Me considero un hombre de principios. Pero ¿qué hombre no se considera tal? Incluso el asesino, según he advertido, interpreta sus acciones como «morales».
Tal vez otra persona, al leer mi vida, me considere un tirano religioso. Puede llamarme arrogante. ¿Qué hace que la opinión de ese hombre sea menos válida que la mía propia?
Supongo que todo se reduce a una sola cosa: al final, soy yo quien tiene los ejércitos de su parte.
1
Llovía ceniza.
Vin contempló los copos revolotear en el aire mientras caían. Con languidez. Descuidadamente. Libres. Los trozos de hollín caían como copos de nieve negra, descendiendo sobre la oscura ciudad de Luthadel. Se acumulaban en las esquinas, impulsados por la brisa, y se enroscaban en diminutos remolinos sobre el empedrado. Parecía que no les importaba nada. ¿Cómo sería eso?
Vin estaba sentada en silencio en uno de los miradores, un hueco oculto en los ladrillos de un lado de la guarida. Desde dentro, se podía vigilar la calle en busca de signos de peligro. Vin no estaba de guardia: el mirador era uno de los pocos lugares donde podía estar a solas.
Y a Vin le gustaba estar sola. Cuando estás sola, nadie puede traicionarte. Palabras de Reen. Su hermano le había enseñado muchas cosas, luego había reforzado sus enseñanzas haciendo lo que siempre había prometido que haría: traicionarla. Es la única manera de aprender. Cualquiera puede traicionarte, Vin. Cualquiera.
La ceniza continuó cayendo. A veces, Vin imaginaba que era como la ceniza, o el viento, o la misma bruma. Una cosa sin pensamiento, capaz simplemente de «ser», sin pensar, ni preocuparse, ni sentir dolor. Entonces podría ser… libre.
Oyó un sonido cercano y luego la trampilla al fondo de la pequeña recámara se abrió de golpe.
—¡Vin! —dijo Ulef, asomando la cabeza—. ¡Estás ahí! Camon lleva media hora buscándote.
Precisamente por eso me he escondido.
—Deberías prepararte —dijo Ulef—. Estamos a punto de empezar.
Ulef era un chico larguirucho. Amable, a su manera; ingenuo, si alguien que había crecido en el mundo de los bajos fondos en verdad podía considerarse tal cosa. Eso, desde luego, no significaba que no pudiera traicionarla. La traición no tenía nada que ver con la amistad; era un simple acto de supervivencia. La vida era dura en las calles y, si un skaa ladrón quería evitar ser capturado y ejecutado, tenía que ser práctico.
Y la frialdad era la más práctica de las emociones. Otro de los dichos de Reen.
—¿Bien? —preguntó Ulef—. Deberías ir. Camon está enfadado.
¿Cuándo no lo está? Sin embargo, Vin asintió y se apartó del estrecho, aunque cómodo, espacio del mirador. Pasó rozando a Ulef y salió por la trampilla para dirigirse a un pasillo y luego a una despensa ruinosa. La habitación era una de las muchas del fondo del taller que servía como tapadera. El cubil de la banda en sí estaba oculto en los túneles de una caverna de piedra situada bajo el edificio.
Salió por una puerta trasera, seguida de Ulef. El trabajo sería a unas manzanas de distancia, en una zona más rica de la ciudad. Era un trabajo complicado, uno de los más complejos que había visto Vin. Suponiendo que Camon no fuera capturado, los beneficios serían grandes. Si lo capturaban… Bueno, timar a nobles y obligadores era una profesión muy difícil, pero desde luego era mejor que trabajar en las fraguas o las fábricas textiles.
Vin salió del callejón y se internó en una calleja oscura de uno de los muchos suburbios de skaa de la ciudad. Los skaa demasiado enfermos para trabajar yacían acurrucados en esquinas y aceras, con la ceniza revoloteando a su alrededor. Vin mantuvo la cabeza gacha y se subió la capucha para protegerse de los copos que todavía caían.
Libre. No, nunca seré libre. Reen se aseguró de eso cuando se marchó.
—¡Aquí estás! —Camon alzó un dedo cuadrado y grueso y le apuntó a la cara—. ¿Dónde te habías metido?
Vin no dejó que el odio ni la rebeldía se notaran en sus ojos. Se limitó a agachar la cabeza, dándole a Camon lo que esperaba ver. Había otras formas de ser fuerte. Esa lección la había aprendido ella sola.
Camon soltó un leve gruñido, luego alzó la mano y le dio un revés en la cara. La fuerza del golpe envió a Vin contra la pared, y su mejilla ardió de dolor. Se desplomó contra la madera, pero soportó el castigo en silencio. Solo otro cardenal más. Era lo bastante fuerte para soportarlo. Lo había hecho antes.
—Escucha —susurró Camon—. Este es un trabajo importante. Vale miles de cuartos: más que tú cien veces. No permitiré que metas la pata. ¿Entendido?
Vin asintió.
Camon la estudió un momento, el rostro gordezuelo rojo de furia. Se apartó, al cabo, murmurando para sí.
Estaba molesto por algo… no era solo por Vin. Tal vez se había enterado de la rebelión skaa que había tenido lugar en el norte hacía varios días. Uno de los lores de provincias, Themos Tresting, al parecer había sido asesinado y su mansión, calcinada. Esas preocupaciones eran malas para los negocios: hacían que la aristocracia estuviera más atenta y fuese menos fácil de engañar. Eso, a su vez, podía traducirse en una drástica reducción de los beneficios de Camon.
Está buscando alguien a quien castigar, pensó Vin. Siempre se pone nervioso antes de un golpe. Miró a Camon, saboreando la sangre de su labio. Debió de dejar traslucir algo de confianza, puesto que él la miró con el rabillo del ojo y su expresión se ensombreció. Alzó la mano, como para volver a golpearla.
Vin utilizó un poco de su Suerte.
Gastó solo una pizquita: necesitaría el resto para el trabajo. Dirigió la Suerte hacia Camon, calmando su nerviosismo. El jefe de la banda se detuvo, ajeno al contacto de Vin, pero sintiendo sus efectos de todas formas. Permaneció inmóvil un instante; luego suspiró, apartándose y bajando la mano.
Vin se limpió el labio mientras Camon se marchaba. El ladrón tenía un aspecto muy convincente vestido de noble. Llevaba el traje más lujoso que Vin hubiese visto jamás: una camisa blanca y un chaleco verde oscuro con botones de oro grabados, casaca negra larga, a la moda, y sombrero negro a juego. Sus dedos chispeaban de anillos e incluso llevaba un hermoso bastón de duelo. Camon imitaba bastante bien a los nobles: cuando se trataba de interpretar un papel, había pocos ladrones más competentes que Camon. Siempre que pudiera controlar su temperamento.
La habitación en sí era menos impresionante. Vin se puso en pie mientras Camon empezaba a gritar a algunos otros miembros de la banda. Habían alquilado una de las suites del hotel de la localidad. No demasiado lujosa, pero esa era la idea. Camon iba a interpretar el papel de lord Jedue, un noble de campo que tenía problemas financieros y había ido a Luthadel a establecer algunos contactos finales y desesperados.
La habitación principal había sido transformada en una especie de sala de audiencias, con una gran mesa para que Camon se sentara a ella y las paredes decoradas con obras de arte baratas. Había dos hombres de pie junto a la mesa, con uniforme de criado; interpretarían el papel de los lacayos de Camon.
—¿Qué es todo este alboroto? —preguntó un hombre mientras entraba en la habitación. Era alto e iba vestido con una sencilla camisa gris y unos pantalones, con una fina espada atada a la cintura. Theron era el otro jefe de la banda: aquel golpe era en realidad idea suya. Se había asociado con Camon porque necesitaba a alguien que hiciera de lord Jedue, y todos sabían que Camon era uno de los mejores.
Camon alzó la cabeza.
—¿Eh? ¿Alboroto? Pero si no ha sido más que un pequeño problema disciplinario. No te preocupes, Theron. —Camon recalcó sus palabras haciendo un gesto con la mano; había motivos para que interpretara tan bien a la aristocracia. Era tan arrogante que podría haber pertenecido a una de las Grandes Casas.
Theron entornó los ojos. Vin sabía lo que debía de estar pensando el hombre: decidía si sería muy arriesgado clavarle al gordo Camon un cuchillo en la espalda cuando el golpe hubiera terminado. Al cabo de un rato, el alto jefe de la banda se apartó de Camon y miró a Vin.
—¿Y esta quién es? —preguntó.
—Una de mi banda —respondió Camon.
—Creía que no necesitábamos a nadie más.
—Bueno, la necesitamos a ella —dijo Camon—. Ignórala. Mi parte de la operación no es asunto tuyo.
Theron miró a Vin y su labio ensangrentado. Ella apartó la mirada. Sin embargo, los ojos de Theron se posaron en ella, recorriendo todo su cuerpo. Llevaba una sencilla camisa abotonada y un mono. En realidad, resultaba poco atractiva: flaca y de rostro juvenil, no parecía tener ni dieciséis años. No obstante, algunos hombres preferían ese tipo de mujeres.
Pensó en usar con él un poco de Suerte, pero al poco dejó de mirarla.
—El obligador está a punto de llegar —dijo Theron—. ¿Estás preparado?
Camon puso los ojos en blanco, acomodando su masa en el asiento, tras la mesa.
—Todo perfecto. ¡Déjame a mí, Theron! Vuelve a tu habitación y espera.
Theron frunció el ceño, pero se dio media vuelta y salió de la habitación murmurando para sí.
Vin escrutó la habitación, estudiando la decoración, los criados, la atmósfera. Por último, se acercó a la mesa de Camon. El jefe de la banda estaba sentado ojeando un fajo de papeles, intentando al parecer decidir cuáles colocar sobre la mesa.
—Camon —dijo Vin en voz baja—, los criados están demasiado bien.
Camon frunció el ceño y alzó la cabeza.
—¿Qué tonterías dices?
—Los criados —repitió Vin, hablando todavía en un susurro—. Se supone que lord Jedue está desesperado. Puede tener trajes elegantes de antes, pero no podría permitirse esos criados tan opulentos. Usaría skaa.
Camon la miró con mala cara, pero se lo pensó. Por lo que al físico respectaba, había poca diferencia entre los hombres nobles y los skaa. Los criados que había dispuesto Camon, sin embargo, iban vestidos como nobles menores: se les permitía llevar un chaleco pintoresco y su pose era confiada.
—El obligador tiene que pensar que estás casi en la miseria —dijo Vin—. Llena la habitación con un puñado de skaa.
—¿Qué sabrás tú? —dijo Camon, mirándola con desdén.
—Suficiente. —Vin lamentó de inmediato haberlo dicho: sonaba demasiado rebelde. Camon alzó una mano enjoyada y Vin se preparó para recibir otro sopapo. No podía permitirse usar más Suerte. Le quedaba muy poca.
En lugar de golpearla, sin embargo, Camon exhaló un suspiro y posó una mano gordezuela en su hombro.
—¿Por qué insistes en provocarme, Vin? Sabes las deudas que me dejó tu hermano antes de escapar. ¿Te das cuenta de que un hombre menos misericordioso que yo te habría vendido a los proxenetas hace mucho tiempo? ¿Qué te parecería servir en la cama de un noble hasta que se canse de ti y te mande ejecutar?
Vin se miró los pies.
Camon la agarraba con fuerza, lastimándole la piel allí donde su cuello y su hombro se encontraban, y ella jadeó de dolor a su pesar. Él sonrió.
—La verdad, Vin, no sé por qué te conservo —dijo, aumentando su tenaza—. Tendría que haberme deshecho de ti hace meses, cuando tu hermano me traicionó. Supongo que tengo un corazón demasiado blando.
La soltó por fin, luego le indicó que se colocara a un lado de la habitación, junto a una planta de interior. Ella hizo lo que le ordenaba, orientándose para tener una buena panorámica de la habitación. En cuanto Camon apartó la mirada, se frotó el hombro. Un dolor más. Puedo enfrentarme al dolor.
Camon permaneció sentado unos instantes. Luego, como era de esperar, llamó a los dos «criados».
—¡Vosotros dos! —dijo—. Vais demasiado bien vestidos. Id a poneros algo que os haga parecer siervos skaa… Y traed a seis hombres más cuando vengáis.
Pronto, la habitación estuvo llena tal como había sugerido Vin. El obligador llegó poco después.
Vin observó al prelado Laird cuando entró arrogantemente en la estancia. Rapado como todos los obligadores, llevaba una túnica gris oscuro. Los tatuajes de su ministerio alrededor de sus ojos lo identificaban como prelado, un burócrata veterano en el Cantón de las Finanzas del Ministerio. Un grupo de obligadores menores, de tatuajes más sencillos, lo seguía.
Camon se levantó cuando el prelado entró, en señal de respeto, un respeto que incluso los nobles de la más alta de las Grandes Casas debían mostrar a un obligador del rango de Laird. Este no inclinó la cabeza ni expresó ningún saludo, sino que avanzó y tomó asiento delante de la mesa de Camon. Uno de los miembros de la banda que hacía de criado se apresuró a traer vino helado y fruta para el obligador.
Laird aceptó la fruta, dejando que el criado esperara allí de pie, obediente, con el plato de comida, como si fuera un mueble.
—Lord Jedue —dijo por fin Laird—, me alegro de que por fin tengamos ocasión de conocernos.
—Igual que yo, Vuestra Gracia —respondió Camon.
—¿Por qué, de nuevo, no pudo acudir al edificio del Cantón y requirió en cambio que yo lo visitara aquí?
—Mis rodillas, Vuestra Gracia —dijo Camon—. Mis médicos me recomendaron que viajara lo menos posible.
Y te daba bastante aprensión entrar en una fortaleza del Ministerio, pensó Vin.
—Ya veo —dijo Laird—. Rodillas delicadas. Un desafortunado defecto para un hombre cuyo negocio es el transporte.
—No tengo que ir en los viajes, Vuestra Gracia —dijo Camon, inclinando la cabeza—. Solo organizarlos.
Bien, pensó Vin. Asegúrate de que sigues mostrándote servil, Camon. Tienes que parecer desesperado.
Vin necesitaba que aquel timo tuviera éxito. Camon la amenazaba y la golpeaba, pero la consideraba su amuleto de la buena suerte. No estaba segura de que supiera por qué los planes salían mejor cuando ella estaba presente en la habitación, pero al parecer había atado cabos. Eso la convertía en valiosa… y Reen siempre había dicho que la forma más segura de mantenerse con vida en los bajos fondos era ser indispensable.
—Ya veo —repitió Laird—. Bien, me temo que nuestro encuentro se ha producido demasiado tarde para nuestros propósitos. El Cantón de las Finanzas ya ha votado su propuesta.
—¿Tan pronto? —preguntó Camon con sorpresa genuina.
—Sí —repuso Laird, tomando un sorbo de vino, sin despedir todavía al criado—. Hemos decidido no aceptar su contrato.
Camon permaneció sentado un momento, aturdido.
—Lamento oír eso, Vuestra Gracia.
Laird ha venido a verte, pensó Vin. Eso significa que aún está en posición de negociar.
—Bien —continuó diciendo Camon, viendo lo que había visto Vin—. Eso es muy desafortunado, ya que estaba dispuesto a hacer al Ministerio una oferta aún mejor.
Laird alzó una ceja tatuada.
—Dudo que importe. Hay un elemento del consejo que considera que el Cantón recibiría un servicio mejor si encontráramos una casa más estable para transportar a nuestra gente.
—Eso sería un grave error —dijo con delicadeza Camon—. Seamos sinceros, Vuestra Gracia. Los dos sabemos que este contrato es la última oportunidad de la Casa de Jedue. Ahora que hemos perdido el contrato con Farwan, no podemos permitirnos seguir atendiendo con nuestros barcos a Luthadel. Sin el patrocinio del Ministerio, mi casa está condenada económicamente.
—Esto es hacer muy poco para persuadirme, Alteza —dijo el obligador.
—¿De verdad? —preguntó Camon—. Hágase esta pregunta: ¿quién los servirá mejor? ¿Será la casa que tiene docenas de contratos que atender o la casa que ve su contrato como su última esperanza? El Cantón de las Finanzas no encontrará un socio más acomodaticio que uno desesperado. Dejen que mis barcos sean los que transporten a sus acólitos desde el norte… dejen que mis soldados los escolten, y no se sentirán decepcionados.
Bien, pensó Vin.
—Yo… Comprendo —dijo el obligador, preocupado ahora.
—Estaría dispuesto a ofrecerles una ampliación de contrato, con un precio fijo de cincuenta cuartos por cabeza el viaje. Sus acólitos podrían viajar en nuestros barcos a su antojo y siempre tendrían los escoltas necesarios.
El obligador alzó una ceja.
—Eso es la mitad de la tarifa anterior.
—Ya se lo he dicho. Estamos desesperados. Mi casa necesita mantener sus barcos en marcha. Cincuenta cuartos no nos dejarán beneficio, pero no importa. Cuando tengamos el contrato ministerial que nos garantice estabilidad, podremos encontrar otros contratos para llenar nuestros cofres.
Laird pareció pensativo. Era un trato fabuloso… un trato que en circunstancias normales habría levantado sospechas. Sin embargo, la presentación de Camon creaba la imagen de una casa al borde del colapso financiero. El otro jefe de la banda, Theron, había pasado cinco años construyendo, timando y engañando para crear aquel momento. El Ministerio se mostraría remiso a no considerar la oportunidad.
Laird se estaba dando cuenta de lo mismo. El Ministerio de Acero no era solo la fuerza de la burocracia y la autoridad legal del Imperio Final: era como una casa nobiliaria en sí misma. Cuantas más riquezas tuviera, cuanto mejores fueran sus propios contratos mercantiles, más peso tendrían los Cantones del Ministerio entre sí y con las casas nobles.
Sin embargo, Laird parecía vacilar. Vin vio la expresión en sus ojos, el recelo que tan bien conocía. No iba a aceptar el contrato.
Ahora, pensó Vin. Es mi turno.
Vin usó su Suerte con Laird. Lo hizo de modo tentativo, sin estar siquiera segura de lo que hacía o de por qué lo hacía. Su contacto fue instintivo, no obstante, entrenado durante años de práctica sutil. Tenía diez años de edad cuando se dio cuenta de que la gente no podía hacer lo que podía hacer ella.
Volvió a presionar contra las emociones de Laird, cubriéndolas. Él se volvió menos receloso, menos temeroso. Dócil. Sus preocupaciones se fundieron y Vin vio un calmado control asentarse en sus ojos.
Sin embargo, Laird todavía parecía indeciso. Vin presionó con más fuerza. Él ladeó la cabeza, como pensativo. Abrió la boca para hablar, pero ella presionó de nuevo, agotando con desesperación sus últimas reservas de Suerte.
Él volvió a hacer una pausa.
—Muy bien —dijo por fin—. Llevaré esta nueva propuesta al Consejo. Tal vez todavía se pueda alcanzar un acuerdo.