INVENTARIO
En un costado de mi escritorio me espera mi trabajo: redactar actas que necesitan una firma urgente, anotar los gastos de los últimos dos meses, pasar en limpio dos sentencias del tribunal. Cuando se trata de papeles muy importantes que ponen en riesgo la seguridad del Estado evitan confiármelos. Si me ven tan distinto, y por lo tanto sospechoso, no es porque piensen en Francia, sino en ese reino enorme y exótico: el pasado.
Después de los acontecimientos del palacio de Arnim volví a Ferney, donde ejercí durante diecisiete años el cargo de calígrafo. Nunca llegué a poner mi taller de tintas y plumas; preferí una vida más segura y ociosa. Por las mañanas mi tarea era la correspondencia de Voltaire, y a veces sus libros; por la tarde me esperaba el papelerío comercial y la redacción de documentos. Era un trabajo tranquilo, y me hubiera gustado que durara para siempre.
Muchos años después, cuando Voltaire anunció su viaje a París, sentí que nada me quedaba por hacer en Ferney. Todos a mi alrededor pensaban lo mismo; todos ejecutaban cada acto —la limpieza de un jarrón, la preparación de una comida, la poda de los rosales amarillos— con esa mezcla de cuidado y despreocupación de quien hace algo por última vez.
Quienes acompañamos durante algún trecho la carroza de Voltaire íbamos en silencio. Se nos pedía alegría, pero formábamos parte de un cortejo fúnebre. Nuestra tristeza tenía razón: París esperaba a Voltaire para colmarlo de todos los honores posibles, para someterlo a una procesión de visitas en el Hotel de madame Villette, para agotarlo hasta la muerte y luego negarle sepultura.
El corazón llegó al castillo de Ferney dos meses después de la muerte de Voltaire. Sólo se encontró tumba para él en las afueras de la ciudad, en Sellieres, donde su sobrino era abad. Antes de enterrar el cuerpo, el médico le sacó el corazón. Simuló que era una operación improvisada, pero fue evidente para quienes asistían al proceso que había tomado esa decisión mucho antes, ya que había llevado consigo, en esa noche de apuro y confusión, varios frascos con sales, y un líquido azul que irritaba los ojos. No sé qué luchas rodearon al corazón, ni quién lo envió a Ferney, porque lo entregó un mensajero polaco que no hablaba una palabra de francés y que se fue de inmediato.
En medio del desorden que ya gobernaba la casa, el corazón fue a parar al gabinete de las excentricidades, en compañía de los regalos que durante años viajeros ilustres habían traído desde países remotos. Luego de la muerte de Voltaire nadie había vuelto a asomarse al gabinete, cuyas piezas erráticas ya pertenecían a las telarañas y al polvo. El dueño de casa había desaparecido, y la casa misma parecía enfermar y morir. El corazón quedó abandonado entre piedras que brillaban en la oscuridad, monstruos marinos y osamentas de unicornios.
Fui elegido para hacer el inventario de la casa. A medida que anotaba las cosas, éstas desaparecían, y pronto del gabinete de excentricidades no quedó casi nada. Era habitual ver a los hijos de los criados en el jardín, jugando con el maxilar de una ballena, la piel de un oso blanco o la mano momificada de un mártir.
Al principio intenté yo mismo guardar cierto orden, pero al final me sumé a los saqueadores y escondí entre mis ropas el corazón. Para que no se notara su ausencia, dejé en su lugar el corazón embalsamado de una condesa veneciana del siglo XVI, regalo de un amigo de Voltaire, el señor de Paulmy.
Terminé el inventario un día antes de partir. Mi letra no era la misma de mis comienzos: ahora era serena y sencilla y no buscaba deslumbrar a nadie. Era la letra de quien sabe que lo que se anota esconde tanto lo que se tiene como las cosas perdidas.