SILAS DAREL
Cruzamos el patio central, donde crecían plantas espinosas cuyas hojas azules servían para el ejercicio caligráfico. En el centro del patio había dos profundos estanques de mármol negro. En sus aguas se movían esturiones, calamares y alguna especie de pez que brillaba desde el fondo: todos destinados a producir tintas para los dominicos. El guardián de las llaves y el falso ciego me llevaban sin prisa por patios y escaleras.
Entramos a la sala de caligrafía. En la biblioteca había libros enormes como ataúdes. En muebles y anaqueles se extendía una colección de frascos y plumas como jamás había visto. Los olores de las tintas se mezclaban en el aire encerrado. Advertí, entre los frascos en forma de torre, de estrella, de cruz, un cráneo humano que servía de tintero. Había plumas tan enormes que costaba imaginar el ave de la que habían sido arrancadas. Los dos guardias que me habían traído se apartaron, dejándome en una aparente libertad. Miré a todos lados en busca de Darel, hasta que advertí un pequeño gabinete. Para entrar había que bajar unos escalones y agachar la cabeza.
Darel escribía sin mirarme. Sus manos eran tan blancas y finas que un movimiento brusco podía romperlas. Las largas uñas parecían láminas de mármol. Se concentraba en cada rasgo, que marcaba con lentitud y fuerza, y así daba a las palabras un carácter definitivo. Ese carácter se enfrentaba con la leve sombra de sus manos contra el papel. Era también alguna clase de escritura y señalaba: por cada palabra que queda, cuántas otras que desaparecen.
Su silencio construía una muralla de cristal a su alrededor. He oído que la atención es una forma de rezo; de ser así, ese hombre oraba. La luz que entraba por un pequeño ventanal atravesó un tintero veneciano lleno de sangre.
Traté de mirar qué era lo que escribía, buscando mi nombre entre las palabras rojas. A mis espaldas llegó la respuesta.
—Escribe nuestra historia —dijo el abad, que había entrado sin que yo lo advirtiera—. Pero no está atado a la norma que acatan los historiadores: esperar que las cosas hayan sucedido. Ya terminó de escribir el pasado, ahora se ocupa de lo que pasará. Nuestros enemigos tienen la Enciclopedia y la voluntad de aclarar todas las cosas; nosotros tenemos la caligrafía y el deber de convertir al mundo en un enigma.
Se oyó el tañido de campanas que parecían sonar muy lejos. El abad abrió un pliego de papel frente a mí.
—Quiero que escriba su confesión. Quién lo envió y por qué. Cada palabra debe ser verdadera. El maestro calígrafo no oye, sólo ve: es capaz de reconocer la vacilación de la mentira en el trazo. Si eso ocurriera, su pluma se hundirá en su garganta antes de que note el movimiento. Lamento no quedarme a ver el examen, me esperan los enviados de Roma.
Un pequeño tintero quedó abierto ante mí y una pluma fue puesta en mi mano. El abad apuró sus pasos hacia la puerta, custodiada por el hombre de las llaves. El otro guardián había desaparecido. Darel sacó de un cajón una aguzada pluma, tan afilada que rasgaría el papel con sólo rozarlo.
Con lentitud, escribí lentamente la verdad. Me preguntaba de quién sería la sangre que me servía de tinta. Demoré el nombre de Voltaire: Darel, que no leía el papel, sino sólo el trazo, algo advirtió, porque me atacó con su pluma, y me hirió en la cara. El dolor me obligó a detenerme. Busqué un pañuelo y al llevarlo a la mejilla quedó impreso en él un extraño signo.
No quería que la herida se repitiera. ¿Qué podía ser absolutamente verdadero, como para que Darel no volviera a atacarme? Recordé cómo repetíamos su nombre, en secreto, en los claustros de la escuela de Vidorso. Había llegado por fin a la leyenda, y la leyenda estaba por matarme. Anoté con lentitud, con la misma lentitud del autómata, el texto que en el mismo momento trazaba el obispo, ante los ojos de Roma:
No busquen en estas manos al obispo…