«Él defenderá sus costumbres y, sin embargo, las violará. Será su salvador y, sin embargo, lo llamarán hereje. Su nombre será Discordia y, sin embargo, lo amarán por ello».
8
Vin salió despedida hacia arriba. Contuvo un grito, recordándose que debía continuar empujando a pesar del miedo. La muralla de piedra fue un borrón de movimiento a unos palmos de distancia. El suelo desapareció bajo ella y la línea azul que apuntaba hacia el lingote se volvió cada vez más débil.
¿Qué ocurrirá si esto desaparece?
Empezó a frenar. Cuanto más débil era la línea, más se reducía su velocidad. Después de unos breves instantes de vuelo, se detuvo… y quedó flotando en el aire sobre una línea azul casi invisible.
—Siempre me ha gustado la vista desde aquí arriba.
Vin miró a un lado. Kelsier estaba allí cerca; se había concentrado tanto que no había advertido que él flotaba a pocos palmos de la cima de la muralla.
—¡Socorro! —dijo, mientras seguía empujando desesperadamente, por miedo a caer. Las brumas a su alrededor giraban sin cesar, como un oscuro océano de almas condenadas.
—No tienes que preocuparte demasiado —dijo Kelsier—. Es más fácil equilibrarte en el aire si tienes un trípode de anclajes, pero puedes hacerlo bien con solo uno. Tu cuerpo está acostumbrado a equilibrarse. Parte de lo que has estado haciendo desde que aprendiste a caminar se transfiere a la alomancia. Mientras permanezcas inmóvil, flotando en el mismo filo de tu habilidad para empujar, conservarás la estabilidad: tu mente y tu cuerpo corregirán cualquier leve desviación de la base central de tu anclaje, impidiendo que caigas hacia los lados.
»Pero si empujas otra cosa, o mueves demasiado peso a un lado… bueno, perderías tu anclaje abajo y no estarías empujando directamente hacia arriba. Entonces tendrías problemas… Caerías como un peso muerto desde lo alto de un poste muy alto.
—Kelsier… —dijo Vin.
—Espero que no te den miedo las alturas, Vin. Es toda una desventaja para un nacido de la bruma.
—No… me dan… miedo… las alturas —dijo Vin, los dientes apretados—. ¡Pero tampoco estoy acostumbrada a flotar en el aire a treinta metros de la calle!
Kelsier se echó a reír, pero Vin sintió un tirón en su cinturón que la hizo volar por el aire hacia él. Kelsier la agarró y la colocó sobre la almena de piedra, y luego se posó a su lado. Extendió un brazo por encima de la muralla. Un segundo más tarde, el lingote brincó al aire, rozando el borde de la pared, hasta que llegó a su mano.
—Buen trabajo —dijo—. Ahora volveremos a bajar.
Lanzó el lingote por encima del hombro, arrojándolo a las oscuras brumas al otro lado de la muralla.
—¿De verdad que vamos a salir ahí fuera? —preguntó Vin—. ¿Al otro lado de las murallas de la ciudad? ¿De noche?
Kelsier sonrió de aquella irritante manera que le era característica. Se subió a una de las almenas.
—Cambiar la fuerza con la que empujas o tiras es difícil, pero posible. Es mejor caer un poco y luego empujar para frenarte. Déjate ir y cae un poco más, y luego vuelve a empujar. Si le pillas el ritmo, llegarás bien al suelo.
—Kelsier —dijo Vin, acercándose a la muralla—. Yo no…
—Ahora estás en lo alto de la muralla de la ciudad, Vin —dijo él, dando un paso al aire. Quedó flotando, en equilibrio, como le había explicado antes—. Solo hay dos formas de bajar. O saltas, o intentas explicarle a esa patrulla de guardias por qué un nacido de la bruma necesita utilizar una escalera.
Vin se volvió preocupada y vio que la luz de una linterna se acercaba en medio de las oscuras brumas.
Se volvió hacia Kelsier, pero él ya no estaba. Maldijo, se asomó a la muralla y contempló las brumas. Podía oír a los guardias tras ella, hablando entre sí en voz baja mientras hacían su ronda.
Kelsier tenía razón: no había muchas opciones. Furiosa, se subió a la almena. No tenía miedo a las alturas, pero ¿quién no sentiría aprensión, de pie en lo alto de una muralla y contemplando su perdición? El corazón de Vin aleteó, el estómago le dio un vuelco.
Espero que Kelsier no esté ahí en medio, pensó, comprobando la línea azul para asegurarse de que estaba encima del lingote. Luego, dio un paso hacia el vacío.
Inmediatamente empezó a caer. Empujó por instinto con su acero, pero su trayectoria era incorrecta: había caído al lado del lingote, no directamente encima. Por tanto, su empujón la escoró aún más hacia un lado y empezó a dar vueltas en el aire.
Alarmada, volvió a empujar, con más fuerza esta vez, avivando el acero. El súbito esfuerzo la lanzó hacia arriba. Trazó un arco en el aire, flotando junto a la muralla. Los guardias que pasaban giraron sorprendidos, pero sus caras pronto se volvieron indistinguibles cuando Vin volvió a caer.
Con la mente aturdida por el terror, rebuscó por instinto y tiró del lingote, tratando de lanzarse hacia él. Y, naturalmente, el lingote obedeció y saltó hacia ella.
Estoy muerta.
Entonces su cuerpo se sacudió, impelida hacia arriba por el cinturón. Su descenso se redujo hasta que quedó flotando en el aire. Kelsier apareció entre la bruma, de pie en el suelo bajo ella. Estaba, naturalmente, sonriendo.
La dejó caer los últimos palmos y la recogió y luego la depositó en tierra suavemente. Ella permaneció temblorosa un momento, respirando de manera ansiosa y entrecortada.
—Bueno, ha sido divertido —comentó Kelsier.
Vin no respondió.
Kelsier se sentó en una roca cercana, dándole tiempo para recuperarse. Al cabo de un rato, ella quemó peltre, usando la sensación de «solidez» que proporcionaba para calmar sus nervios.
—Lo has hecho bien —dijo Kelsier.
—He estado a punto de morir.
—Le pasa a todo el mundo, la primera vez. Tirar de hierro y empujar acero son habilidades peligrosas. Puedes empalarte con un trozo de metal del que tiras, puedes saltar y dejar tu anclaje demasiado atrás, o puedes cometer una docena de otros errores.
»Mi experiencia, limitada como es, me dice que es mejor llegar pronto a estas situaciones extremas, cuando alguien puede vigilarte. De todas formas, supongo que comprendes por qué es importante que un alomántico lleve encima la menor cantidad de metal posible.
Vin asintió, hizo una pausa y se llevó la mano a la oreja.
—Mi pendiente —dijo—. Tendré que dejar de usarlo.
—¿Tiene un engarce en la parte de atrás?
Vin negó con la cabeza.
—Es solo una perlita y el alfiler de atrás se dobla.
—Entonces no pasará nada —dijo Kelsier—. El metal de tu cuerpo, aunque sea mínimo, no puede ser empujado o tirado. De lo contrario, otro alomántico podría arrancarte los metales del estómago mientras los estás quemando.
Es bueno saberlo, pensó Vin.
—Por eso los inquisidores pueden ir por ahí tan confiados con un par de clavos de metal asomándoles de la cabeza. El metal perfora sus cuerpos, así que no puede ser afectado por otro alomántico. Conserva el pendiente: es pequeño, así que no podrás hacer mucho con él, pero podrías usarlo como arma en una emergencia.
—Muy bien.
—¿Lista para continuar?
Ella miró la muralla, preparándose para saltar de nuevo, y asintió.
—No vamos a volver —dijo Kelsier—. Sigamos.
Vin frunció el ceño cuando Kelsier echó a andar entre las brumas. Así que tiene un destino después de todo… ¿o ha decidido continuar vagabundeando? Curiosamente, su amable despreocupación hacía muy difícil leer sus intenciones.
Vin se apresuró a seguirlo, pues no quería quedarse sola en la bruma. El paisaje alrededor de Luthadel era yermo a excepción de unos cuantos matorrales y matojos. Hierbajos y hojas secas, cubiertos de ceniza por la nevada anterior, rozaban sus piernas al pasar. La hierba que cubría el suelo crujía, inmóvil y un poco empapada por el rocío de la bruma.
Ocasionalmente, pasaban ante montoncitos de ceniza que habían sido trasladados desde la ciudad. Sin embargo, la mayoría de las veces la ceniza era arrojada al río Channerel, que atravesaba Luthadel. El agua la disolvía… o al menos eso era lo que suponía Vin. De lo contrario, el continente entero habría quedado enterrado hacía mucho tiempo.
Vin se mantuvo cerca de Kelsier mientras andaban. Aunque se había aventurado fuera de las ciudades antes, siempre lo había hecho como parte de un grupo de marineros: los que tripulaban los barcos y gabarras por las múltiples rutas de los canales del Imperio Final. Había sido un trabajo difícil (la mayoría de los nobles usaba skaa en vez de caballos para tirar de los barcos por los embarcaderos), pero había cierta libertad en saber que viajaba, pues la mayoría de los skaa, incluso los ladrones skaa, nunca salía de su plantación o su ciudad.
El constante movimiento de una ciudad a otra había sido decisión de Reen: le obsesionaba no ser encerrado. Normalmente los llevaba a sitios dirigidos por bandas del submundo y nunca se quedaba en ningún lugar más de un año. Siempre se mantenía en marcha, siempre en movimiento. Como si huyera de algo.
Continuaron caminando. De noche, incluso las colinas peladas y las llanuras cubiertas de matorrales adquirían un aire amenazador. Vin no hablaba, aunque trataba de hacer el menor ruido posible. Había oído historias de lo que pasaba en el exterior de noche, y la cobertura de las brumas (incluso horadada por el estaño como en aquel momento) le daba la sensación de que la estaban observando.
Esa sensación se fue haciendo más enervante. No tardó en oír ruidos en la oscuridad. Eran débiles y apagados: crujidos de hierbajos, roces en la bruma que todo lo repetía.
¡Te estás comportando como una paranoica!, se dijo, mientras daba un respingo ante un sonido medio imaginado. Sin embargo, al cabo de un rato ya no pudo soportarlo más.
—¡Kelsier! —dijo con un susurro urgente, un susurro que sonó traicioneramente alto a sus oídos amplificados—. Creo que hay algo ahí fuera.
—¿Hummm? —preguntó Kelsier. Parecía perdido en sus pensamientos.
—¡Creo que hay algo siguiéndonos!
—Oh —dijo Kelsier—. Sí, tienes razón. Es un espectro de la bruma.
Vin se detuvo en seco. Kelsier, sin embargo, continuó caminando.
—¡Kelsier! —exclamó ella, haciéndolo detenerse—. ¿Quieres decir que son reales?
—Pues claro que lo son. ¿De dónde crees que salen todas esas historias?
Vin se sintió anonadada.
—¿Quieres ir a mirarlo? —preguntó Kelsier.
—¿Mirar al espectro de la bruma? ¿Estás…? —Se detuvo.
Kelsier se echó a reír y volvió a su lado.
—Puede que los espectros sean un poco perturbadores cuando los miras, pero son relativamente inofensivos. Son carroñeros, en su mayoría. Vamos.
Volvió sobre sus pasos, indicándole que lo siguiera. Reacia (pero movida por una curiosidad morbosa), Vin obedeció. Kelsier caminaba a paso vivo hacia la cima de una colina relativamente despejada de matojos. Se agachó, indicando a Vin que hiciera lo mismo.
—No oyen muy bien —dijo mientras ella se arrodillaba en la áspera tierra cubierta de ceniza—. Pero su sentido del olfato (o, más bien, del gusto) es bastante agudo. Debe de estar siguiéndonos la pista, esperando que arrojemos algo comestible.
Vin escrutó la oscuridad.
—No puedo verlo —dijo, buscando entre la bruma una figura en sombras.
—Allí. —Kelsier señaló una colina plana.
Vin aguzó la vista, esperando ver una criatura agazapada en su cima, observándola a su vez.
Entonces la colina se movió.
Vin dio un salto. El oscuro montículo (de unos diez metros de altura y el doble de longitud) avanzaba con un extraño paso rezongón, y Vin se inclinó hacia delante, tratando de ver mejor.
—Aviva tu estaño —sugirió Kelsier.
Vin asintió y convocó un estallido de poder alomántico añadido. Todo se hizo inmediatamente más claro, las brumas fueron una obstrucción menor.
Lo que vio la hizo estremecerse, fascinada, asqueada y más que un poco preocupada. La criatura tenía una piel grisácea y transparente, y Vin distinguió sus huesos. Tenía docenas y docenas de miembros, y parecía como si cada uno procediera de un animal distinto: manos humanas, cascos bovinos, cuartos caninos y otros que no pudo identificar.
Los miembros permitían caminar a la criatura, aunque era más bien una extraña forma de arrastrarse. Reptaba despacio, moviéndose como un ciempiés torpe. Muchos de los miembros, en realidad, ni siquiera parecían funcionales: brotaban de la carne de la criatura de un modo retorcido y antinatural.
El cuerpo era bulboso y alargado. Sin embargo, no era solo una masa: había una extraña lógica en su forma. Tenía una clara estructura esquelética y (entornando los ojos amplificados por el estaño) a Vin le pareció que distinguía músculos y tendones envolviendo los huesos. La criatura flexionaba extraños amasijos de músculos al moverse y parecía tener una docena de diferentes cajas torácicas. A lo largo del cuerpo principal colgaban brazos y piernas en ángulos rarísimos.
Y cabezas. Vin contó seis. Distinguió una cabeza de caballo junto a la de un ciervo. Otra cabeza se volvió hacia ella y vio su cráneo humano. La cabeza reposaba en el extremo de un espinazo unido a una especie de torso animal, que a su vez estaba unido a un puñado de extraños huesos.
Vin estuvo a punto de vomitar.
—¿Qué…? ¿Cómo…?
—Los espectros de la bruma tienen el cuerpo maleable —dijo Kelsier—. Pueden moldear su piel en torno a cualquier estructura esquelética e incluso recrear músculos y órganos si tienen un modelo que imitar.
—¿Quieres decir…?
Kelsier asintió.
—Cuando encuentran un cadáver, lo envuelven y digieren lentamente los músculos y órganos. Luego, usan lo que han comido como pauta para crear un duplicado exacto de la criatura muerta. Reagrupan un poco las partes, excretando los huesos que no quieren y añadiendo los que sí precisan para su cuerpo, formando un amasijo como el que ves ahí delante.
Vin contempló la criatura avanzar por el terreno, siguiendo sus huellas. Un trozo de piel costrosa sobresalía en su bajo vientre y se arrastraba por el suelo. Busca olores, pensó Vin. Está siguiendo el olor de nuestro paso. Dejó que su estaño volviera a la normalidad y el espectro de la bruma una vez más se convirtió en un montículo oscuro. La silueta, sin embargo, todavía parecía más anormal.
—¿Son inteligentes, entonces? —preguntó Vin—. ¿Si pueden desarmar un cuerpo y… volver a poner las piezas donde quieren?
—¿Inteligentes? No, no tan jóvenes como este. Son más instintivos que inteligentes.
Vin volvió a estremecerse.
—¿Sabe la gente que existen estos seres? Quiero decir, ¿aparte de las leyendas?
—¿A qué te refieres con «la gente»? —preguntó Kelsier—. Un montón de alománticos conoce su existencia, y estoy seguro de que el Ministerio también. La gente normal… bueno, apenas sale de noche. La mayoría de los skaa teme y maldice a los espectros de la bruma, pero se pasa la vida entera sin haber visto uno.
—Tienen suerte —murmuró Vin—. ¿Por qué no hace nadie algo con esas criaturas?
Kelsier se encogió de hombros.
—No son tan peligrosas.
—¡Esa tiene una cabeza humana!
—Habrá encontrado un cadáver —dijo Kelsier—. Nunca he oído decir que ningún espectro atacara a un adulto sano. Quizá por eso todo el mundo los deja en paz. Y, naturalmente, la alta nobleza ha ideado su propio uso para estas criaturas.
Vin lo miró, intrigada, pero él no dijo nada más. Se puso en pie y empezó a bajar la colina. Ella miró una vez más a la antinatural criatura, y luego se incorporó y siguió a Kelsier.
—¿Me has traído aquí para ver eso?
Kelsier se echó a reír.
—Los espectros de la bruma pueden parecer extraños, pero no merecen un viaje tan largo. No, vamos hacia allí.
Ella siguió su gesto y distinguió un cambio en el paisaje por delante.
—¿La carretera imperial? Hemos trazado un círculo hasta la entrada de la ciudad.
Kelsier asintió. Después de un breve tramo, durante el cual Vin miró hacia atrás no menos de tres veces para asegurarse de que el espectro no les había comido terreno, dejaron los matorrales y salieron a la tierra lisa de la carretera imperial. Kelsier se detuvo, escrutándola en ambas direcciones. Vin frunció el ceño, preguntándose qué estaba haciendo.
Entonces vio el carruaje. Estaba aparcado a un lado de la carretera y Vin vio que un hombre esperaba a su lado.
—Hola, Sazed —dijo Kelsier, avanzando.
El hombre hizo una reverencia.
—Maese Kelsier —dijo, y su suave voz sonó con fuerza en el aire nocturno. Tenía un tono atiplado y hablaba con acento casi melódico—. Casi pensaba que habías decidido no venir.
—Ya me conoces, Sazed —dijo Kelsier, dándole una jovial palmada en el hombro—. Soy el colmo de la puntualidad. —Se volvió y señaló a Vin—. Esta aprensiva criaturita es Vin.
—Ah, sí —dijo Sazed, hablando despacio y con entonación cuidada. Había algo extraño en su acento. Vin se acercó con cautela, estudiando al hombre. Sazed tenía un rostro largo y plano y un cuerpo larguirucho. Era aún más alto que Kelsier, lo bastante alto para ser un poco anormal, y sus brazos eran inusitadamente largos.
—Eres terrisano —dijo Vin. Los lóbulos de sus orejas habían sido estirados y las orejas mismas tenían pendientes que rodeaban todo su perímetro. Vestía los pintorescos ropajes de un criado de Terris, de piezas en forma de V, bordadas y superpuestas alternando los tres colores de la casa de su amo.
—Sí, niña —dijo Sazed, inclinándose—. ¿Has conocido a muchos de mi pueblo?
—A ninguno. Pero sé que la alta nobleza prefiere a los hombres de Terris como mayordomos y sirvientes.
—Así es, niña —dijo Sazed. Se volvió hacia Kelsier—. Deberíamos irnos, maese Kelsier. Es tarde y todavía nos queda una hora hasta Fellise.
Fellise, pensó Vin. Así que vamos a ver al lord Renoux impostor.
Sazed abrió la puerta del carruaje y la cerró cuando ellos subieron. Vin se sentó en uno de los mullidos asientos y oyó cómo Sazed se subía al pescante del vehículo y ponía a los caballos en movimiento.
Kelsier permaneció en silencio en el carruaje. Las cortinas de las ventanillas estaban cerradas y una pequeña linterna, medio cubierta, colgaba en un rincón. Vin estaba sentada directamente frente a él, con las piernas recogidas bajo su cuerpo, arrebujada en la capa que ocultaba sus brazos y piernas.
Siempre hace eso, pensó Kelsier. Dondequiera que esté, intenta llamar la atención lo menos posible. Tan tensa. Vin no se sentaba, se agazapaba. No caminaba, rondaba como un gato. Incluso sentada al aire libre parecía estar intentando esconderse.
Pero es valiente. Durante su propio entrenamiento, Kelsier no se había mostrado tan dispuesto a arrojarse desde lo alto de la muralla de una ciudad: el viejo Gemmel se había visto obligado a empujarlo.
Vin lo observaba con aquellos ojos oscuros y silenciosos suyos. Cuando advirtió que él la estaba mirando, apartó la mirada y se acurrucó aún más en su capa. Sin embargo, inesperadamente, habló.
—Tu hermano —dijo, con una voz que era casi un susurro—. No os lleváis muy bien los dos.
Kelsier alzó una ceja.
—No. No nos hemos llevado bien nunca, en realidad. Es una lástima. Deberíamos, pero…
—¿Es mayor que tú?
Kelsier asintió.
—¿Te pegaba a menudo?
Kelsier frunció el ceño.
—¿Pegarme? No, no me pegaba.
—¿Le paraste los pies, entonces? —dijo Vin—. Tal vez por eso no le caes bien. ¿Cómo escapaste? ¿Huiste, o eras más fuerte que él?
—Vin, Marsh nunca intentó pegarme. Discutíamos, cierto… pero nunca quisimos hacernos daño el uno al otro.
Vin no le llevó la contraria, pero él pudo ver en sus ojos que no lo creía.
Vaya vida… pensó Kelsier, guardando silencio. Había tantos niños como Vin en los bajos fondos… Naturalmente, la mayoría moría antes de llegar a su edad. Kelsier había sido uno de los afortunados: su madre fue la amante de un alto noble, una mujer astuta y llena de recursos que consiguió ocultar a su señor que era una skaa. Kelsier y Marsh habían crecido siendo privilegiados: considerados ilegítimos, pero nobles, hasta que su padre descubrió por fin la verdad.
—¿Por qué me enseñas estas cosas? —preguntó Vin, interrumpiendo sus pensamientos—. La alomancia, me refiero.
Kelsier frunció el ceño.
—Te prometí que lo haría.
—Ahora que conozco tus secretos, ¿qué me impide huir de ti?
—Nada.
Una vez más, su mirada de desconfianza le dijo que no creía en su respuesta.
—Hay metales de los que no me has hablado. En nuestro encuentro del primer día dijiste que había diez.
Kelsier asintió y se inclinó hacia delante.
—Los hay. Pero no he dejado fuera los dos últimos porque quiera ocultarte nada. Es… difícil acostumbrarse a ellos. Será más fácil si primero practicas con los metales básicos. Sin embargo, si quieres saber sobre los dos últimos, puedo enseñarte cuando lleguemos a Fellise.
Vin entornó los ojos. Kelsier hizo un gesto de indiferencia.
—No estoy intentando engañarte, Vin. La gente sirve en mis bandas porque quiere y yo soy efectivo porque podemos confiar los unos en los otros. No hay desconfianza, ni traiciones.
—Excepto una —susurró Vin—. La traición que te envió a los Pozos.
Kelsier se quedó inmóvil.
—¿Dónde te has enterado de eso?
Vin se encogió de hombros.
Kelsier suspiró y se frotó la frente con una mano. No era eso lo que quería… quería rascarse las cicatrices, las que corrían por sus dedos y sus manos, subiendo por sus brazos hasta sus hombros. Se resistió.
—No es algo de lo que merezca la pena hablar.
—Pero hubo un traidor —dijo Vin.
—No lo sabemos con seguridad. —Las palabras le parecieron vacías de contenido incluso a él—. Además, mis bandas se basan en la confianza. Eso significa ninguna coacción. Si quieres marcharte, podemos volver a Luthadel ahora mismo. Te enseñaré los dos últimos metales y luego podrás seguir tu camino.
—No tengo dinero suficiente para sobrevivir sola.
Kelsier rebuscó en su bolsillo y sacó una bolsa llena de monedas. Se las arrojó.
—Tres mil cuartos. El dinero que conseguí de Camon.
Vin miró la bolsa con desconfianza.
—Cógela —dijo Kelsier—. Tú eres quien se lo ganó… por lo que entiendo, tu alomancia estaba detrás de la mayoría de los éxitos más recientes de Camon, y fuiste tú quien se arriesgó al empujar las emociones del obligador.
Vin no se movió.
Bien, pensó Kelsier. Alzó la mano y llamó al cochero tocando el techo con los nudillos. El carruaje se detuvo y Sazed se asomó a la ventanilla.
—Da la vuelta, por favor, Sazed —dijo Kelsier—. Llévanos de vuelta a Luthadel.
—Sí, maese Kelsier.
Momentos después, el carruaje volvía por donde había venido. Vin continuaba en silencio, pero parecía menos segura de sí misma. Miró la bolsa de monedas.
—Hablo en serio, Vin —dijo Kelsier—. No puedo tener a alguien en mi equipo si no quiere trabajar conmigo. Dejarte fuera no es un castigo: es la forma en que deben ser las cosas.
Vin no respondió. Dejarla ir sería un riesgo, pero obligarla a quedarse sería un riesgo aún mayor. Kelsier permaneció sentado, tratando de leer en ella, intentando comprenderla. ¿Los traicionaría al Imperio Final si se marchaba? Pensaba que no. No era mala persona.
Tan solo pensaba que todos los demás lo eran.
—Creo que tu plan es una locura —dijo ella en voz baja.
—Igual que la mitad de la banda.
—No se puede derrotar al Imperio Final.
—No tenemos que hacerlo —dijo Kelsier—. Solo tenemos que proporcionarle a Yeden un ejército y luego apoderarnos del palacio.
—El lord Legislador os detendrá —dijo Vin—. No se le puede derrotar: es inmortal.
—Tenemos el Undécimo metal. Encontraremos un modo de matarlo.
—El Ministerio es demasiado poderoso. Encontrarán tu ejército y lo destruirán.
Kelsier se inclinó hacia delante y miró a Vin a los ojos.
—Confiaste lo suficiente en mí para saltar desde lo alto de la muralla, y te sostuve. Tendrás que confiar también en mí esta vez.
Obviamente, a ella la palabra «confiar» no le gustaba demasiado. Lo estudió a la débil luz de la linterna, sin decir nada, hasta que el silencio se volvió incómodo.
Finalmente, agarró la bolsa de monedas y la ocultó rápidamente bajo su capa.
—Me quedaré. Pero no porque confíe en ti.
Kelsier alzó una ceja.
—¿Por qué, entonces?
Vin se encogió de hombros y pareció perfectamente sincera cuando respondió:
—Porque quiero ver qué pasa.
Disponer de un torreón en Luthadel confería el estatus de alta nobleza a las casas. Sin embargo, poseerla no implicaba vivir en ella, sobre todo no de manera continuada. Muchas familias también mantenían una residencia en alguna de las ciudades del extrarradio.
Menos poblada, más limpia y menos estricta en su cumplimiento de las leyes imperiales, Fellise era una ciudad rica. En vez de tener impresionantes torreones estaba llena de lujosas mansiones y villas. Los árboles incluso adornaban algunas de las calles; la mayoría eran álamos, cuya corteza color blanco hueso era de algún modo resistente a la decoloración de la ceniza.
Vin contempló por su ventanilla la ciudad envuelta en bruma, la linterna del carruaje apagada a petición propia. Quemando estaño pudo estudiar las calles, perfectamente organizadas y cuidadas. Aquel era un sector de Fellise que rara vez había visto; a pesar de la opulencia de la ciudad, sus suburbios eran notablemente parecidos a los de cualquier otra.
Kelsier contemplaba también la ciudad, el ceño fruncido.
—Desapruebas el despilfarro —aventuró Vin, con un hilo de voz. El sonido llegaría a los oídos amplificados de Kelsier—. Ves la riqueza de esta ciudad y piensas en los skaa que trabajaron para crearla.
—En parte, sí —dijo Kelsier, su propia voz convertida apenas en un susurro—. Pero hay más. Considerando la cantidad de dinero invertida, esta ciudad debería ser preciosa.
Vin ladeó la cabeza.
—Lo es.
Kelsier negó.
—Las casas siguen manchadas de negro. El suelo sigue siendo árido y sin vida. En los árboles siguen saliendo hojas marrones.
—Pues claro que son marrones. ¿De qué color deberían ser?
—Verdes. Todo debería ser verde.
¿Verde?, pensó Vin. Qué extraña idea. Trató de imaginar árboles con hojas verdes, pero la imagen le pareció tonta. Kelsier tenía desde luego cosas raras… pero todo el que hubiera pasado tanto tiempo en los Pozos de Hathsin tenía por fuerza que acabar siendo un poco extraño.
Kelsier se volvió hacia ella.
—Antes de que se me olvide, hay un par de cosas más que deberías saber sobre la alomancia.
Vin asintió.
—Primero, acuérdate de quemar todos los metales sin usar que tengas en tu interior al final de la noche. Algunos de los metales que empleamos pueden ser peligrosos si se digieren; es mejor no dormir con ellos en el estómago.
—Muy bien.
—Además, nunca intentes quemar un metal que no sea uno de los diez. Ya te advertí que los metales y aleaciones impuras pueden hacerte enfermar. Bueno, si intentas quemar un metal que no sea alománticamente sano, podría ser mortífero.
Vin asintió solemnemente. Es bueno saberlo, pensó.
—Ah —dijo Kelsier, volviéndose hacia la ventanilla—. Ya hemos llegado: la recién adquirida Mansión Renoux. Creo que deberías quitarte la capa: la gente de aquí nos es leal, pero siempre es bueno andar con cuidado.
Vin estuvo completamente de acuerdo. Se quitó la capa y dejó que Kelsier la guardara en su mochila. Luego se asomó a la ventanilla del carruaje y vio a través de las brumas la mansión a la que se acercaban. Los terrenos tenían un muro bajo de piedra y una verja de hierro; un par de guardias les permitieron el paso cuando Sazed se identificó.
El camino tras el muro estaba flanqueado por álamos y en la cima de la colina Vin vio una gran mansión. Una luz fantasmal brotaba de sus ventanas.
Sazed detuvo el carruaje ante la mansión y luego le tendió las riendas a un criado y bajó.
—Bienvenida a la Mansión Renoux, señora Vin —dijo, abriendo la puerta y tendiendo la mano para ayudarla.
Vin le miró la mano, pero no la aceptó. Bajó por su cuenta. El terrisano no pareció ofendido por su negativa.
Las escalinatas hasta la mansión estaban iluminadas por una doble fila de postes con linternas. Mientras Kelsier bajaba del carruaje, Vin vio a un grupo de hombres reunidos en lo alto de las blancas escaleras de mármol. Kelsier subió los escalones con paso vivo; Vin lo siguió, advirtiendo lo limpios que estaban. Tendrían que fregarlos con regularidad para impedir que la ceniza los manchara. ¿Sabían los skaa que mantenían el edificio que su amo era un impostor? ¿Cómo iba a ayudar el «benévolo» plan de Kelsier para derrocar al Imperio Final a la gente corriente que limpiaba esas escaleras?
Delgado y anciano, «lord Renoux» vestía un rico traje y llevaba un par de aristocráticas lentes. Un bigotito gris teñía su labio y, a pesar de su edad, no llevaba bastón para apoyarse. Hizo un gesto de respeto hacia Kelsier, pero mantuvo un aire digno. Inmediatamente, Vin advirtió un hecho obvio. El hombre sabe lo que está haciendo.
Camon tenía habilidad para hacerse pasar por noble, pero sus aires de importancia siempre le habían parecido a Vin un poco infantiles. Aunque había nobles como Camon, los más impresionantes eran como aquel lord Renoux: tranquilos y confiados. Hombres cuya nobleza estaba en su porte en vez de en su habilidad para hablar con desdén a aquellos que los rodeaban. Vin tuvo un escalofrío cuando los ojos del impostor se posaron en ella: parecía demasiado un noble y ella había sido entrenada para evitar por instinto su atención.
—La mansión tiene mucho mejor aspecto —dijo Kelsier, estrechando la mano a Renoux.
—Sí, me impresionan sus progresos —dijo Renoux—. Mis equipos de limpieza son bastante eficaces. Con un poco de tiempo, la mansión será tan grandiosa que no vacilaré en invitar al lord Legislador en persona.
Kelsier se echó a reír.
—Sí que sería una fiesta extraña. —Dio un paso atrás e indicó a Vin—. Esta es la joven dama de la que te hablé.
Renoux la estudió y Vin apartó la mirada. No le gustaba cuando la gente la miraba de esa forma; hacía que se preguntara cómo iban a intentar utilizarla.
—Tendremos que seguir hablando de esto, Kelsier —dijo Renoux, señalando la puerta de la mansión—. Es tarde, pero…
Kelsier entró en el edificio.
—¿Tarde? Pero si apenas es medianoche. Que tu gente prepare algo de comer. Lady Vin y yo nos hemos perdido la cena.
Perderse la cena no era nada nuevo para Vin. Sin embargo, Renoux llamó de inmediato a unos criados, que se pusieron en movimiento. Renoux entró en el edificio y Vin lo siguió. Se detuvo en la entrada, con Sazed esperando pacientemente a su lado.
Kelsier se dio media vuelta cuando advirtió que ella no los seguía.
—¿Vin?
—Está tan… limpio —dijo Vin, incapaz de pensar ninguna otra descripción. En sus golpes con la banda, había visto en ocasiones las casas de los nobles. Sin embargo, esos trabajos los hacían de noche, en la oscuridad. No estaba preparada para la escena bien iluminada que tenía delante.
Los suelos de mármol blanco de la Mansión Renoux brillaban con el reflejo de la luz de una docena de linternas. Todo era… prístino. Las paredes eran blancas excepto donde habían sido pintadas con tradicionales murales de animales. Una reluciente lámpara colgaba sobre una escalera doble y los otros objetos de decoración de la sala (esculturas de cristal, jarrones adornados con puñados de ramas de álamo) brillaban, libres de hollín, suciedad o huellas de dedos.
Kelsier se echó a reír.
—Bueno, su reacción habla muy bien de tus esfuerzos —le dijo a lord Renoux.
Vin permitió que la condujeran al interior del edificio. Giraron a la derecha y entraron en una habitación cuya blancura quedaba levemente contrastada por la adición de muebles marrones y cortinas.
Renoux se detuvo.
—Tal vez a la dama le gustaría refrescarse un momento —le dijo a Kelsier—. Hay algunos asuntos de… naturaleza delicada que me gustaría discutir contigo.
Kelsier se encogió de hombros.
—Por mí, bien —dijo, siguiendo a Renoux hasta otra puerta—. Sazed, ¿por qué no le haces compañía a Vin mientras lord Renoux y yo hablamos?
—Naturalmente, maese Kelsier.
Kelsier sonrió, mirando a Vin, y de algún modo ella supo que la dejaba con Sazed para impedirle ir a escucharlos.
Dirigió a los hombres una mirada molesta. ¿Qué decías de la «confianza», Kelsier? Sin embargo, estaba aún más molesta consigo misma por quedar excluida. ¿Por qué debería importarle que Kelsier la mantuviera al margen? Se había pasado toda la vida siendo ignorada y apartada. Cuando otros jefes de banda la enviaban fuera de sus sesiones de planificación, nunca le había molestado.
Vin se sentó en una de las sillas marrones tapizadas, encogiendo los pies debajo, como era su costumbre. Sabía cuál era el problema. Kelsier le había estado mostrando demasiado respeto, haciéndola sentirse demasiado importante. Estaba empezando a pensar que merecía ser parte de sus confidencias secretas. La risa de Reen en el fondo de su mente desacreditaba aquellos pensamientos, y se quedó allí sentada, molesta consigo misma y con Kelsier, sintiéndose avergonzada, pero no exactamente segura de por qué.
Los criados de Renoux le trajeron un plato de fruta y panecillos. Colocaron una mesita junto a la silla e incluso le dieron una copa de cristal llena de un brillante líquido rojo. No sabía si era vino o zumo y no pretendía averiguarlo. Sin embargo, picoteó la comida: su instinto le impedía no aprovechar una comida gratis, aunque hubiera sido preparada por manos desconocidas.
Sazed se acercó y se situó detrás de la silla, a la derecha. Esperó, de pie y rígido, con las manos cruzadas, los ojos mirando al frente. La pose pretendía ser respetuosa, pero su postura acechante no mejoró nada su estado de ánimo.
Vin trató de concentrarse en lo que la rodeaba, pero eso solo le recordó lo rico que era el mobiliario. Se sentía incómoda entre tanta elegancia, como si fuera una mancha negra en una alfombra limpia. No comió los panecillos por miedo a dejar caer migajas al suelo y le preocupó que sus pies y piernas (que se habían manchado de ceniza mientras caminaban) estropearan los muebles.
Toda esta limpieza se produce a expensas de algún skaa, pensó Vin. ¿Por qué debería molestarme echarla a perder? Sin embargo, no conseguía estar molesta porque sabía que todo aquello era solo una fachada. «Lord Renoux» tenía que vivir con cierto lujo. De lo contrario, levantaría sospechas.
Además, algo más le impedía lamentar el despilfarro. Los criados eran felices. Cumplían sus deberes con eficaz profesionalidad, sin que hubiera ninguna sensación de pereza en su trabajo. Vin oyó risas al otro lado del pasillo. No eran skaa maltratados; era irrelevante que hubieran sido incluidos o no en los planes de Kelsier.
Así, Vin permaneció sentada y se obligó a comer fruta, bostezando ocasionalmente. Estaba resultando una noche larga, en efecto. Los criados al final la dejaron sola, aunque Sazed continuó de pie tras ella.
No puedo comer así, pensó finalmente, llena de frustración.
—¿Podrías no estar ahí de pie detrás de mi hombro?
Sazed asintió. Dio dos pasos al frente para situarse junto a la silla en vez de detrás. Adoptó la misma postura rígida, alzándose sobre ella como antes.
Vin frunció el ceño, molesta, luego advirtió la sonrisa en los labios de Sazed, que la miró con chispitas en los ojos y luego se acercó y se sentó en la silla que había junto a la suya.
—Nunca había conocido a ningún terrisano con sentido del humor —dijo Vin secamente.
Sazed alzó una ceja.
—Tenía la impresión de que no habías conocido a ningún terrisano antes, mi señora Vin.
—Bueno, nunca he oído hablar de uno que tenga sentido del humor. Se supone que sois completamente rígidos y formales.
—Solo somos sutiles —dijo Sazed.
Aunque se sentaba envarado, había algo… relajado en él. Era como si se sintiera tan cómodo cuando estaba sentado adecuadamente como las otras personas cuando estaban tumbadas.
Así es como se supone que son. Los servidores perfectos, completamente leales al Imperio Final.
—¿Hay algo que te preocupe, mi señora Vin? —preguntó Sazed mientras ella lo estudiaba.
¿Cuánto sabe? Tal vez ni siquiera es consciente de que Renoux es un impostor.
—Me estaba preguntando… cómo llegaste aquí —dijo por fin.
—¿Quieres decir, cómo acaba un mayordomo terrisano siendo parte de una rebelión que pretende derrocar al Imperio Final? —preguntó Sazed con su suave tono de voz.
Vin se ruborizó. Al parecer estaba en efecto bien informado.
—Es una pregunta intrigante, señora —añadió Sazed—. Ciertamente, mi situación no es común. Yo diría que llegué a ella a causa de la fe.
—¿La fe?
—Sí. Dime, ¿en qué crees?
Vin frunció el ceño.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—La más importante, creo.
Vin no dijo nada durante un momento, pero obviamente él esperaba una respuesta, así que acabó por encogerse de hombros.
—No lo sé.
—La gente suele decir eso, pero descubro que rara vez es cierto. ¿Crees en el Imperio Final?
—Creo que es fuerte —dijo Vin.
—¿Inmortal?
—Hasta ahora lo ha sido.
—¿Y el lord Legislador? ¿Es el Avatar Ascendido de Dios? ¿Crees que, como enseña el Ministerio, es una Lasca del Infinito?
—Yo… nunca lo había pensado.
—Tal vez debieras —dijo Sazed—. Si, tras estudiarlo, descubres que las enseñanzas del Ministerio no te satisfacen, yo estaría encantado de ofrecerte una alternativa.
—¿Qué alternativa?
Sazed sonrió.
—Eso depende. La fe adecuada es como una buena capa, creo. Si te sienta bien, te mantiene cálido y a salvo. Sin embargo, si no te sienta bien, puede asfixiarte.
Vin frunció levemente el ceño, pero Sazed tan solo sonrió. Al cabo de un rato, ella devolvió su atención a la comida. Tras una breve espera, la puerta lateral se abrió y Kelsier y Renoux regresaron.
—Ahora discutamos sobre esta joven —dijo Renoux mientras Kelsier y él se sentaban y un grupo de sirvientes traía otro plato de comida—. ¿El hombre que ibas a hacer que interpretara a mi heredero no lo hará, dices?
—Desgraciadamente —dijo Kelsier, dando buena cuenta de la comida.
—Eso complica enormemente las cosas.
Kelsier se encogió de hombros.
—Haremos que Vin sea tu heredero.
Renoux sacudió la cabeza.
—Una chica de su edad podría heredar, pero sería sospechoso por mi parte elegirla. Hay varios primos legítimos en el linaje Renoux que serían opciones más adecuadas. Ya iba a ser difícil que un hombre de edad mediana pasara el escrutinio de la corte. Una chica joven… no, demasiada gente investigaría su pasado. Los linajes familiares que hemos forjado soportarán un escrutinio superficial, pero si alguien enviara mensajeros a investigar sus posesiones…
Kelsier frunció el ceño.
—Además, hay otro tema —añadió Renoux—. Si yo fuera a nombrar heredera a una joven soltera, instantáneamente se volvería la mano más solicitada de Luthadel. Sería muy difícil que se dedicara a espiar si recibe tanta atención.
Vin se ruborizó de pensarlo. Sorprendentemente, notó que se abatía a medida que el viejo impostor hablaba. Esta era la única parte que Kelsier me ha encargado del plan. Si no puedo hacerlo, ¿para qué le sirvo a la banda?
—Entonces, ¿qué sugieres?
—Bueno, no tiene que ser mi heredera —dijo Renoux—. ¿Y si, en cambio, no fuera más que una joven pupila que he traído conmigo a Luthadel? Tal vez prometí a sus padres (primos lejanos, pero apreciados) que introduciría a su hija en la corte. Todos supondrían que mi principal intención es emparentarla con una familia de la alta nobleza, consiguiendo por tanto otra conexión con los que tienen el poder. Sin embargo, ella no llamaría demasiado la atención… sería de estatus inferior, por no decir algo rural.
—Lo cual explicaría por qué es menos refinada que otros miembros de la corte —dijo Kelsier—. No te ofendas, Vin.
Vin alzó la cabeza mientras intentaba guardarse en el bolsillo un panecillo envuelto en una servilleta.
—¿Por qué debería ofenderme?
Kelsier sonrió.
—No importa.
Renoux asintió para sí.
—Esto funcionará mucho mejor, en efecto. Todo el mundo da por hecho que la Casa Renoux acabará por unirse a la alta nobleza, así que aceptarán por cortesía a Vin entre sus filas. Sin embargo, ella misma será tan poco importante que la mayoría de la gente la ignorará. Es la situación ideal para lo que queremos que haga.
—Me gusta —dijo Kelsier—. Pocas personas esperan que un hombre de tu edad y con negocios mercantiles se dedique a bailes y fiestas, pero tener a una joven que enviar en vez de una nota de disculpa será ventajoso para tu reputación.
—En efecto. No obstante, habrá que refinarla un poco… y no solo en lo que atañe a su aspecto.
Vin se agitó un poco ante su escrutinio. Parecía que su participación en el plan iba a seguir adelante y, de repente, se dio cuenta de lo que eso significaba. Estar ante Renoux la hacía sentirse incómoda… y era un noble falso. ¿Cómo reaccionaría a toda una sala llena de nobles de verdad?
—Me temo que tendré que pedirte a Sazed una temporada —dijo Kelsier.
—Muy bien. En realidad, no es mi sirviente, sino tuyo.
—Lo cierto es que no creo que sea sirviente de nadie, ¿verdad, Sazed?
Sazed ladeó la cabeza.
—Un terrisano sin amo es como un soldado sin armas, maese Kelsier. He disfrutado de mi estancia con lord Renoux, y estoy seguro de que disfrutaré volviendo a tu servicio.
—No, no vas a volver a mi servicio.
Sazed alzó una ceja.
Kelsier indicó a Vin.
—Renoux tiene razón, Sazed. Vin necesita un poco de formación y conozco a un montón de altos nobles que son menos refinados que tú. ¿Crees que podrías ayudar a preparar a esta chica?
—Estoy seguro de que podría ofrecer alguna ayuda a la joven dama.
—Bien —dijo Kelsier, metiéndose en la boca un último pastelito antes de levantarse—. Me alegro de que esto quede zanjado, porque empiezo a estar cansado… y la pobre Vin parece a punto de quedarse dormida encima de su plato de fruta.
—Estoy bien —dijo Vin inmediatamente, quitando un poco de veracidad a su afirmación al sofocar un bostezo.
—Sazed —dijo Renoux—, ¿quieres indicarles las habitaciones de invitados?
—Naturalmente, maese Renoux —dijo Sazed, levantándose de su asiento con un rápido movimiento.
Vin y Kelsier siguieron al terrisano mientras un grupo de criados retiraba los restos de la cena. Me he dejado comida, advirtió Vin, sintiéndose un poco mareada. No estaba segura de qué pensar de la situación.
Mientras subían las escaleras y se internaban en un pasillo lateral, Kelsier se acercó a Vin.
—Siento haberte excluido antes.
Ella se encogió de hombros.
—No hay motivo para que tenga que conocer todos tus planes.
—Tonterías —dijo Kelsier—. Tu decisión de esta noche te convierte en tan parte de este grupo como cualquiera. Sin embargo, las palabras que tuve con Renoux eran de índole privada. Es un actor maravilloso, pero se siente muy incómodo si la gente sabe los detalles de cómo ocupó el lugar de lord Renoux. Te prometo que nada de lo que hemos hablado tiene que ver con tu parte en el plan.
Vin continuó caminando.
—Yo… te creo.
—Bien —dijo Kelsier con una sonrisa, y le dio una palmada en el hombro—. Sazed, conozco el camino a mis habitaciones… Después de todo, fui yo quien compró este lugar. Puedo ir desde aquí.
—Muy bien, maese Kelsier —dijo Sazed, con un ademán respetuoso. Kelsier le dirigió una sonrisa a Vin y se marchó pasillo abajo, con su característico paso vivo.
Vin lo vio marchar y luego siguió a Sazed por un pasillo diferente, pensando en su entrenamiento alomántico, en la conversación con Kelsier en el carruaje y, finalmente, en la promesa de Kelsier de unos momentos antes. Los tres mil cuartos (una fortuna en monedas) eran un extraño peso atado a su cinturón.
Sazed le abrió una puerta y se adelantó para encender las linternas.
—Las sábanas están limpias y enviaré criadas para que te preparen un baño por la mañana. —Se volvió y le entregó la vela—. ¿Necesitas algo más, señora?
Vin negó con la cabeza. Sazed sonrió, le deseó buenas noches y salió al pasillo. Vin se quedó de pie un instante, estudiando la habitación. Luego se dio media vuelta y miró una vez más en la dirección que había seguido Kelsier.
—¿Sazed? —dijo, asomándose al pasillo.
El mayordomo se detuvo y se giró.
—¿Sí, mi señora?
—Kelsier —dijo, en voz baja—. Es un buen hombre, ¿verdad?
Sazed sonrió.
—Muy buen hombre. Uno de los mejores que he conocido.
Vin asintió levemente.
—Un buen hombre… —dijo en voz baja—. Creo que nunca había conocido a ninguno.
Sazed sonrió, luego inclinó respetuosamente la cabeza y se volvió para marcharse.
Vin dejó que se cerrara la puerta.
FIN DE LA PRIMERA PARTE