CINCEL Y MARTILLO
En el estudio de Mattioli había dos estatuas. Una repetía los rasgos de Clarissa; la otra estaba cubierta por un lienzo gris. Mattioli se había derrumbado sobre una silla; una camisa remendada aumentaba la derrota de sus gestos. Kolm sostenía el cincel y el martillo a la altura de los hombros de la estatua, y daba ligeros golpes, que sacaban al mármol astillas y polvo.
—¿Dónde está?
—Trabajó para mí, pero se fue sin avisarme.
Kolm dio un nuevo golpe, esta vez más fuerte. Había comenzado a trabajar en los bordes del bloque, pero ahora se acercaba al rostro ya definido de la estatua.
—Jamás hice algo como esa cabeza. La muchacha se fue, y lo único que tengo de ella es lo que está allí.
Kolm parecía haber olvidado que el motivo de su trabajo era la amenaza, y se había entusiasmado con las herramientas. Me asustaba un poco, pero decidí aprovechar el miedo que despertaba el verdugo:
—Dicen que en cada bloque de mármol hay un punto secreto del que depende la vida de la piedra. Si se golpea allí, la piedra se parte. ¿Cuánto tardará mi amigo en encontrarlo?
Kolm dirigió el golpe hacia el invisible corazón de la estatua. Me sobresalté, pensando que esta vez la ejecución sería completa. Mattioli no se inmutó. Habló con ese aire de sensatez que conservan quienes han ganado o perdido todo.
—Tuve muchas modelos, pero ninguna estaba lo bastante quieta. Esas manos que se levantaban para espantar una mosca, esos ojos que buscaban quien sabe qué en la ventana. El aburrimiento, los nervios, el cansancio. Ellas creían que estaban quietas, pero yo notaba la danza silenciosa, primero el pie, luego el codo, y, cuando la desnudez las perturbaba, la respiración agitada o los latidos fuera de compás. Pero entonces la encontré, en el sótano de la academia, mezclada entre las otras. Mis colegas, esos muertos de hambre, no la vieron, porque no saben mirar. Durante años había estado buscándola, y hasta escribí un libro para celebrar su ausencia. Y de pronto apareció.
También nosotros habíamos buscado a Clarissa, recorriendo toda la casa, aun el sótano y el altillo. Era una construcción difícil de atravesar, porque no solamente bloqueaban el camino las pinturas y las esculturas sin terminar sino también instrumentos a través de los cuales Mattioli había perseguido su ideal de quietud. A medida que se prolongaba nuestro trabajo, el artista, con cierto orgullo, nos explicaba la naturaleza de su colección. Había cajas de música cuya melodía provocaba una breve inmovilidad, una silla provista de ataduras y soportes de metal, frascos con drogas narcóticas que estuvieron a punto de hacernos abandonar la búsqueda, porque la mezcla de su ponzoña formaba una nube que dominaba el altillo. En un rincón encontramos una armadura hecha con listones de hierro, que dejaban ver parcelas de la víctima. Aguijones de bronce ubicados en los sitios más dolorosos aseguraban la inmovilidad.
Sólo me quedaba un sitio por mirar. Avancé hacia la segunda estatua y arranqué el lienzo gris que la cubría. Kolm había dado antes una mirada, pero la había confundido con una estatua de verdad. Clarissa posaba como antes, pero ahora sin la lanza ni el casco dorado. Besé los labios fríos y al hacerlo, me molestó su desnudez librada a la mirada de los otros. Detrás de un biombo, entre caballetes y lienzos enrollados, había ropa que tal vez le pertenecía, y la vestí en silencio. Cuando despertó miró a su alrededor, como si no supiera dónde estaba y esperé que su memoria terminara de ordenar el cuarto.
Clarissa se acercó a la estatua interrumpida y le pasó los dedos por la cara.
—Mattioli, ¿hice bien mi trabajo?
—Nadie lo hizo nunca mejor. Pero ahora quedará sin terminar.
—Entonces será igual a mí. Yo también estoy sin terminar.
No encontré ropa de abrigo y la cubrí con mi capa. Así salimos de la casa de Mattioli. En algún punto del camino Kolm se perdió sin decir palabra. Quizás me habló para despedirse, pero yo sólo miraba a Clarissa. Un coche nos llevó a la Academia. Dimos un rodeo, por si Mattioli había decidido seguirnos.
Tuve que golpear varias veces hasta que la puerta se abrió. Había arrancado a Arsit del sueño, y el pintor niño me miraba sin reconocerme.
—Arsit, ésta es la amiga de la que le hablé. Debe cuidarla hasta que su padre, el señor Laghi, venga a buscarla.
Puse sobre la mesa el dinero que habíamos pactado esa misma tarde. Podría haber estafado a Arsit, porque parecía ignorar totalmente el valor del dinero, pero me compadecí del pintor niño.
—Aprovecharé para hablarle de arte. Le contaré la historia de cada estatua. No cobraré nada por eso.
Clarissa ya había despertado.
—¿Por qué me trajo aquí?
—No debe salir hasta que llegue su padre. Los hombres del abad los estarán buscando.
—¿Por qué? ¿Qué hizo mi padre?
—Nada todavía, pero pronto lo hará.
—Pensaba que alguna vez me rescataría de las manos de mi padre para dejarme escapar. Y en lugar de eso, ahora me entrega a él. ¿A esto lo llama amor?
A nuestro alrededor el coro de estatuas se agigantaba y parecía dirigir hacia mí un murmullo de reprobación. Dedos y espadas me señalaban. Arsit, en silencio, fruncía la frente, como si tuviera la obligación de mostrar cierta indignación hacia mí, pero a la vez sin ganas de participar del todo, con ese fastidio que provocan en los niños los incomprensibles problemas de los adultos.
Clarissa se perdió entre las estatuas, muda, como si conociera el sitio, como si regresara al país natal.
Arsit me miró con los ojos grandes, un poco agobiado por la responsabilidad. Contó o fingió contar el dinero y después, como si aceptara su condición de rey de todo ese mundo subterráneo, me ordenó con un gesto que me marchara.