias manos nobles.

—Admito que tenía mis dudas sobre todo este fiasco —dijo Brisa—. Pero la interrupción en el comercio que esto causará, por no mencionar el desorden en el gobierno…, bueno, tienes razón, Dockson. Ha merecido la pena.

—¡Por supuesto! —dijo Ham, imitando la relamida voz de Brisa.

Voy a echarlos de menos, lamentó Vin. Tal vez Kelsier me lleve consigo en su próximo trabajo.

Las estrellas chispeaban y Vin se ocultó instintivamente en la oscuridad. La ajada puerta se abrió y una silueta familiar, ataviada de negro, entró. Llevaba en el brazo la capa de bruma y su rostro parecía increíblemente agotado.

—¡Kelsier! —dijo Vin, avanzando un paso.

—Hola a todos —respondió él con voz cansada.

Conozco ese cansancio, pensó Vin. La resaca del peltre. ¿Dónde ha estado?

—Llegas tarde, Kell —dijo Dockson, todavía sin levantar la cabeza de sus libros.

—Me esfuerzo por ser consecuente conmigo mismo —dijo Kelsier, dejando caer al suelo su capa de bruma y sentándose—. ¿Dónde están Clubs y Fantasma?

—Clubs está durmiendo en la habitación de atrás —respondió Dockson—. Fantasma se fue con Renoux. Supusimos que querrías que se llevara a nuestro mejor ojo de estaño para que vigilara.

—Buena idea —dijo Kelsier, dejando escapar un profundo suspiro y cerrando los ojos mientras se apoyaba contra la pared.

—Mi querido amigo, tienes un aspecto terrible —comentó Brisa.

—No es tan malo como parece… Me lo tomé con calma para regresar, incluso me detuve a dormir unas cuantas horas por el camino.

—Sí, pero ¿dónde has estado? —preguntó Ham—. Nos preocupaba que hubieras estado haciendo algo…, bueno, algo estúpido.

—Lo cierto es que dábamos por hecho que estabas haciendo algo estúpido —puntualizó Brisa—. Nos preguntábamos qué grado de estupidez tendría este hecho concreto. Así pues, ¿qué ha sido? ¿Asesinaste al sumo prelado? ¿Mataste a docenas de nobles? ¿Le robaste la capa al lord Legislador de su propia espalda?

—He destruido los Pozos de Hathsin —dijo Kelsier tranquilamente.

La habitación se sumió en un silencio de estupor.

—¿Sabéis? —dijo Brisa por fin—. Cabría pensar que a estas alturas ya habríamos aprendido a no subestimarlo.

—¿Los has destruido? —preguntó Ham—. ¿Cómo se destruyen los Pozos de Hathsin? ¡No son más que un puñado de grietas en el suelo!

—Bueno, no he destruido los pozos en sí —explicó Kelsier—. Rompí los cristales que producen las geodas de atium.

—¿Todos? —preguntó Dockson, aturdido.

—Todos los que pude encontrar. Y fueron varios cientos de huecos. Fue mucho más fácil moverme por allí abajo, ahora que domino la alomancia.

—¿Cristales? —preguntó Vin, confusa.

—Cristales de atium, Vin —explicó Dockson—. Producen las geodas (no creo que nadie sepa cómo) que tienen perlas de atium en su interior.

Kelsier asintió.

—Los cristales son el motivo por el que el lord Legislador no puede enviar a alománticos allá abajo para sacar las geodas de atium. Usar la alomancia cerca de los cristales hace que se rompan… Y tardan siglos en volver a crecer.

—Siglos durante los cuales no producirán atium —añadió Dockson.

—Así que tú… —Vin se interrumpió.

—He puesto fin a la producción de atium en el Imperio Final, por lo menos hasta dentro de trescientos años o así.

Elend. La Casa Venture. Están a cargo de los Pozos. ¿Cómo reaccionará el lord Legislador cuando se entere de esto?

—¡Loco! —dijo Brisa en voz baja, los ojos muy abiertos—. El atium es la base de la economía imperial: controlarlo es una de las principales formas que tiene el lord Legislador de mantener su dominio sobre la nobleza. Puede que nosotros no nos hagamos con sus reservas, pero esto acabará por tener el mismo efecto. ¡Bendito lunático… bendito genio!

Kelsier sonrió con tristeza.

—Agradezco ambos cumplidos. ¿Han actuado ya los inquisidores contra el taller de Clubs?

—No que nuestros vigilantes hayan visto —dijo Dockson.

—Bien. Tal vez no consiguieron que Marsh hablara. Como mínimo, tal vez no se den cuenta de que sus comisarías aplacadoras han sido descubiertas. Ahora, si no os importa, me voy a dormir. Tenemos muchos planes que hacer mañana.

El grupo vaciló.

—¿Planes? —preguntó Dox por fin—. Kell… estábamos pensando que deberíamos dejarlo. Hemos provocado una guerra de casas y acabas de cargarte la economía imperial. Con nuestra tapadera, y nuestro plan, en peligro… Bueno, no puedes sinceramente esperar que hagamos nada más, ¿verdad?

Kelsier sonrió, se puso en pie tambaleándose y se marchó a la habitación del fondo.

—Hablaremos mañana.

—¿Qué crees que está planeando, Sazed? —preguntó Vin, sentada en un taburete junto a la chimenea del sótano; el terrisano preparaba la cena. Kelsier llevaba durmiendo desde la noche anterior y todavía no se había levantado en toda la tarde.

—No tengo ni la menor idea, señora —respondió Sazed, probando el guiso—. Aunque este momento, con la ciudad tan desequilibrada, parece la oportunidad perfecta para actuar contra el Imperio Final.

Vin reflexionó.

—Supongo que todavía podríamos tomar el palacio… Eso es lo que Kell ha querido hacer siempre. Pero si el lord Legislador está advertido, los demás no querrán. Además, no parece que tengamos suficientes soldados para hacer gran cosa en la ciudad. Ham y Brisa nunca terminaron su reclutamiento.

Sazed se encogió de hombros.

—Tal vez Kelsier tiene planeado hacer algo con el lord Legislador —musitó Vin.

—Tal vez.

—¿Sazed? —dijo Vin lentamente—. Tú recopilas leyendas, ¿no?

—Como guardador recopilo muchas cosas. Historias, leyendas, religiones. Cuando era joven, otro guardador me recitó todo su conocimiento para que pudiera almacenarlo, y luego aumentarlo.

—¿Has oído hablar alguna vez de esa leyenda del Undécimo metal de la que Kelsier habla?

Sazed vaciló.

—No, señora. Esa leyenda me la contó maese Kelsier por primera vez.

—Pero él jura que es cierta. Y yo… por algún motivo, lo creo.

—Es muy posible que haya leyendas de las que yo no he oído hablar —dijo Sazed—. Si los guardadores lo supieran todo, ¿para qué necesitaríamos seguir buscando?

Vin asintió, todavía un poco dubitativa.

Sazed continuó removiendo la sopa. Parecía tan… digno, aunque realizara una tarea tan sencilla. Llevaba su ropa de mayordomo, ajeno al sencillo servicio que estaba realizando, sustituyendo a los criados que la banda había despedido.

En la escalera sonaron unos rápidos pasos y Vin se volvió y se levantó de su taburete.

—¿Señora? —preguntó Sazed.

—Hay alguien en las escaleras —dijo ella, acercándose a la puerta.

Uno de los aprendices (Vin creía que se llamaba Tase) irrumpió en la habitación principal. Ahora que Lestibournes se había marchado, Tase se había convertido en el vigía de la banda.

—La gente se está congregando en la plaza —dijo Tase, señalando hacia la escalera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dockson mientras entraba desde la otra habitación.

—Gente en la plaza de la fuente, maese Dockson —dijo el muchacho—. En la calle se dice que los obligadores planean más ejecuciones.

Venganza por lo de los Pozos, pensó Vin. No han tardado mucho.

La expresión de Dockson se ensombreció.

—Ve a despertar a Kell.

—Pretendo observarlos —dijo Kelsier, vestido con sencilla ropa de skaa y una capa, mientras caminaba por la habitación.

El estómago de Vin dio un vuelco. ¿Otra vez?

—Vosotros podéis hacer lo que queráis —dijo él. Tenía mucho mejor aspecto después de su prolongado descanso: su agotamiento había desaparecido, sustituido por la característica fuerza que Vin esperaba siempre de él—. Las ejecuciones quizá sean una reacción a lo que hice en los Pozos —continuó diciendo—. Voy a ver la muerte de esa gente… porque, indirectamente, yo soy la causa.

—No es culpa tuya, Kell —dijo Dockson.

—Todo es culpa nuestra —replicó él bruscamente—. Eso no significa que lo que hagamos esté mal… Sin embargo, si no fuera por nosotros, esa gente no tendría que morir. Yo, para empezar, pienso que lo menos que podemos hacer por esa gente es ser testigos de su muerte.

Abrió la puerta y empezó a subir las escaleras. Lentamente, el resto del grupo lo siguió, aunque Clubs, Sazed y los aprendices se quedaron en el refugio.

Vin subió los escalones y se reunió con los demás en una sucia calle en medio de un barrio skaa. Caía ceniza del cielo, flotando en perezosos copos. Kelsier ya había echado a andar y los demás (Brisa, Ham, Dockson y Vin) apretaron el paso para alcanzarlo.

El refugio no estaba cerca de la plaza de la Fuente. Kelsier, sin embargo, se detuvo a unas cuantas calles de distancia de su destino. Skaa con ojos turbios continuaban pasando ante ellos, uniéndose a la multitud. A lo lejos sonaba una campana.

—¿Kell? —preguntó Dockson.

Kelsier ladeó la cabeza.

—Vin, ¿oyes eso?

Ella cerró los ojos y luego avivó su estaño. Concéntrate, pensó. Como dijo Fantasma: aísla los pasos y los murmullos. Oye por encima de las puertas cerrándose y la gente respirando. Escucha…

—Caballos —dijo, reduciendo su estaño y abriendo los ojos—. Y carruajes.

—Carros —dijo Kelsier, volviéndose hacia un lado de la calle—. Los carros de los prisioneros. Vienen hacia aquí.

Miró los edificios que lo rodeaban, luego se agarró a una tubería de desagüe y empezó a escalar por la pared. Brisa puso los ojos en blanco, le dio un codazo a Dockson y señaló la parte delantera del edificio, pero Vin y Ham, con peltre, siguieron fácilmente a Kelsier hasta el tejado.

—Allí —dijo Kelsier, señalando una calle cercana. Vin apenas pudo distinguir una fila de carros con barrotes que se dirigía hacia la plaza.

Dockson y Brisa salieron al tejado inclinado a través de una ventana. Kelsier se quedó donde estaba, al borde, contemplando los carros de prisioneros.

—Kell —advirtió Ham—. ¿En qué estás pensando?

—Todavía estamos a cierta distancia de la plaza —respondió él lentamente—. Y los inquisidores no viajan con los prisioneros: vendrán desde palacio, como la última vez. No puede haber más de un centenar de soldados vigilando a esa gente.

—Cien hombres son bastantes, Kell.

Kelsier no pareció oír las palabras de Ham. Dio un paso adelante, acercándose al borde del tejado.

—Puedo detener esto… Puedo salvarlos.

Vin se colocó junto a él.

—Kell, es posible que no haya muchos guardias con los prisioneros, pero la plaza de la Fuente está a pocas manzanas de distancia. ¡Está repleta de soldados, por no mencionar a los inquisidores!

Ham, inesperadamente, no la apoyó. Se dio media vuelta para mirar a Dockson y Brisa. Dox vaciló, luego se encogió significativamente de hombros.

—¿Estáis todos locos? —preguntó Vin.

—Espera un momento —dijo Brisa, entornando los ojos—. No soy ningún ojo de estaño, pero ¿no os parece que esos prisioneros van un poco demasiado bien vestidos?

Kelsier se quedó quieto, luego maldijo. Sin avisar, saltó del tejado y echó a correr por la calle de abajo.

—¡Kell! —llamó Vin—. ¿Qué…?

Entonces calló, alzó la vista a la roja luz del sol y contempló la lenta procesión de carros. Sus ojos amplificados por el estaño le permitieron reconocer a alguien sentado en la parte delantera de uno de ellos.

Fantasma.

—Kelsier, ¿qué está pasando? —preguntó Vin, corriendo tras él calle abajo.

Él frenó un poco el ritmo.

—He visto a Renoux y Fantasma en el primer carro. El Ministerio debe de haber atacado el convoy de Renoux… La gente de esas jaulas son los criados, el personal y los guardias que contratamos para que trabajaran en la mansión.

El convoy… pensó Vin. El Ministerio debe de saber que Renoux era un fraude. Marsh confesó después de todo.

Tras ellos, Ham salió del edificio. Brisa y Dox tardaron más en llegar.

—¡Tenemos que actuar rápido! —dijo Kelsier, avivando de nuevo el paso.

—¡Kell! —Vin lo agarró por el brazo—. Kelsier, no puedes salvarlos. Están demasiado bien vigilados y es de día. ¡Solo conseguirás que te maten!

Él se detuvo y se dio media vuelta. La miró a los ojos, decepcionado.

—No comprendes nada de todo esto, ¿verdad, Vin? Nunca lo has hecho. Te dejé detenerme una vez antes, en la colina, junto al campo de batalla. Pero esta vez no. Esta vez puedo hacer algo.

—Pero…

Él se soltó el brazo.

—Todavía tienes que aprender algunas cosas sobre la amistad, Vin. Espero que algún día te des cuenta de cuáles son.

Entonces echó a correr en dirección a los carros. Ham adelantó a Vin, corriendo en una dirección distinta, abriéndose paso entre los skaa que confluían hacia la plaza.

Vin se quedó allí plantada unos momentos, estúpidamente, sintiendo la ceniza caer. Dockson la alcanzó.

—Es una locura —murmuró—. No podemos hacer esto, Dox. No somos invencibles.

Dockson hizo una mueca.

—Tampoco estamos indefensos.

Brisa los alcanzó resoplando y señaló una calle lateral.

—Allí. Tengo que conseguir un sitio desde donde pueda ver a los soldados.

Vin los siguió, sintiendo de pronto que su vergüenza se mezclaba con su preocupación.

Kelsier…

Kelsier arrojó al suelo un par de frasquitos vacíos después de ingerir su contenido. Los frascos chispearon en el aire junto a él, pero no llegaron a romperse contra las piedras. Se lanzó hacia un último callejón y echó a correr por una calle extrañamente vacía.

Los carros de prisioneros rodaban hacia él mientras entraban en una placita formada por la intersección de dos calles. Los vehículos tenían barrotes y estaban repletos de personas que ya resultaban claramente familiares: criados, soldados, sirvientes… Algunos eran rebeldes, pero muchos eran solo personas normales. Ninguno de ellos se merecía la muerte.

Demasiados skaa han muerto ya, pensó Kelsier, avivando sus metales. Cientos. Miles. Cientos de miles.

Hoy no. No más.

Lanzó una moneda y saltó, impulsándose por los aires en un amplio arco. Los soldados levantaron la cabeza, señalando. Kelsier aterrizó directamente entre ellos.

Hubo un momento de silencio mientras los soldados se volvían, sorprendidos. Kelsier se agazapó entre ellos. Del cielo caían trozos de ceniza.

Entonces empujó.

Avivó acero con un alarido, se irguió y empujó hacia fuera. El estallido de poderes alománticos asió a los soldados por sus petos, lanzando al aire a una docena de hombres y haciéndolos chocar contra paredes y compañeros.

Los hombres gritaron. Kelsier giró, empujó contra un grupo de soldados y voló hacia un carro de prisioneros. Chocó contra él, avivó su acero y agarró con las manos la puerta de metal.

Los prisioneros retrocedieron, sorprendidos. Kelsier soltó la puerta con un estallido de poder amplificado por el peltre y luego la lanzó contra un grupo de soldados que se acercaba.

—¡Salid! —les dijo a los prisioneros.

Saltó del carro y aterrizó en la calle. Giró.

Y se encontró cara a cara con una alta figura ataviada con una túnica marrón. Kelsier vaciló, retrocediendo mientras la alta figura se bajaba la capucha y revelaba un par de ojos atravesados por clavos.

El inquisidor sonrió y Kelsier oyó pasos acercándose por los callejones laterales. Docenas. Cientos.

—¡Maldición! —exclamó Brisa mientras los soldados inundaban la plaza.

Dockson empujó a Brisa hacia un callejón. Vin los siguió, agazapándose en las sombras, mientras oía a los soldados gritar en las encrucijadas.

—¿Qué? —preguntó.

—¡Un inquisidor! —dijo Brisa, señalando la figura con la túnica que se alzaba ante Kelsier.

—¿Qué? —dijo Dockson, poniéndose de pie.

Es una trampa, advirtió Vin con horror. Los soldados empezaban a confluir hacia la plaza, saliendo de ocultas callejas laterales.

¡Kelsier, sal de ahí!

Kelsier se impulsó en un guardia caído, lanzándose de espaldas en una voltereta por encima de uno de los carros de prisioneros. Aterrizó agazapado, observó los nuevos escuadrones de soldados. Muchos de ellos llevaban bastones, sin armadura. Mataneblinos.

El inquisidor se empujó por el aire lleno de ceniza y aterrizó con un golpe ante Kelsier. La criatura sonrió.

Es el mismo hombre. El inquisidor de antes.

—¿Dónde está la chica? —dijo tranquilamente la criatura.

Kelsier ignoró la pregunta.

—¿Por qué solo uno de vosotros? —exigió saber.

La sonrisa de la criatura aumentó.

—Yo gané el sorteo.

Kelsier avivó peltre y se escoró hacia un lado mientras el inquisidor sacaba un par de hachas de obsidiana. La plaza se estaba llenando rápidamente de soldados. En el interior de los carros oyó gritar a la gente.

—¡Kelsier! ¡Lord Kelsier! ¡Por favor!

Kelsier maldijo en voz baja mientras el inquisidor se cernía sobre él. Tiró contra uno de los carros todavía llenos y se abalanzó por los aires sobre un grupo de soldados. Aterrizó, luego corrió hacia el carro, pretendiendo liberar a sus ocupantes. Sin embargo, cuando ya llegaba, el carro se estremeció. Kelsier alzó la mirada justo a tiempo de ver a un monstruo de ojos de acero sonriéndole desde el techo del vehículo.

Kelsier se lanzó hacia atrás, sintiendo el viento del golpe del hacha junto a su cabeza. Aterrizó ágilmente, pero de inmediato tuvo que saltar a un lado para esquivar el ataque de un grupo de soldados. Mientras tomaba tierra tiró contra uno de los carros para anclarse y de la puerta de hierro que había arrojado antes. La puerta de barrotes voló por los aires y chocó contra el escuadrón de soldados.

El inquisidor atacó desde atrás, pero Kelsier se apartó de un salto. La puerta, todavía dando tumbos, resbalaba por el suelo y, cuando pasó por encima de ella, Kelsier empujó, lanzándose al aire.

Vin tenía razón, pensó Kelsier, frustrado. Abajo, el inquisidor lo observaba, siguiéndolo con sus ojos antinaturales. No debería haber hecho esto. Un grupo de soldados rodeaba a los skaa que había liberado.

Debería correr… tratar de despistar al inquisidor. Lo he hecho antes.

Pero… no podía. No lo haría, no esta vez. Había transigido demasiadas veces. Aunque le costara todo lo demás, tenía que liberar a esos prisioneros.

Y, entonces, cuando empezaba a caer, vio a un grupo de hombres correr hacia las encrucijadas. Llevaban armas, pero no uniforme. A la cabeza corría una figura familiar.

¡Ham! Así que ahí es adonde fuiste.

—¿Qué pasa? —preguntó Vin ansiosamente, poniéndose de puntillas para ver la plaza. En alto, la figura de Kelsier se abalanzaba hacia la lucha, la capa oscura ondeando a su espalda.

—¡Es una de nuestras unidades de soldados! —dijo Dockson—. Ham debe de haberlos ido a buscar.

—¿Cuántos?

—Formaban grupos de un par de centenares.

—Entonces estarán en desventaja numérica.

Dockson asintió.

Vin se puso en pie.

—Voy para allá.

—No —dijo Dockson firmemente, agarrándola por la capa y haciéndola retroceder—. No quiero que se repita lo que te ocurrió la última vez que te enfrentaste a uno de esos monstruos.

—Pero…

—Kelsier lo hará bien —dijo Dockson—. Tratará de ganar tiempo para que Ham libere a los prisioneros y luego escapará. Observa.

Vin dio un paso atrás.

A su lado, Brisa murmuraba para sí.

—Sí, tienes miedo. Concentrémonos en eso. Olvida todo lo demás. Teme. Son un inquisidor y un nacido de la bruma luchando… No querrás entrometerte en eso

Vin miró de nuevo hacia la plaza, donde vio a un soldado soltar su bastón y echar a correr. Hay otras formas de luchar, comprendió, arrodillándose junto a Brisa.

—¿Cómo puedo ayudar?

Kelsier huyó de nuevo del inquisidor mientras la unidad de Ham se enfrentaba a los soldados imperiales y empezaba a abrirse paso hacia los carros de prisioneros. El ataque dividió la atención de los soldados, que parecieron muy contentos dejando a Kelsier y el inquisidor librar su solitaria batalla.

A un lado, Kelsier vio a los skaa que empezaban a ocupar las calles alrededor de la placita, pues la lucha llamaba la atención de los que esperaban en la plaza de la Fuente. Vio otros escuadrones de guardias imperiales tratando de abrirse paso hacia la lucha, pero los miles de skaa que abarrotaban las calles dificultaban seriamente su avance.

El inquisidor atacó y Kelsier esquivó. La criatura empezaba a frustrarse. A un lado, un grupito de hombres de Ham llegó a uno de los carros y rompió el candado, liberando a los prisioneros. El resto de los hombres de Ham mantuvo ocupados a los soldados mientras los prisioneros escapaban.

Kelsier sonrió, mirando al molesto inquisidor. La criatura gruñó.

—¡Valette! —gritó una voz.

Kelsier se volvió, sorprendido. Un noble bien vestido se abría paso entre los soldados hacia el centro de la pelea. Llevaba un bastón de duelos y lo protegían dos fornidos guardaespaldas, pero sobre todo evitaba que lo hirieran porque ningún bando parecía seguro de querer golpear a un hombre de sangre noble.

—¡Valette! —gritó de nuevo Elend Venture. Se dirigió a uno de los soldados—. ¿Quién os ordenó atacar el convoy de la Casa Renoux? ¿Quién autorizó esto?

Magnífico, pensó Kelsier, sin dejar de controlar al inquisidor. La criatura miró a Kelsier con expresión odiosa y retorcida.

Sigue odiándome, pensó Kelsier. Solo tengo que aguantar lo suficiente para que Ham libere a los prisioneros. Luego, podré evitarte.

El inquisidor descargó un golpe y decapitó a un criado que huía al pasar.

—¡No! —gritó Kelsier mientras el cadáver caía a los pies del inquisidor.

La criatura atrapó a otra víctima y alzó su hacha.

—¡Muy bien! —dijo Kelsier, avanzando, sacando un par de frasquitos de su bolsa—. Muy bien. ¿Quieres luchar conmigo? ¡Vamos!

La criatura sonrió, empujó a un lado a la mujer capturada y avanzó hacia Kelsier.

Kelsier descorchó los dos frascos y los apuró a la vez, luego los arrojó al suelo. Los metales ardieron en su pecho, junto a su furia. Su hermano, muerto. Su esposa, muerta. Familia, amigos y héroes. Todos muertos.

¿Quieres que busque venganza?, pensó. ¡Bien, la tendrás!

Kelsier se detuvo a unos pocos pasos del inquisidor. Con los puños cerrados, avivó su acero en un enorme empujón. A su alrededor, la gente fue impulsada hacia atrás por sus metales al ser golpeada por una espantosa e invisible oleada de poder. La plaza, repleta de soldados imperiales, prisioneros y rebeldes, abrió un pequeño hueco alrededor de Kelsier y el inquisidor.

—Adelante —dijo Kelsier.