LA CAMPANA DE BRONCE

Frente a la puerta un guardián alto esperaba, sin decir palabra, alguna clase de contraseña que tardé unos segundos en adivinar. Le mostré el dinero que llevaba.

—¿Es suficiente para la mujer de la última ventana?

No respondió, pero se apartó para dejarme pasar.

En un salón, sentados sobre gastados sillones de terciopelo rojo, cinco hombres esperaban que cuartos y mujeres quedaran desocupados. Estaban disfrazados con máscaras de perros, de conejos y de osos. Permanecían en la oscuridad, retraídos como monjes, y no había en su actitud concupiscencia alguna: aburrimiento, timidez quizás, algún remedo de dignidad. Durante el carnaval, los disfrazados encuentran placer en esconder el rostro y mostrar la máscara; mis compañeros de espera parecían querer esconder también la máscara, como si ésta revelara, a través del animal elegido, una fracción de su identidad. Me dieron una máscara de oso y me hicieron esperar en un rincón.

Cada tanto bajaba al salón de espera un enano que hacía sonar una campana de bronce en la cara del elegido, para llevarlo después escaleras arriba. La pequeña campana era una réplica exacta de la que adornaba el frente del edificio. Todos estaban pendientes de los pasos del enano, quien, consciente de ese interés, hacía oír las botas contra las escaleras de roble. La campana sonaba apagada, como si estuviera bajo el mar.

Me había empezado a dormir cuando el tañido de la campana me despertó y vi frente a mí la cara blanca del enano. Subimos varios tramos de escaleras hasta la última habitación. El guía me obligó a dejar en una bolsa de cuero todo el dinero que llevaba. Luego me hizo pasar y cerró la puerta a mis espaldas.

Vi primero un biombo, donde había formas confusas que eran dragones o mujeres, según la orientación de la luz. Pasé del otro lado y vi una cama grande y a la mujer tendida, cubierta con una sábana de escamas doradas y negras que sólo dejaba ver la cara. Estaba con los ojos abiertos, y salía de ella un frío de hielo que conquistaba la habitación. También ella, como las figuras del biombo, podía tomar forma de mujer o de dragón, según el capricho de la luz.

Dije lo que había venido a decir: la verdad. Era, como toda verdad, una forma de despedida:

—No sé cómo es que está viva, no sé si tiene una hermana idéntica o si es un hechizo o si enloquecí. Pero pronto, quizás hoy mismo, los penitentes blancos van a venir a matarla. Si viene conmigo, si acepta mi confianza, puede salvarse.

Hizo un leve gesto con la mano, nunca supe si de aceptación o pesar. Entonces oí, desde abajo, el primer golpe, luego un disparo y el grito de una mujer. La fuerza oscura invadía una habitación tras otra, y en cada una cosechaba golpes y estampidos.

Entró el enano, más diminuto ahora que el peso del mundo lo aplastaba. Lo que hizo fue incomprensible: metió los dedos en la boca de la mujer, como si hubiera escondido un tesoro en su garganta.

—Están degollando a todas las mujeres, para ver si tienen sangre. Ayúdeme a llevarla por la salida secreta, aquí, detrás del biombo.

Pero ya era tarde: un encapuchado, con la tela blanca manchada de sangre, cruzaba el umbral. El enano lo empujó y se fueron juntos hacia abajo. Oí el ruido de la campana, repicando en los escalones, llamando en vano a los caballeros perdidos.

Otros dos hombres, también vestidos de blanco y de sangre, anularon todo posible plan de fuga. Me golpearon sin interés, con los ojos fijos en su presa. Después los vi arrancar a la mujer de la cama. El cuerpo, ahora desnudo, era perfecto y frío; no alentaba el deseo sino el asombro. Nuestros enemigos se quedaron unos segundos en silencio, como si la visión les hubiera hecho olvidar lo que habían venido a hacer. Uno de ellos recordó, y su daga abrió de un corte la garganta. Pero fue como si el crimen ocurriera en un sueño, porque el tajo estaba vacío de sangre; apenas un dibujo en la página en blanco del cuello.

—Esta es —dijo uno de los penitentes.

La llevaron sobre los hombros. Ella viajaba con los brazos abiertos. Con su ademán de estatua se despedía de todo.

Quise seguirlos, pero un bulto oscuro me habló, en el fondo de la escalera.

—No salga a la calle. Ella tiene bajo la lengua un mecanismo secreto para que nadie la pueda robar. Ya lo puse en marcha.

No le hice caso y salí detrás del coche que tiraban caballos invisibles. Corrí algunos metros, sólo para oír el ruido cada vez más lejano y después, el silencio. Entonces, cuando todo parecía haber terminado, oí la explosión. Segundos después un caballo en llamas vino galopando hacia mí. Pude hacerme a un lado y el caballo continuó hasta derrumbarse en las escalinatas de la catedral.

Seguí el rastro del humo y de los gritos. La catástrofe había dejado una estela de tizones encendidos y piezas de metal. Uno de los encapuchados todavía vivía, y pedía agua. Los otros estaban despedazados.

Volví hacia la Casa de la Campana. En la calle las sobrevivientes lloraban a las degolladas. A su alrededor habían quedado las máscaras de perros, de conejos y de osos sembradas por los fugitivos. El enano, inmóvil y fuera de sí, tocaba sin interrupción la campana fúnebre, invitando a la ceremonia final que nunca empezaría. El ruido me persiguió a través de las calles y las horas que le quedaban a la noche.