LA RELIQUIA

Llegué a este puerto con poco equipaje: cuatro camisas, mis instrumentos de caligrafía y un corazón en un frasco de vidrio. Las camisas estaban remendadas y con manchas de tinta, a mis plumas las había arruinado el aire del mar. El corazón, en cambio, lucía intacto, indiferente al viaje, a las tormentas, a la humedad del camarote. Los corazones sólo se gastan en vida; después, ya nada les hace daño.

Muchas reliquias filosóficas recorren hoy Europa, en su mayoría tan falsas como los huesos que guardan las iglesias. En el pasado los santos eran los protagonistas absolutos de esta superstición. Pero ¿quién se pelearía hoy por una costilla, un dedo o el corazón de un santo? Huesos y calaveras de filósofos, en cambio, valen una fortuna.

Si algún coleccionista incauto menciona a cualquier anticuario de París el nombre de Voltaire, será conducido a un cuarto en el fondo de la casa donde le mostrarán en el mayor secreto un corazón parecido a una piedra, encerrado en una jaula de oro o en una urna de mármol. Le pedirán una fortuna, en nombre de la filosofía. Un lujo fúnebre e inútil rodea a los corazones falsos, mientras el verdadero está aquí, sobre la mesa, mientras escribo. La única riqueza que puedo ofrecerle es la luz de la tarde.

Vivo en un cuarto estrecho, cuyas paredes se desmoronan un poco cada día. Las tablas del piso están flojas y algunas pueden levantarse con facilidad. Cuando a la mañana me voy a trabajar, guardo en ese hueco el frasco de vidrio, envuelto en un paño raído de terciopelo rojo.

Llegué a este puerto huyendo de todos aquellos que habían visto en nuestro oficio una rémora del antiguo régimen. En la Convención había que gritar, y nosotros, los calígrafos, sólo habíamos aprendido a defendernos por escrito. A pesar de que hubo quien propuso que se nos cortase la mano derecha, triunfó la solución igualitaria, que limitaba el corte a la cabeza.

Mis colegas no levantaron la vista de sus escritos ni se preocuparon por entender qué decían los gritos que se oían a lo lejos. Continuaron transcribiendo con paciencia los textos que les habían encargado funcionarios ya decapitados. A veces, como advertencia o amenaza, les pasaban por debajo de la puerta una lista borrosa de condenados, y ellos la transcribían sin notar su propio nombre perdido entre los otros.

Pude escapar porque los años previos me habían enseñado a levantar la vista del papel. Me había inventado otro nombre y otra profesión, y había falsificado los documentos, para poder atravesar los puestos de control entre distrito y distrito, entre ciudad y ciudad. Escapé a España, pero era tal mi impulso de fugitivo que no me detuve y quise llegar más lejos. Embarqué en la única nave que me aceptó, con mi poco dinero y mis andrajos. Nunca había subido a un barco en mi vida, quizás por el recuerdo de mis padres, que habían muerto en un naufragio. En la cabina de mando completé el precio de mi pasaje tomando el dictado del capitán, que debía enfrentar una gran correspondencia de mujeres y acreedores. Al redactar esas cartas y corregir mis errores, terminé de aprender el español.

El viaje era largo, la nave tocó puerto tras puerto, y no me decidía a bajar en ninguno. Miraba las construcciones de la costa esperando una señal que me dijera que ahí estaba mi lugar. Pero sólo una señal estaba preparado para entender: aquella que dice que más allá no hay nada. Esta ciudad era el último puerto antes del regreso.

Aquí vienen los que llegan por error, los que empiezan por huir de un peligro o un gobierno, y terminan por escapar del mundo. Cuando los botes me acercaron a la orilla, pensé que mi vida en el oficio se había acabado y que nunca volvería a encontrar una gota de tinta. ¿Quién podría necesitar un calígrafo en estas calles oscuras y llenas de barro? Me equivoqué también en esto: pronto descubrí que había un culto profundo a la palabra escrita, aún mayor que en las ciudades europeas. Aman las órdenes selladas y firmadas, los papeles que pasan de mano en mano convocando otros papeles, los encargos minuciosos que se hacen a Europa, la lista de las cosas arruinadas durante el viaje. Todo está sellado, y con grandes firmas llenas de arabescos, y es debidamente archivado en muebles que tragan en su desorden a los documentos para siempre.

En el cabildo, en una oficina helada, transcribo todas las mañanas documentos oficiales y sentencias de la justicia. Los funcionarios mencionan a menudo el nombre de Voltaire, pero si yo dijera que trabajé para él, no me creerían. Dan por sentado que todo lo que arriba a esta orilla es falso, o no tiene importancia.

El viento entra en mi habitación y mueve todas las cosas. Pongo el corazón sobre mis papeles, para que el viento no los haga volar.