LAS HUELLAS DE VON KNEPPER

Los relojeros de París eran difíciles de encontrar, porque no se establecían en una calle determinada: recorrían la ciudad como si fuera el cuadrante de un reloj enorme del que eran obedientes agujas. A su alrededor se reunía una fauna marcada por el tiempo: vendedores de almanaques, adivinos que conocían el futuro y astrónomos preocupados por agregar a los calendarios el fruto de sus observaciones celestes.

Pregunté entre los relojeros por Van Knepper, cuyo nombre había aparecido en la carta enviada al obispo. Nadie lo conocía, pero lo ignoraban de un modo tan absoluto que la misma probabilidad de que existiera parecía llenarlos de alarma. Pregunté a uno por uno, recibí negativas y silencios, hasta que un relojero señaló, con aire clandestino, a una mujer que extendía sobre un banco de piedra algunos libros abiertos.

—La señora Buzot conoce la historia de todas las máquinas. Ella quizá pueda guiarlo.

Miré hacia la mujer, que se tapaba los hombros con un manto negro que sólo dejaba al descubierto sus manos y su cara, recorridas por antiguas cicatrices. Le pregunté al relojero por las marcas, cuya precisión revelaba un método, y no sólo el azar y la desgracia.

—La señora Buzot fue la única mujer relojero de Europa. Le tocó reemplazar en su cargo al viejo Van Hals, responsable oficial de todas las torres de Estrasburgo. Van Hals preparó el mecanismo para que el 31 de diciembre de 1750 la aguja de las horas quedara inmóvil en las doce. Cuando la señora Buzot fue a repararlo, Van Hals, hasta entonces escondido, la arrojó al interior de la máquina. Salvó la vida porque el mecanismo se trabó. Mientras estuvo atrapada por la máquina, todos los relojes de Estrasburgo se detuvieron. Y sólo cuando fue rescatada el tiempo siguió corriendo.

Me acerqué a la mujer. Las páginas de los libros mostraban diagramas minuciosos de ruedas dentadas, resortes y balancines. Me costaba desviar la vista de sus cicatrices. La saludé, hice algún comentario sobre los libros, y finalmente mencioné a Von Knepper.

—Ningún libro habla de él —dijo la señora Buzot.

—No es un libro lo que busco. Quiero encontrar a Von Knepper.

—Si supiera de qué está hablando, no lo haría en voz alta. Los fabricantes de autómatas han caído en desgracia; corre el rumor de que nunca existieron.

La mujer comenzó a hablarme al oído. Su experiencia con los relojes había dado a sus palabras un ritmo uniforme, como si a cada sílaba correspondiera exactamente una fracción de tiempo.

—Von Knepper fue uno de los discípulos de Jacobo Fabres. Trabajó con él hasta su muerte. Fabres le enseñó a construir gansos y flautistas, pero él quería un escribiente, la pieza más difícil de los fabricantes de autómatas. Nadie sabe si lo logró.

—¿Dónde lo puedo encontrar?

—Me dijeron que hay, en una calle oscura de la ciudad, no muy lejos de aquí, un artesano capaz de reparar relojes con figuras, y devolverle a cada muñeco el movimiento exacto. Si me compra algo, quizás le diga el nombre de la calle.

Pregunté los precios, pero todos eran excesivos, en especial porque no me interesaba nada que tuviera que ver con el tema. Pero la señora Buzot finalmente sacó de una bolsa de tela un pequeño libro con un reloj en la portada, y me pidió un precio razonable.

Cuando pagué, la relojera se acercó a mi oído y pronunció el nombre de la calle. Mientras la oía, volvía las hojas del librito: en cada página había el dibujo de un reloj, de tal manera que al pasar a velocidad las hojas se tenía la impresión de que las agujas se movían.

A mi alrededor no había nadie; los relojeros habían abandonado el lugar como si hubieran advertido en el tañido de campanas distantes un reclamo de urgencia.

Con el pequeño libro en mi bolsillo y el nombre de la calle en mi memoria, fui, al igual que todas las tardes impares, a la casa Siccard. Como aumentaba mi destreza, buscaba demorar el instante en que mi voluble condición de espía me obligara a abandonar el trabajo. El pulso ya no me temblaba y había aprendido a modificar ligeramente mi cursiva, para adaptarla a la inestabilidad de la piel. A las mensajeras, que eran cuatro, les gustaba recibir algo de conversación mientras aguardaban la terminación del mensaje. También les agradaba contar los viajes que hacían, ya que a veces eran enviadas lejos de la ciudad y no volvían durante semanas. Al principio había respondido sólo con monosílabos, mientras intentaba olvidar que aquello que estaba bajo mi pluma era una mujer. Pero después las intrigué, las entretuve y finalmente las aburrí con mis conocimientos sobre la historia de la caligrafía. A veces creo que esos fueron mis mejores trabajos; aquellas letras que se perdieron entre las sábanas, con el agua y el jabón, o bajo la lluvia repentina.

Sólo Mathilde, la primera mensajera que me había tocado, seguía amenazando mi caligrafía. Envidiaba a aquellos caballeros a los que estaba destinada, que la veían desvestirse y luego leían, junto al fuego, bien tarde, el mensaje; yo pasaba mucho más tiempo con ella que aquellos señores, pero el hecho de no ser el destinatario la alejaba de mí.

Dussel, un calígrafo de Leipzig, estaba más obsesionado que yo con Mathilde. Había huido de su ciudad, donde lo buscaban por la destrucción de una imprenta. Dussel había pertenecido a la secta de los Martillos de Dios, que atacaban las imprentas por creer que estas aplazarían por siempre el encuentro del hombre con el lenguaje natural, anterior a Babel. Veían en la letra impresa la verdadera torre de Babel y trazaban, a partir de cálculos incomprensibles para quienes no fueran ellos mismos, una serie de semejanzas entre los tipos de plomo y los elementos que la Biblia establecía como materiales de la torre.

La desnudez de Mathilde lo trastornaba más que a mí, porque Dussel pretendía ser un hombre puro, y a mí la pureza me tenía sin cuidado. Mathilde se entretenía con ese poder y a través de su conversación intentaba desviarlo de sus letras uniformes. Pese a la crispación con la que escribía (y que a veces lo dejaba inconsciente luego de un trabajo), nunca cometió un error.

Dussel evitaba hacer la inscripción en las zonas más secretas de la mujer y para ello concentraba las letras de manera de terminar antes de que el trabajo alcanzara un grado de indecencia intolerable. Mathilde ejecutaba delicados movimientos para obligarlo a ocupar más espacio; pero el calígrafo se las arreglaba para no profanar los límites que él mismo se había marcado. Desde el gabinete contiguo oía el desafío de Mathilde de comprometerlo con un encargo mayor: transcribir en su cuerpo el Nuevo Testamento, que era el único libro que había en los gabinetes, y que el joven Siccard dejaba allí para que las mensajeras tuvieran algo edificante que leer mientras cumplían con su labor.

Aristide Siccard confiaba en él y le pagaba el doble que a mí, a pesar de que no era mejor que yo. Creía que la desdicha era sensatez, la obsesión responsabilidad, y la amargura virtud.