UN AMIGO DE V.
El abad me dijo que había pasado la prueba pero no me explicó la naturaleza de mi futuro trabajo.
—Venga a verme dentro de una semana. Tendré una carta de recomendación para que entre a trabajar en la casa Siccard.
En los días siguientes la estadía en la casa de mi tío se convirtió en un martirio. Era imposible verlo, porque siempre estaba trabajando, pero su presencia se manifestaba a través de instrucciones cuya principal meta era mi incomodidad. Cada noche que llegaba a mi cuarto, había nuevos objetos estorbando el paso y sitiando la cama contra la pared. Algunos juguetes que hacía tiempo daba por perdidos se derrumbaron y la cabeza de un caballo de madera me hirió en la frente.
Una noche encontré sobre la cama un mensaje firmado un amigo de V, que me citaba en el barrio de los Cordeliers. No sabía cómo había llegado hasta mí, y a medida que caminaba hacia la pensión d’Espagne, crecía la desconfianza. La puerta estaba abierta, pero la casa parecía vacía; pasé de habitación en habitación, con temor de ser confundido con un ladrón, hasta encontrar, en uno de los cuartos, rodeado de camas desiertas, a un hombre que se tapaba hasta la nariz con la manta. Él había reconocido, en mi zozobra, a su invitado, y me hacía señas con la mano para que entrara en el cuarto.
Me senté a prudente distancia, porque era posible que el hombre ocultase su rostro debido a alguna enfermedad. Sin descubrirse la cara dijo su nombre: Beccaria. Lo pronunció con firmeza, como si bastara aquella palabra para borrar todo temor. Había visto algún retrato de Beccaria, pero desconfiaba de los pintores, tan generosos en la distribución del equilibrio y la belleza. Además, como el hombre que tenía frente a mí continuaba cubriéndose el rostro, temí que fuera un impostor. Voltaire había dedicado a un libro de Beccaria, De los delitos y las penas, un opúsculo laudatorio que nadie creyó que fuera suyo. La maldición de los nombres había perseguido a Voltaire: si firmaba algo se dudaba de su autoría, mientras que cualquier libelo sin firma le era atribuido de inmediato.
—Amigos comunes me pidieron que me pusiera en contacto con usted. En el castillo esperan noticias suyas.
—Y yo espero dinero. ¿Hay algo para mí?
—No me ocupo de esas cosas. Simplemente me ofrezco a llevar sus palabras hasta la frontera.
—¿Cómo puedo confiar en usted? Su fama llegó hasta los últimos rincones de Europa, y aquí lo encuentro, en una pensión para los empleados más pobres de la justicia.
—Hay espías en todas partes. Mis enemigos contratan enemigos que contratan enemigos.
—¿Quiénes son sus enemigos? ¿Usan sotana?
—Ojalá fuera así. Mis enemigos son los que antes eran mis amigos. Por eso me conocen y pueden predecir mis pasos. Para esconderme, tengo que convertirme en otra persona. Hago entonces todas las cosas que detesto; y así, siendo otro, puedo estar seguro.
Entre el mal francés y la manta que lo escondía costaba entenderlo, pero al cabo de unos minutos comprendí que me estaba contando su vida. Beccaria nunca había tenido interés en los temas jurídicos que habían hecho famoso su nombre hasta que por amistad, más que por interés real, formó parte de la revista Il Caffé, que reunía a un grupo de intelectuales de Milán.
—Mi pasatiempo eran las matemáticas, pero como todos a mi alrededor escribían yo también quise escribir. Nunca soporté sostener mucho tiempo la pluma porque me lleva al sueño; mis amigos en cambio, sobre todo los hermanos Verri, trabajaban sin descanso. Yo quería salir a buscar mujeres, a dar vueltas por la ciudad, como habíamos hecho siempre, pero ellos se habían tomado la revista tan en serio que me obligaban a quedarme callado. Mi presencia indolente los molestaba y Alessandro Verri terminó por amenazarme: si no me ponía a trabajar, me echarían. Le pedí un tema; él sugirió la justicia. Recordé nuestros viejos paseos, en los que discutíamos hasta la madrugada El espíritu de las leyes. Decidí recuperar en mis escritos el tono de aquellas conversaciones sin rumbo. Desde que empecé a escribir llevé como amuleto una lista de los ejecutados en Milán, y cada tarde, antes de mojar la pluma, recitaba: Massimo Cardacci, ahorcado; Renzo Zarco, desmembrado; Vittorio Lapaglia, decapitado y los restos arrojados al río; y este otro también ahorcado y aquel otro muerto en la rueda y luego quemado en la plaza. Mis amigos se reían cuando yo leía mi lista de ejecutados como si se tratara de un hechizo que habría de asegurarme el poder sobre las palabras; pero como daba resultado, me alentaban.
Beccaria saltó de la cama y empezó a vestirse. Parecía un boceto de su propio retrato. La ropa le colgaba, como si hubiera perdido peso de golpe. Se movía con gestos de sonámbulo.
—Armé el libro de a poco, como una mujer que hace su vestido con remiendos. Mis amigos me ayudaron a corregirlo y con benevolencia lo dieron a la imprenta. ¡Cómo nos ayudan los amigos mientras no confían en nuestra capacidad! Pero en cuanto saben lo que valemos, se nos vuelven en contra. Nada hay peor que la envidia literaria; desde entonces, los Verri me difamaron y me persiguieron. ¡Ni el ataque del Consejo de los Diez de Venecia ha sido tan feroz como el de mis viejos amigos! Me han acusado de impostor, han criticado mi apetito y mi vulgaridad, y hasta aprovecharon cierto susto que me pegó una araña, para llamarme cobarde.
Abrió un baúl e hizo un torpe intento por ordenar ropa y libros; la ropa estaba sucia y arrugada y los libros sin tapas y con páginas sueltas.
—Escriba algo y yo entregaré el mensaje —dijo con voz más serena.
Mientras Beccaria se vestía, saqué de la bolsa que llevaba al cuello una pluma y un frasco de tinta y me dispuse a escribir utilizando como mesa el baúl. Comencé por anotar los acontecimientos recientes y luego definí los próximos pasos de mi investigación; pero por temor a que el mensajero fuera un espía, no hablaba de las cosas directamente, sino a través de sobrentendidos y subterfugios.
Beccaria miraba por la ventana, cruzaba a los saltos la habitación, se detenía a oír pasos en la escalera. En todo encontraba señales de alarma. Logró contagiarme su propio temor, e hizo mi prosa aún más oscura.
—No sabe cómo he soñado con ir a Ferney. Llegar allí será para mí como cruzar una frontera entre el pasado y mi vida futura. ¿Qué presente podría llevarle a Voltaire? He pensado en un reloj.
—Cualquier cosa menos relojes. Abra bien los oídos, vaya al teatro, deténgase a escuchar lo que dicen los que lo rodean, y luego cuéntele todo eso, con tanta precisión como sea posible. Le han regalado de todo, pero sólo le interesan las cosas que están hechas de palabras.
La carta nunca llegó a manos de Voltaire, porque Beccaria cambió a último momento su rumbo y fue hacia Milán. La culpa la tuvo una mujer enferma que vio en la calle. Lo conmovió tanto que imaginó a su propia esposa en la enfermedad y la miseria, y volvió en cuanto pudo a su ciudad. La señora Beccaria estaba tan saludable como de costumbre, pero su esposo declinó desde entonces todo viaje. Alejado de la fama, se dedicó a dar clases hasta el fin de su vida. Cuando se cruzaba en la calle con los hermanos Verri, se miraban sin decirse nada. A quienes les pagaban una copa, los Verri repetían: ¿quiere un consejo? Nunca arranque a nadie de su aburrimiento y de su abulia.
Mi carta quedó olvidada en el equipaje. Beccaria la descubrió años después, y lleno de culpa la envió a Ferney. Llegó a mis manos cuando Voltaire ya había muerto y yo me ocupaba de ordenar el archivo. La había escrito con alguna de mis tintas experimentales, y en los diecisiete años transcurridos no había quedado una sola palabra sin borrar. Permanecían unos pocos rasgos, los más profundos, que recordaban a huellas de pájaros en la arena.