TOULOUSE

Había estado ansioso por llegar, pero ahora que las ruedas, a punto de dar un último giro y abandonar el eje, marcaban con vacilante caligrafía la ruta a Toulouse, sentí esa mezcla de cansancio e inquietud que aborda al viajero al entrar en una ciudad desconocida.

Entregamos el último ataúd en la Calle de los Ciegos. Era la casa del señor Girard, un fabricante de juguetes que exhibía sobre una larga mesa caballos de madera pintados de azul, rompecabezas con la imagen de planos de ciudades, muñecas de porcelana y ejércitos de soldados de plomo que parecían volver de una derrota, desarbolados, hambrientos y con la bandera hecha jirones.

—¿Es su hija? —pregunté.

—El Correo nocturno tiene fama de no hacer preguntas —contestó Girard.

—Cierto, señor —dijo Servin, preocupado por que mi curiosidad podía disminuir o anular la propina—. Le pido que lo disculpe. El joven Dalessius es nuevo en el oficio.

El dueño de casa nos dio unas monedas a cada uno, pero Servin me las arrebató.

—Que te baste con haber viajado gratis —dijo por lo bajo.

Le preguntó al fabricante de juguetes si quería que dejáramos el ataúd en otro lugar de la casa.

—Ahí está bien —dijo Girard, impaciente por que nos fuéramos. Como ya no corríamos el riesgo de perder la propina, pregunté de qué había muerto.

—Comió una manzana envenenada —Girard ya nos empujaba hacia la puerta.

Salimos a la calle y allí mismo Servin se despidió de mí. Lo esperaba un encargo en las afueras de la ciudad. Me tendió la mano, y en la mano había una moneda. Me dijo que me cuidara, y que si me preguntaban quién me había enviado, respondiera cualquier cosa, que era emisario del demonio o de los hugonotes, pero que por ninguna razón dijera la verdad.

Encontré una pensión cerca del mercado y tomé un cuarto. Tuve que pagar dos noches por adelantado.

—¿Viene por las fiestas? —preguntó el dueño, un hombre con la cara marcada por enfermedades y heridas. Le faltaban tres dedos en la mano derecha.

—No. ¿Hay una fiesta esta noche?

—Empiezan dentro de unos días.

—¿Y qué se celebra?

—La jornada en que el pueblo de Toulouse tuvo el valor de librarse de cuatro mil hugonotes. Se cumplen doscientos años.

—¿Los echaron?

—Al otro mundo. Nunca verá, señor, unos fuegos de artificio que suban tan alto; dicen que en China no los hay mejores. Hace quince años perdí tres dedos porque estuve entre los encargados de encender los fuegos. Y no crea que me arrepiento. Apenas fui herido, pensé: a otros les toca oler la pólvora y ser despedazados en los campos de batalla; a mí me toca ser un héroe aquí. Volvería a hacerlo, sobre todo ahora, con los Calas como invitados. Todo un año de aburrimiento junto al fuego y de saludos a los pasajeros que llegan y se van; todo un año de espera para ver como el mundo estalla. Cuando la fecha se acerca, vuelvo a sentir a mis dedos perdidos.

A la noche me asomé a la ventana de mi cuarto y vi a cinco hombres vestidos de blanco, con capuchas sobre las cabezas, que llevaban una imagen de Cristo. Voltaire me había advertido: Cuídese de los penitentes blancos. Las ventanas se abrían a su paso para dejar caer flores marchitas sobre las capuchas de lino.