LA PUERTA CERRADA
Los cien ejemplares del impresor Hesdin se agotaron rápidamente entre los libreros del Pont-Neuf. Tenían éstos su colonia de lectores obsesivos que iban en busca de palabras prohibidas. El mayor prestigio era el resplandor de las llamas, que aumentaba el secreto y el precio. La mayoría de estos lectores eran espías, pagados por la Iglesia o la policía para adueñarse de los textos e investigarlos. Inclusive los lectores inocentes querían pasar a formar parte de estas filas, porque eso les aseguraba un ingreso irrestricto a los libros, y dinero para comprarlos. A cambio, debían de vez en cuando anotar algún título en el índex.
Desde la aparición de la Enciclopedia el número de estos agentes encubiertos había aumentado. Eran los primeros en abalanzarse sobre toda novedad y disputarse los ejemplares. No se conocían entre sí: cada uno se creía el único espía en un mundo de inocentes. Había lectores formados en la criptografía de Athanasius Kircher que eran capaces de leer toda clave secreta; otros interpretaban los papeles en términos de alegoría política, y a los más inteligentes y sutiles, preparados para llegar, a través de las complejidades del intelecto, a la inocencia, se les encargaba el significado literal. Siguiera un método u otro, cada intérprete acababa por dar con una verdad oculta.
Los jesuitas habían llegado a dominar la interpretación literal, que era por cierto la más ardua. Confiados en que un ataque contra los dominicos podía mejorar su posición, difundieron su versión de El mensaje del arzobispo. En ese momento yo no estaba enterado del recorrido que había seguido el relato que me había tocado transcribir, y creía que había sido tragado como tantos libros que se imprimían cada día en París. Brillaban durante una conversación o una fiesta, y luego desaparecían sin necesidad de hogueras.
Pasé frente a la Posada del Pez sin entrar hasta estar seguro de que nadie me esperaba. A esa hora, si Von Knepper había cumplido su palabra, el otro mensaje, esa breve confesión, ya estaba grabado en una lámina de metal y había conquistado la memoria del autómata. Di un rodeo y no tardé en descubrir a uno de los guardianes del abad, que mentía una ceguera y extendía su mano de dedos largos y amarillos a los transeúntes que trataban de evitarlo. Cansado de esperarme, se tomaba tan en serio su disfraz, que murmuraba quien sabe qué amenaza al oído de los caminantes, tanteándolos con su bastón. En el extremo había una hoja afilada, que estimulaba la caridad. Como espía era un fracaso, pero como mendigo un éxito, y las horas de espera le habían llenado los bolsillos. Me alejé con los ojos cerrados, como hacen los niños para evitar ser vistos. Durante el resto del día caminé por la ciudad, sin saber dónde pasar la noche que se acercaba, la noche que ya había llegado, la noche que estaba por terminar.
A la madrugada, mis pasos me llevaron, casi sin que me lo propusiera, a la Facultad de Medicina. Tal vez Kolm estuviera todavía allí, probando la máquina. La puerta de reja estaba abierta; al enfrentar el largo pasillo desierto me llegó desde lejos un ruido de llaves. Tanto temía ese ruido, que atribuí la sensación de peligro a mi imaginación.
La puerta de la sala donde Kolm buscaba la máquina perfecta estaba cerrada, pero no faltarían llaves para abrirla. Signac, acompañado del falso ciego, estaba a mi lado. Sostenía una lámpara sobre mi cabeza, mientras su compañero acercaba a mi garganta la punta de su bastón.
—A lo largo de la vida, abrimos y cerramos puertas, sin darnos cuenta de las consecuencias —dijo Signac—. Es como en los cuentos: una puerta lleva al tesoro y otra a la boca del dragón.
Signac me tendió una llave. Sabía que algo horrible iba a suceder apenas abriera la puerta. Recordé la historia de los siracusanos: tal vez ahora estaba frente a la habitación donde me esperaba el verdugo.
La cerradura giró con docilidad. Para empujar la puerta debí hacer algo de fuerza, ya que entre hoja y marco se interponía el cabo de una cuerda. Al fin la puerta cedió y la cuerda quedó libre.
Oí el susurro de la cuchilla y luego el golpe. No sé si Kolm había llegado a probar la máquina en algún cuerpo de la Escuela de Medicina, pero esa vez todo funcionó a la perfección. La hoja se deslizó por los rieles aceitados y el corte fue limpio. La cabeza cayó sobre el piso de madera y llegó rodando hasta mis pies. Kolm tenía todavía los ojos abiertos.
Signac levantó la lámpara y pude ver que la máquina lucía exactamente igual al grabado de la Halifax. El cuerpo estaba amarrado a un largo banco. El cabello y el cuello de la camisa habían sido cortados para facilitar el trabajo de la cuchilla. Aún tenía en la mano la llave que me había convertido en verdugo del verdugo.
—¿Sabe qué dijo Kolm, mientras le explicaba mi plan? —Signac, con un empujón, me obligó a marchar por el pasillo—. Ahora cualquiera puede ser verdugo.
Respiré con alivio por escapar de la habitación ensangrentada. El falso ciego caminaba delante. El hombre de las llaves iba detrás, cerrando las puertas que encontraba a su paso.