LA HALIFAX

Busqué a Kolm en los tribunales según el método acostumbrado de dejar un mensaje en la canasta que luego se perdía en las alturas. Bajó hacia mí un papel arrugado donde me citaba la noche siguiente en una de las aulas de la Escuela de Medicina.

Nadie me detuvo ni en la puerta de reja ni entre las columnas. Caminé por un pasillo que empezaba en una penumbra leve y terminaba en la absoluta oscuridad. A mitad de camino, al pie de una escalera, me esperaba Kolm. Lo rodeaban grandes retratos de médicos célebres y él mismo, a pesar de las manchas pardas de su guardapolvo, parecía contagiado de posteridad.

Me hizo una señal de silencio y lo seguí, a través de escaleras y pasillos, hasta una sala donde se amontonaban frascos oscuros, esculturas de cera que representaban cortes anatómicos del cerebro y esqueletos envueltos en telarañas.

Kolm se sentó frente a una larga mesa, sobre la que se extendían decenas de láminas amarillentas, con los trazados minuciosos a los que nos había acostumbrado la Enciclopedia. Pero éstos eran planos antiguos, con los bordes y pliegues quemados por el tiempo. Dibujos de máquinas detalladas hasta la obsesión, cuyo propósito no podía adivinarse sin un largo examen.

Kolm, inclinado sobre los planos, atento al estudio y la lectura, estaba tan cambiado que parecía un impostor.

—¿Por qué me citó en este lugar y no en la plaza? ¿Qué está haciendo en la Escuela de Medicina, con esos planos viejos?

—Separados corremos peligro, pero juntos ya somos cadáver. Aquí, en esta sala, podemos hablar tranquilos, sin que nadie nos vea, lejos de las maquinaciones del abad Mazy. Mire lo que nos rodea: cosas viejas y olvidadas. Si uno se esconde entre ellas, también queda en el olvido.

—Me sorprende que lo dejen estar aquí. Usted no es médico ni estudiante.

—Uno de los maestros de la escuela me ha encargado una tarea que nadie más podría cumplir. Quiere terminar con las ejecuciones que se convierten en tormentos, a causa de malos verdugos. Por eso busca una máquina tan perfecta como el mejor ejecutor, que quite la vida sin arrancar lágrimas ni gritos.

Me acerqué a los planos y comencé a comprender. Una espada, cuyo peso era agravado por una empuñadura exagerada, se deslizaba sobre rieles verticales…

—… hasta atravesar la médula del condenado —explicó Kolm con un tono doctoral que no le conocía—. La inventó un ingeniero húngaro, y la probó con su esposa. Dijo que había sido un accidente, pero no le creyeron y terminaron ejecutándolo con el mismo método. Nunca volvió a usarse.

Kolm buscó una lámina debajo de las otras.

—Mire esta otra. El detenido está encerrado en una armadura de metal. Parece un guerrero que espera un combate: le toca luchar contra el cielo. La armadura recibe una descarga eléctrica a través de una cometa que navega entre relámpagos. La muerte es segura y veloz, pero la tormenta no.

En otro de los dibujos un hacha gigantesca se balanceaba como un péndulo sobre la víctima, que en el plano era una mujer cuya cabellera negra parecía tener vida propia. Un segundo dibujo mostraba a la víctima sin cabeza.

—Un modelo español que usó la Inquisición en el siglo XVI. Por pesada que sea el hacha, al cortar de sesgo difícilmente alcance a seccionar del todo la cabeza. Ahora le mostraré mi máquina favorita.

No era un plano esta vez, sino un grabado antiguo, que mostraba una máquina de estructura simple, apenas dos rieles por los que bajaba, desde lo alto, una cuchilla.

—La máquina Halifax, usada en Inglaterra en el siglo XVI, al parecer con excelentes resultados. Ya estoy casi decidido por este modelo. No me será difícil construirla: sólo hacen falta maderas y una cuchilla, y el plomo suficiente para asegurar que baje con velocidad y fuerza. Si funciona, ya no se necesitarán verdugos: cualquiera podrá matar. Es una lástima: los viejos verdugos, con nuestros conocimientos y nuestras costumbres, desapareceremos para siempre, reemplazados por oficinistas que sólo deberán tirar de una soga. Nos olvidarán, como a los calígrafos.

Kolm ya buscaba nuevos planos para mostrarme; era urgente detener las explicaciones que faltaban.

—No vine en busca de inventos fatales, sino de consejo. Clarissa Von Knepper ha desaparecido. Le aseguré al padre que la encontraría.

—¿Y por qué le prometió eso?

—Tengo cierto encargo por cumplir y sólo él puede ayudarme.

—¿El obispo de nuevo? Mejor entonces que no la encuentre.

Kolm buscó detrás de una estatua de Hipócrates, entre frascos con preparados anatómicos, una botella de licor, que puso frente a mí. Era un licor dulzón y fuerte a la vez.

—Beba y olvide. Su trabajo es insalubre, y yo necesito un ayudante. Le prometí al doctor que en pocos días tendrá su máquina.

—¿Y con qué la probará?

—En la Escuela de Medicina no faltan voluntarios.

—No puedo ayudarlo con su máquina. Vengo desde lejos a terminar un trabajo.

—Un trabajo que lo terminará a usted. Si eso es lo que elige… Tenga en cuenta que este médico paga bien y no tiene, por ahora, enemigos de importancia. Su patrón, ese Voltaire, en cambio…

Con un gesto de decepción, Kolm volvió a sus planos, y entre ellos apareció un mapa.

—Esto no es una máquina, es París —le dije.

La ciudad era tan grande, tan abarrotada de calles y de nombres, que no parecía posible encontrar en esa vastedad algo tan pequeño: una mujer.

—También la ciudad fue usada como máquina de ejecución, por una cofradía de herejes vinculados al contrabando, que se llamaban a sí mismos los siracusanos. Cuando sospechaban que un miembro estaba por abandonar la secta, lo condenaban a muerte, pero consideraban siempre que era la ciudad la que tenía la última palabra. Uno de sus miembros cumplía el rol de verdugo. Esperaba en una habitación hasta la medianoche. Al condenado, que nada sabía de su ejecución, se lo obligaba a atravesar la ciudad y llegar hasta el cuarto elegido. Si el tramo se cumplía sin problemas, el condenado llegaba a la habitación creyendo que había alcanzado la meta y el perdón, y el verdugo lo ejecutaba con una espada normanda, apenas abría la puerta. Pero si la ciudad con su tráfico y sus inconvenientes detenía al condenado, lo desviaba, y lo retrasaba, entonces se salvaba.

Palacios, puentes, iglesias, cementerios. Mi dedo recorría en segundos con igual facilidad una calle tranquila que otra donde me hubieran matado con sólo pisarla.

—¿Dónde podría esconderse en esta ciudad una muchacha sola?

—¿Insiste en buscarla? Ya tuvo que escapar una vez. Quizás también a usted lo espera, como a las víctimas de los siracusanos, un verdugo en una habitación a oscuras.

Pasado un tiempo, el licor empezó a darme ánimos. Hacía más simple el plano de la ciudad, borraba calles y barrios enteros. Bastaba asomarse a cualquier esquina para ver a Clarissa, y salvarla, y salvarme.

—Búsquela en los conventos —aconsejó Kolm.

—Estoy seguro de que no eligió ese destino. Ya sufrió demasiado encierro.

—¿Qué sabe hacer la hija de Von Knepper?

—Nada, absolutamente nada —Pensé mejor y corregí—: Sabe hacer una sola cosa. Estar quieta.

La mano de Kolm, que sostenía la botella casi vacía, señaló a Hipócrates.

—Entonces consulte a las estatuas. Conocen el secreto.