¿Hay algo más hermoso que el sol? A menudo lo contemplo al salir, pues mi sueño inquieto suele despertarme antes del alba.

Cada vez que veo su tranquila luz amarilla asomar por el horizonte siento un poco más de determinación, un poco más de esperanza. En cierto modo, el sol es lo que me ha mantenido en marcha todo este tiempo.

37

Kelsier, maldito lunático, pensó Dockson mientras escribía notas sobre el mapa, ¿por qué siempre te quitas de en medio, dejándome para que arregle tus desaguisados? Sin embargo, sabía que su frustración no era auténtica sino tan solo una manera de no concentrarse en la muerte de Kell. Funcionaba.

La parte de Kelsier en el plan (la visión, el liderazgo carismático) había terminado. Ahora le tocaba el turno a Dockson. Tomó la estrategia original de Kelsier y la modificó. Tuvo cuidado de mantener el caos a un nivel manejable, adjudicando el mejor equipo para los hombres que parecían más equilibrados. Envió contingentes a tomar puntos de interés estratégico (los depósitos de agua y comida) antes de que los saqueos generalizados se hicieran con ellos.

En resumen, hizo lo que hacía siempre: volver realidad los sueños de Kelsier.

Oyó un tumulto en la habitación principal y alzó la cabeza cuando entró un mensajero. El hombre inmediatamente lo localizó en el centro del almacén.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Dockson mientras el hombre se acercaba.

El mensajero sacudió la cabeza. Era joven e iba vestido con el uniforme imperial, aunque se había despojado de la guerrera para llamar menos la atención.

—Lo siento, señor. Ninguno de los guardias la ha visto salir y… bueno, uno dijo que había visto cómo la llevaban a los calabozos de palacio.

—¿Puedes sacarla de allí?

El soldado, Goradel, palideció. Hasta hacía muy poco tiempo había sido uno de los hombres del lord Legislador. En realidad, Dockson no estaba seguro de hasta qué punto confiaba en aquel hombre. Sin embargo, el soldado, un antiguo guardia de palacio, podía llegar a lugares a los que no tenían acceso otros skaa. Sus antiguos amigos no sabían que había cambiado de bando.

Suponiendo que realmente haya cambiado de bando, pensó Dockson. Pero… bueno, las cosas se desarrollaban con demasiada rapidez para ponerse a dudar. Dockson había decidido usar a ese hombre. Tendría que confiar en su primer instinto.

—¿Bien? —insistió Dockson.

Goradel negó con la cabeza.

—Había un inquisidor con ella, señor. Yo no podría liberarla… no tendría autoridad. Yo no…

Dockson suspiró. ¡Maldita muchachita loca!, pensó. Tendría que haber tenido más sentido común. Kelsier debe de haberla contagiado.

Despidió al soldado. Entonces entró Hammond, con una gran espada con el pomo roto al hombro.

—Se acabó —dijo Ham—. El Torreón de Elariel acaba de caer. Sin embargo, parece que el de Lekal aguanta todavía.

Dockson asintió con la cabeza.

—Necesitaremos a tus hombres en el palacio pronto.

Cuanto antes irrumpamos allí, más posibilidades tendremos de salvar a Vin. No obstante, intuía que llegarían demasiado tarde para salvarla. Las principales fuerzas tardarían horas en reunirse y organizarse: quería atacar el palacio con todas sus tropas. La verdad era que no podía permitirse malgastar hombres en una operación de rescate. Kelsier quizá hubiese ido tras ella, pero Dockson no podía permitirse hacer algo tan osado.

Como decía siempre, alguien de la banda tenía que ser realista. El palacio no era una plaza que se atacara sin preparativos estrictos; el fracaso de Vin lo demostraba. Tendría que cuidar de sí misma por el momento.

—Prepararé a mis hombres —asintió Ham, mientras apartaba la espada—. Pero voy a necesitar una espada nueva.

Dockson exhaló un suspiro.

—Los violentos siempre estáis rompiendo cosas. Mira a ver qué encuentras.

Ham se retiró.

—Si ves a Sazed —llamó Dockson— dile que…

Dockson se detuvo al ver que un grupo de rebeldes skaa entraba en la habitación. Llevaban un prisionero maniatado y con un saco en la cabeza.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Uno de los rebeldes le dio un codazo a su cautivo.

—Creo que es alguien importante, mi señor. Ha venido a nosotros desarmado y ha pedido que lo trajéramos ante ti. Nos ha prometido oro si lo hacíamos.

Dockson alzó una ceja. El hombretón tiró de la capucha revelando a Elend Venture.

Dockson parpadeó sorprendido.

—¿Tú?

Elend miró alrededor. Sentía algo de aprensión, obviamente, pero se comportó bien, dada la situación.

—¿Nos conocemos?

—No exactamente —dijo Dockson.

Maldición, no tengo tiempo para cautivos ahora. Sin embargo, el hijo de los Venture… Dockson iba a necesitar una carta para jugar con la poderosa nobleza cuando la lucha terminara.

—He venido a ofreceros una tregua —anunció Elend Venture.

—¿Cómo dices?

—La Casa Venture no se enfrentará a vosotros —continuó Elend—. Y es probable que consiga convencer al resto de la nobleza para que escuche también. Están asustados… No hay ninguna necesidad de masacrarlos.

Dockson respondió con un bufido.

—No puedo dejar fuerzas hostiles en la ciudad.

—Si destruís a la nobleza no podréis aguantar mucho tiempo. Nosotros controlamos la economía. El imperio se desplomará sin nosotros.

—Esa es la causa de toda esta historia —respondió Dockson—. Mira, no tengo tiempo…

—Tienes que escucharme —dijo Elend Venture a la desesperada—. Si empezáis vuestra rebelión con caos y un baño de sangre, la perderéis. ¡He estudiado estas cosas: sé de lo que estoy hablando! Cuando el impulso de vuestro conflicto inicial se agote, la gente empezará a buscar otras cosas que destruir. Se volverán unos contra otros. Tienes que mantener el control de tus ejércitos.

Dockson vaciló. Se suponía que Elend Venture era un necio y un patán, pero en aquel momento parecía… apasionado.

—Os ayudaré —dijo Elend—. Dejad en paz los torreones y concentrad vuestros esfuerzos en el Ministerio y el lord Legislador: ellos son vuestros auténticos enemigos.

—Mira, retiraré a nuestros hombres del Torreón de Venture. Lo más probable es que no haya ninguna necesidad de luchar ahora que…

—He enviado a mis soldados al Torreón de Lekal —lo interrumpió Elend—. Retira a tus hombres de todas las fortalezas de los nobles. No van a atacaros por el flanco: tan solo se esconden asustados en sus mansiones.

Quizá tenga razón.

—Lo consideraremos…

Dockson se calló al advertir que Elend ya no le estaba prestando atención. Es difícil mantener una conversación con este tipo.

Elend estaba mirando a Hammond, que había regresado con una espada nueva. Frunció el ceño y luego abrió unos ojos como platos.

—¡Yo te conozco! ¡Eres el que rescató a los sirvientes de lord Renoux de las ejecuciones!

Elend se volvió hacia Dockson, súbitamente ansioso.

—¿Conocéis a Valette, entonces? Ella os dirá que me hagáis caso.

Dockson cruzó una mirada con Ham.

—¿Qué? —preguntó Elend.

—Vin… —dijo Dockson—. Valette… fue al palacio hace unas horas. Lo siento, muchacho. Debe de estar en los calabozos del lord Legislador ahora mismo… suponiendo que siga con vida.

Kar arrojó a Vin a su celda. Ella golpeó el suelo con fuerza y rodó, la camisa suelta a su alrededor, hasta que chocó con la cabeza contra la pared del fondo.

El inquisidor sonrió, cerrando la puerta.

—Muchas gracias —dijo a través de los barrotes—. Nos has ayudado a conseguir algo que esperábamos desde hace mucho tiempo.

Vin lo miró, mientras los efectos del poder aplacador del lord Legislador empezaban a debilitarse.

—Es una lástima que Bendal no esté aquí —dijo Kar—. Persiguió a tu hermano durante años, jurando que Tevidian había engendrado a un mestizo skaa. Pobre Bendal… Si al menos el lord Legislador nos hubiera dejado al Superviviente a nosotros, para poder vengarnos…

La miró, sacudiendo su cabeza perforada por los clavos.

—Ah, bueno. Al final ha sido vengado. Los demás creímos a tu hermano, pero Bendal… ni siquiera entonces quedó convencido… Y al final te encontró.

—¿Mi hermano? —dijo Vin, incorporándose—. ¿Me vendió?

—¿Venderte? Gritó día y noche bajo las manos de los torturadores del Ministerio. Es muy difícil resistir los dolores de la tortura de un inquisidor… Algo que pronto descubrirás. —Kar sonrió—. Pero antes, déjame mostrarte algo.

Un grupo de guardias arrastró a una figura atada y desnuda hasta la celda. Magullado y ensangrentado, el hombre se desplomó sobre el suelo de piedra cuando lo empujaron a la jaula situada junto a la de Vin.

—¿Sazed? —exclamó Vin, corriendo a los barrotes.

El terrisano parecía aturdido mientras los soldados le ataban las manos y los pies a una pequeña argolla de metal en el suelo de piedra. Lo habían golpeado tanto que apenas estaba consciente. Vin apartó la mirada para no ver su desnudez, pero no antes de advertir entre sus piernas la simple cicatriz donde debería haber estado su masculinidad.

Todos los mayordomos terrisanos son eunucos, le había dicho. Esa herida no era nueva, pero los cortes, magulladuras y arañazos eran frescos.

—Lo encontramos entrando en el palacio —dijo Kar—. Al parecer, temía por tu seguridad.

—¿Qué le habéis hecho?

—Bueno, muy poco… hasta ahora —respondió el inquisidor—. Puede que te preguntes por qué te he hablado de tu hermano. Tal vez me consideres un necio por admitir que la mente de tu hermano se quebró antes de que le arrancáramos su secreto. Pero, verás, no soy tan necio como para no admitir un error. Tendríamos que habernos contenido al torturarlo… hacerlo sufrir más. Ese fue, en efecto, un error.

Sonrió perversamente, señalando a Sazed.

—No volveremos a cometer ese error, niña. No… Esta vez vamos a utilizar una táctica diferente. Vamos a dejarte vernos torturar al terrisano. Vamos a tener mucho cuidado y a asegurarnos de que su dolor sea largo y muy vibrante. Cuando nos digas lo que queremos saber, nos detendremos.

Vin se estremeció de horror.

—No… Por favor…

—Sí, claro que sí —dijo Kar—. ¿Por qué no te tomas un poco de tiempo para pensar en lo que vamos a hacerle? El lord Legislador me ha llamado a su presencia… Tengo que ir a recibir formalmente el liderazgo del Ministerio. Comenzaremos cuando regrese.

Se dio media vuelta, la túnica negra rozando el suelo. Los guardias lo siguieron, sin duda para situarse en la sala de guardia, al otro lado de la celda.

—Ay, Sazed —dijo Vin, arrodillándose junto a los barrotes de su jaula.

—Vamos, señora —respondió Sazed con voz sorprendentemente lúcida—. ¿Qué te dijimos de ir por ahí corriendo en ropa interior? Si maese Dockson estuviera aquí te lo reprocharía con toda seguridad.

Vin alzó la cabeza, sorprendida. Sazed le estaba sonriendo.

—¡Sazed! —dijo en voz baja, mirando en la dirección por la que se habían marchado los guardias—. ¿Estás despierto?

—Muy despierto —repuso él. Su voz calmada y fuerte contrastaba marcadamente con su cuerpo magullado.

—Lo siento, Sazed. ¿Por qué me has seguido? ¡Tendrías que haberte quedado atrás y dejar que hiciera estupideces yo sola!

Él volvió la cabeza hacia ella, con un ojo hinchado, pero mirándola con el otro.

—Señora —dijo solemnemente—, le juré a maese Kelsier que cuidaría de tu seguridad. El juramento de un terrisano no es algo que se haga a la ligera.

—Pero… tendrías que haber sabido que iban a capturarte —dijo ella, agachando avergonzada la cabeza.

—Claro que lo sabía, señora. ¿Cómo si no iba a hacer que me trajeran hasta ti?

Vin alzó la cabeza.

—¿Traerte… hasta mí?

—Sí, señora. Hay una cosa que el Ministerio y mi pueblo tienen en común, creo. Los dos subestiman las cosas que podemos conseguir.

Cerró los ojos. Y entonces su cuerpo cambió. Pareció… desinflarse. Los músculos se debilitaron y enflaquecieron, la carne colgó flácida de sus huesos.

—¡Sazed! —exclamó Vin, intentando alcanzarlo a través de los barrotes.

—No pasa nada, señora —dijo él con voz aterradoramente débil—. Necesito un momento para… recuperar mi fuerza.

Recuperar mi fuerza. Vin vaciló, bajando la mano, y observó a Sazed unos minutos. ¿Podría ser…?

Él parecía tan débil… Como si su fuerza, sus propios músculos estuvieran siendo absorbidos. Y tal vez… ¿guardados en otra parte?

Sazed abrió los ojos. Su cuerpo volvió a la normalidad; luego sus músculos continuaron creciendo hasta ser grandes y poderosos, más voluminosos incluso que los de Ham.

Sazed le sonrió desde una cabeza que coronaba un cuello musculoso; luego se zafó fácilmente de sus ligaduras. Se levantó un hombre enorme, inhumanamente fornido, completamente diferente del erudito delgado y silencioso que ella conocía.

El lord Legislador hablaba de su fuerza en su libro, pensó asombrada. Dijo que el hombre llamado Renoux alzó un pedrusco él solo y lo apartó del camino.

—¡Pero si te han quitado todas tus joyas! —dijo Vin—. ¿Dónde ocultaste el metal?

Sazed sonrió, agarrando los barrotes que separaban sus celdas.

—Tú me diste la idea, señora. Me lo tragué.

Dicho esto, separó los barrotes.

Ella entró en la jaula y lo abrazó.

—Gracias.

—No hay de qué —dijo él, haciéndola amablemente a un lado y descargando una enorme palma contra la puerta de la celda. El golpe rompió la cerradura y envió la puerta al suelo.

—Rápido ahora, señora —dijo Sazed—. Debemos llevarte a lugar seguro.

Los dos guardias que habían arrojado a Sazed a la celda aparecieron en la puerta un segundo después. Se detuvieron, mirando a la bestia que ocupaba el lugar del hombre débil que habían golpeado.

Sazed saltó hacia delante blandiendo uno de los barrotes de la jaula de Vin. Sin embargo, su feruquimia solo le había dado fuerza, no velocidad. Avanzó con paso torpe y los guardias echaron a correr gritando en busca de ayuda.

—Vamos, señora —dijo Sazed, tirando el barrote—. Mi fuerza no durará mucho: el metal que tragué no era bastante para contener mucha carga feruquímica.

Mientras hablaba empezó a encogerse. Vin lo adelantó y salió de la celda. La sala de guardia era bastante pequeña, con solo un par de sillas. Sin embargo, bajo una de ellas encontró una capa enrollada de uno de los guardias. Vin la recogió y se la tendió a Sazed.

—Gracias, señora.

Ella asintió, acercándose a la puerta para asomarse. La habitación exterior, más grande, estaba vacía. Había dos pasillos, uno a la derecha, otro que se perdía en la distancia ante ella. La pared de la izquierda estaba recubierta de troncos de madera y el centro de la habitación contenía una mesa grande. Vin se estremeció al ver la sangre seca y el conjunto de afilados instrumentos colocados en fila junto a la mesa.

Aquí es donde terminaremos los dos si no nos damos prisa, pensó, indicando a Sazed que avanzara.

Se detuvo cuando un grupo de soldados apareció al fondo del pasillo, dirigido por uno de los guardias de antes. Vin maldijo en silencio: de haber tenido estaño los hubiese oído antes.

Miró hacia atrás. Sazed cojeaba. Su fuerza feruquímica había desaparecido y los soldados le habían dado una severa paliza antes de arrojarlo a la celda. Apenas podía andar.

—¡Ve, señora! —dijo, indicándole que continuara—. ¡Corre!

Todavía tienes que aprender algunas cosas sobre la amistad, Vin, susurró en su mente la voz de Kelsier. Espero que algún día te des cuenta de cuáles son…

No puedo dejarlo. No lo haré.

Vin corrió hacia los soldados. Recogió de la mesa un par de cuchillos de tortura. Su brillante acero pulido chispeó entre sus dedos. Saltó sobre la mesa y se lanzó contra los soldados.

No tenía alomancia alguna, pero voló de todas formas, sus meses de práctica ayudándola a pesar de su carencia de metales. Clavó un cuchillo en el cuello de un sorprendido soldado al caer. Llegó al suelo con más fuerza de lo que esperaba, pero consiguió evitar a un segundo soldado, que maldijo y descargó un golpe contra ella.

La espada chocó contra la piedra. Vin giró, acuchillando a otro soldado en los muslos. El hombre retrocedió de dolor.

Demasiados, pensó. Eran al menos dos docenas. Trató de saltar hacia un tercer soldado, pero otro hombre blandió su bastón y lo descargó contra su costado.

Vin gimió de dolor, soltando el cuchillo mientras perdía el equilibrio. Ningún peltre la reforzó contra la caída y golpeó las duras piedras con un crujido. Rodó hasta detenerse aturdida junto a la pared.

Se esforzó, sin éxito, por levantarse. A su lado, apenas pudo distinguir a Sazed desplomándose cuando su cuerpo se debilitó de pronto. Estaba intentando volver a acumular fuerzas. No tendría tiempo. Los soldados se abalanzarían pronto sobre él.

Al menos lo he intentado, pensó Vin mientras oía a otro grupo de soldados cargando por el pasillo de la derecha. Al menos no lo he abandonado. Creo… creo que Kelsier se refería a esto.

—¡Valette! —gritó una voz familiar.

Vin alzó sorprendida la cabeza mientras Elend y seis soldados irrumpían en la habitación. Elend vestía un traje de noble algo arrugado y llevaba un bastón de duelo.

—¿Elend? —preguntó, aturdida.

—¿Estás bien? —dijo él preocupado, avanzando hacia ella.

Entonces advirtió a los soldados del Ministerio. Parecían un poco confusos de tener que enfrentarse a un noble, pero seguían contando con su superioridad numérica.

—¡Me llevo a la muchacha! —dijo Elend. Sus palabras eran valientes, pero obviamente no era soldado. Solo llevaba un bastón de duelo como arma, sin armadura alguna. Cinco de los hombres que lo acompañaban vestían el rojo Venture: hombres del Torreón de Elend. Uno, sin embargo, el que los había guiado cuando entraban en la habitación, vestía uniforme de la guardia de palacio. Vin lo reconocía vagamente. A su guerrera le faltaba el símbolo en el hombro. El hombre de antes, pensó, estupefacta. Al que convencí para que cambiara de bando…

El líder de los soldados del Ministerio tomó una decisión. Hizo un gesto cortante, ignorando la orden de Elend, y los soldados empezaron a rodear la habitación disponiéndose a cercar al grupo de Elend.

—¡Valette, tienes que irte! —la apremió Elend bastón en ristre.

—Vamos, señora —dijo Sazed, acercándose para ayudarla a ponerse en pie.

—¡No podemos abandonarlos!

—Tenemos que hacerlo.

—Pero tú viniste por mí. ¡Tenemos que hacer lo mismo por Elend!

Sazed negó con la cabeza.

—Eso era diferente, niña. Sabía que tenía una posibilidad de salvarte. Aquí no puedes ayudar: hay belleza en la compasión, pero también hay que tener sensatez.

Vin permitió que la pusiera en pie mientras los hombres de Elend avanzaban obedientes para bloquear a los soldados del Ministerio. Elend estaba situado al frente, obviamente decidido a luchar.

¡Tiene que haber otra manera!, pensó Vin con desesperación. Tiene que…

Y entonces la vio, olvidada en uno de los arcones que había junto a la pared. Una tira familiar de tela gris, una sola asomando del arcón.

Se zafó de Sazed mientras los soldados del Ministerio atacaban. Elend gritó tras ella y las armas resonaron.

Vin sacó del arcón las prendas (su camisa y sus pantalones), y allí, en el fondo, encontró su capa de bruma. Cerró los ojos y buscó en el bolsillo.

Sus dedos encontraron un frasquito de cristal, con el tapón todavía en su sitio.

Lo sacó, girando hacia la batalla. Los soldados del Ministerio se habían apartado un poco. Dos de sus miembros yacían heridos en el suelo, pero tres de los hombres de Elend habían caído. Lo reducido del lugar, por fortuna, había impedido que los de Elend fueran rodeados al principio.

Elend sudaba, con un corte en el brazo, el bastón roto. Se hizo con la espada del hombre al que había derrotado y la empuñó con manos inexpertas, enfrentándose a una fuerza muy superior.

—Me equivocaba respecto a él, señora —dijo Sazed en voz baja—. Yo… pido disculpas.

Vin sonrió. Luego destapó el frasquito y apuró los metales de un solo trago.

Pozos de poder explotaron en su interior. Ardieron fuegos, resonaron metales y la fuerza regresó a su cuerpo cansado y debilitado como un sol al amanecer. Los dolores se volvieron insignificantes, el mareo desapareció, la habitación era más brillante, las piedras más reales bajo sus pies descalzos.

Los soldados atacaron de nuevo y Elend alzó su espada con determinación, pero sin esperanza. Pareció completamente sorprendido cuando Vin pasó volando por encima de su cabeza.

Aterrizó entre los soldados provocando un empujón de acero. Los situados frente a ella chocaron contra las paredes. Un hombre blandió un bastón ante su cara; ella lo apartó con mano desdeñosa y luego le hundió el puño en la cara haciéndole volver la cabeza con un crujido.

Atrapó el bastón cuando caía, lo hizo girar y lo descargó contra la cabeza del soldado que atacaba a Elend. El bastón se quebró y lo dejó caer con el cadáver. Los soldados de detrás empezaron a gritar, se volvieron y echaron a correr cuando ella empujó a dos grupos más de hombres contra las paredes. El último soldado que quedaba se volvió, sorprendido, mientras Vin tiraba de su casco y lo agarraba. Se lo devolvió de un empujón, aplastándolo contra su pecho y anclándose desde atrás. El soldado voló por el pasillo y se estampó contra sus compañeros que huían.

Vin jadeó de excitación, los músculos tensos, de pie entre los hombres que gemían. Comprendo… que Kelsier se volviera adicto a esto.

—¿Valette? —preguntó Elend, estupefacto.

Vin saltó, lo envolvió en un alegre abrazo con fuerza y enterró la cara en su hombro.

—Has vuelto —susurró—. Has vuelto, has vuelto, has vuelto…

—Hummm, sí. Y… veo que eres una nacida de la bruma. Muy interesante. Quiero decir, normalmente es un gesto de cortesía contarles a los amigos ese tipo de cosas.

—Lo siento —murmuró ella, todavía abrazada a él.

—Bueno, sí —dijo él, distraído—. Esto… ¿Valette? ¿Qué le ha pasado a tu ropa?

—Está en el suelo, por ahí —contestó ella, mirándolo—. Elend, ¿cómo me has encontrado?

—Tu amigo, un tal maese Dockson, me ha dicho que te habían capturado en el palacio. Y bueno, este simpático caballero de aquí… el capitán Goradel, creo que se llama… da la casualidad de que es soldado de palacio y conocía el camino hasta aquí. Con su ayuda, y como noble de cierto rango, ha podido entrar en el edificio sin demasiados problemas. Luego hemos oído gritos en este pasillo… Y, hummm, ¿Valette? ¿Crees que podrías volver a ponerte la ropa? Esto… me distrae un poco.

Ella le sonrió.

—Me has encontrado.

—Para lo que ha servido —dijo él amargamente—. No parece que necesitaras mucho nuestra ayuda…

—Eso no importa. Has vuelto. Nadie había vuelto por mí antes.

Elend la miró, frunciendo ligeramente el ceño.

Sazed se acercó, cargado con la ropa y la capa de Vin.

—Señora, tenemos que marcharnos.

Elend asintió.

—No se está a salvo en ningún lugar de la ciudad. ¡Los skaa se han rebelado! —Vaciló, mirándola—. Pero, bueno, eso ya debes de saberlo.

Vin asintió y se apartó por fin de él.

—Ayudé a iniciar la rebelión. Pero tienes razón en lo del peligro. Ve con Sazed… Muchos de los líderes rebeldes lo conocen. No te harán daño mientras te apoye.

Elend y Sazed fruncieron el ceño mientras Vin se ponía los pantalones.

—¿Que vaya con Sazed? Pero ¿y tú?

Vin se puso la camisa. Entonces alzó la cabeza… sintiendo a través de la piedra, sintiéndolo a él arriba. Estaba allí. Demasiado poderoso. Después de haberse enfrentado a él directamente, estaba segura de su fuerza. La rebelión skaa estaba condenada mientras viviera.

—Tengo otra cosa que hacer, Elend —dijo, recogiendo la capa de bruma.

—¿Crees que puedes derrotarlo, señora? —preguntó Sazed.

—Tengo que intentarlo. El Undécimo metal funcionó, Sazed. Vi… algo. Kelsier estaba seguro de que revelaría su secreto.

—Pero… el lord Legislador, señora…

—Kelsier murió para iniciar esta rebelión —dijo Vin con firmeza—. Tengo que encargarme de que tenga éxito. Esta es mi misión, Sazed. Kelsier no sabía cuál era, pero yo sí. Tengo que detener al lord Legislador.

—¿Al lord Legislador? —preguntó Elend, sorprendido—. No, Valette. ¡Es inmortal!

Vin se acercó la cabeza de Elend para que la besara.

—Elend, tu familia entregaba el atium al lord Legislador. ¿Sabes dónde lo guarda?

—Sí —respondió él, confuso—. Guarda las perlas en el edificio del tesoro situado al este de aquí. Pero…

—Tienes que apoderarte de ese atium, Elend. El nuevo gobierno va a necesitar esa riqueza, y ese poder, si no quiere ser conquistado por el primer noble que pueda levantar en armas un ejército.

—No, Valette. —Elend negó con la cabeza—. Tengo que ponerte a salvo.

Ella le sonrió, luego se volvió hacia Sazed. El terrisano asintió con la cabeza.

—¿No vas a decirme que no vaya?

—No —respondió él tranquilamente—. Me temo que tienes razón, señora. Si el lord Legislador no es derrotado… bueno, no te detendré. Sin embargo, te deseo buena suerte. Vendré a ayudarte cuando haya puesto al joven Venture a salvo.

Vin sonrió, sonrió al aprensivo Elend y alzó la cabeza hacia la oscura fuerza que esperaba arriba, latiendo con una depresión cansada.

Quemó cobre, rechazando el poder aplacador del lord Legislador.

—Valette… —murmuró Elend.

Ella se volvió hacia él.

—No te preocupes. Creo que sé cómo matarlo.