LA PASAJERA

El viejo cochero, Servin, venía esta vez del otro lado de la frontera suiza. Transportaba a un matrimonio de Avignon que había muerto en una avalancha en las montañas. La tragedia había ocurrido diez años antes, pero el descubrimiento de los cuerpos había sido reciente. Los acompañaba un tercer ataúd, cuyo contenido no me preocupé por averiguar.

A las tres horas de viaje empezó a llover. Al frente todo era sombra y árboles negros. Le pregunté a Servin, a los gritos, si no quería que lo reemplazara, pero no me respondió; tomó un trago más de su botella y azuzó los caballos, indiferente a la tormenta.

Servin me ordenó que descansara en el interior del coche, para que después pudiera reemplazarlo. Un pequeño catre de hierro colgaba de unas cadenas sobre los tres ataúdes. Trepé al catre, me acomodé sobre una manta y me tapé con otra. Pude dormir algunos minutos, a pesar de que la cama colgante se balanceaba enloquecida y las cadenas chirriaban. Un brusco movimiento me despertó de un sueño en el que yo debía conducir hasta un lugar remoto el cadáver de Voltaire. Segundos después una sacudida violenta me hizo volar por los aires y me arrojó sobre el tercer ataúd.

Como si alguien hubiera respondido a los golpes, el postigo se abrió. Me asomé a mirar, con la intermitente ayuda de los relámpagos, al tercer pasajero. Tenía la misma curiosidad que me llevaba, en la niñez, junto a los ahorcados, para mirar la lengua azul, las plantas de los pies marcadas a navaja con signos desconocidos, la labor paciente de las viejas supersticiosas del pueblo que arrancaban uñas y dientes. Ya me imaginaba el maquillaje indecoroso, cuando descubrí a la mujer. Había sido hermosa y nada había cambiado; aquellos rasgos no hablaban de la muerte, sino de un hechizo. Por una puerta secreta yo había entrado en un cuento.

A los gritos hice que Servin detuviera el coche. Esperé que la tormenta nos regalara otro relámpago. El cochero no se inmutó.

—A veces el clima seco guarda los cuerpos intactos.

—¿Puede llamarse clima seco a esta lluvia?

—Quizás la embalsamaron según los métodos egipcios. Dicen que hay en Ginebra compañías funerarias que untan los cuerpos con grasa de animal y reemplazan los órganos con aserrín de cedro.

Quise retenerlo para compartir con él el misterio, pero Servin volvió a las riendas, ajeno a la maldición de la curiosidad, que nos lleva a buscar respuestas y a encontrar problemas.

Escondimos el coche detrás de unos árboles y pasamos la noche en una posada sin decir a la dueña cuál era nuestro cargamento. De otra manera no nos hubiera recibido, ya que en general no se aceptaba como huéspedes a sepultureros, cocheros del Correo nocturno o verdugos. Seguía lloviendo y había una gotera sobre mi cama. Me cambiaba de sitio, pero la gotera me perseguía, recordándome que había un misterio por resolver.

Me descolgué por una ventana cuidando de no despertar al cochero y abrí la puerta de la carroza. Llevaba conmigo una lámpara con la que alumbré largo rato la cara detrás del vidrio. Cuanto más cerca estaba la luz, más oscuro era todo. La mujer tenía los labios apretados, como a punto de decir un secreto. No había métodos egipcios capaces de tal perfección.

A la mañana Servin me encontró dormido sobre el ataúd y me despertó con un golpe en la cabeza.

—Voy a hablar con el mariscal. Lo único que faltaba: que te enamorases de una pasajera. Te ocuparás de los caballos hasta Avignon.

Dejé que los caballos me llevaran a mí, porque parecían más sabios, con esos ligeros movimientos de cabeza, a un lado y a otro, como si aceptaran con filosofía las contradicciones del mundo. Empecé a hablarles y creí que me entendían, porque a veces levantaban la cabeza, asintiendo a mis razones.

Había dejado de llover cuando Servin me relevó. No me animaba a decirle que había equivocado el camino, pero el cochero, apenas echó una mirada al bosque que nos rodeaba, hizo volver a los caballos sobre lo andado. Encontró la ruta hacia Avignon, entregó los dos cuerpos embalados en los Alpes y cobró una inmensa propina, de la que me entregó menos de una décima parte. Prometió que cuando llegáramos a Toulouse ganaría alguna moneda más.

Cuando pasábamos por medio de un pueblo para abastecernos de comida, los pobladores cerraban las ventanas y cruzaban los dedos; el paso del Correo nocturno era señal de mal agüero. En dos pueblos nos impidieron el paso y nos obligaron a un desvío. Quise convencer a Servin de que quitara los crespones negros y las imágenes alegóricas talladas en madera que decoraban la carroza. Sin símbolos, el coche parecería un transporte común. Pero Servin se negaba:

—El mariscal de Dalessius se ocupa personalmente de la decoración de cada coche y no acepta ningún cambio. Quiere que nos reconozcan desde lejos. Los rodeos y las demoras no deben importarnos. Como él dice: un desvío del camino también es un camino.