PRIMERAS LETRAS
Cuando murieron mis padres en el naufragio del Retz quedé a cargo de mi tío, el mariscal de Dalessius. Mi tío me preguntó qué sabía hacer, y le mostré unas hojas donde había jugado a inventar alfabetos. En una página las letras eran ramas de árbol, que insinuaban hojas y espinas; en otra lámina eran edificios y palacios orientales, y en una tercera —la más complicada— las letras se resignaban a ser letras. Mi tío estaba a la espera de una señal que le indicara cómo librarse de mí, y esos alfabetos lo ayudaron. Me envió a la Escuela de Caligrafía del señor de Vidors, que había contado entre sus alumnos al oscuro Silas Darel.
Pronto comenzaron los problemas con las autoridades, porque no me bastaba con escribir, quería inventar plumas y tintas, fundar de nuevo nuestro arte. La caligrafía agonizaba, condenada por la ausencia de maestros, sitiada por la imprenta, reducida a batallones y hombres aislados. En los libros de Historia buscaba héroes a quien pudiera considerar calígrafos, pero sólo eran héroes quienes nunca escribían.
Los más inquietos, los que buscábamos seguir el camino de Silas Darel, explorábamos en donde podíamos, desde los viejos manuales escolares hasta anónimos tratados de criptografía. Era un oficio tan muerto que nos veíamos como arqueólogos de nosotros mismos.
La sala donde se labraban los documentos estaba siempre en silencio, sólo interrumpido por el roce de las plumas contra el papel; ruido que era, del silencio, su metáfora. Era un largo salón con ventanales a los costados, que las autoridades ordenaban mantener siempre abiertos, aún en invierno, porque afirmaban que una habitación bien aireada era la primera condición para una buena letra. Por las aberturas entraba tierra, ramitas y hojas de pino que mis compañeros apartaban con molestia, pero que yo dejaba sobre la hoja, porque creía que en el proceso de transcripción había que respetar las huellas de las circunstancias. Todos, excepto unos pocos, se resignaban a los productos que compraba la escuela cada seis meses a su proveedor, un marino portugués: tinta negra que en poco tiempo perdía el color, tinta roja generosa en grumos, páginas cuyas imperfecciones hacían saltar las letras como si jugaran a la soga y plumas de ganso elegidas a ciegas.
Después de la cena y los rezos, yo experimentaba con mis propias invenciones, escondido en mi habitación o en el jardín, junto a una fuente de piedra cuya agua verde de putrefacción también me servía para escribir. Mi tinta favorita consistía en una mezcla de sangre de cerdo, alcohol y azafrán de Marte. Conseguía en el mercado el ala izquierda de los gansos negros. Arrancaba pluma por pluma para reservar una de cada quince. Una vez elegidas calentaba arena en un cuenco de cobre que luego vaciaba en una caja de madera: allí dejaba las plumas hasta que el calor las endurecía. Guardaba mi equipo en un costurero que había pertenecido a mi madre y que aún conservaba un dedal de bronce y olor a lavanda.
Cuando dejé la escuela de Vidors, mi tío me consiguió un empleo en la justicia. Era un destino natural para quienes conseguíamos el título; otros terminaban como bibliotecarios o como escribas privados de las últimas familias ilustres. Empecé a viajar con mi caja por juzgados y oficinas del gobierno. Era una época que gustaba de lo frágil y lo inútil: ya no volveré a vivir nada parecido. A un condenado a muerte, cuya sentencia me habían encargado poner sobre el papel, le mostraron antes de subir al patíbulo el manuscrito poblado de arabescos y sellos de lacre y dijo: díganle al calígrafo que agradezco el haber convertido mis crímenes en algo tan bello; mataría a diez hombres más, con tal de que vuelva a trazar algo semejante. No conocí, en mi vida, elogio mayor.
En mi habitación los frascos se mezclaban: la tinta del calamar, el veneno del escorpión, la solución de azufre, las hojas de roble y las cabezas de los lagartos. También había probado con tintas invisibles, a partir de las indicaciones de un ejemplar de De occulta caligraphia que me había vendido un librero de la Rue Admont y que estaba prohibido en la escuela de Vidors. El libro prometía tintas del color ausente del agua que se hacían visibles ante el contacto con la sangre o al ser frotadas con nieve o expuestas largas horas a la luz de una luna sin nubes. Otras recorrían el camino contrario, y del negro pasaban al gris y luego a la nada.
Mi carrera como calígrafo legal se terminó cuando redacté la sentencia de muerte de Catherine de Béza, convicta y confesa por el asesinato de su marido, el general de Béza. Cuando el general enfermó, su esposa mandó llamar al viejo médico que lo había atendido durante muchos años, y que, casi ciego, recetaba medicamentos que ya no se usaban y firmaba certificados de defunción sin mirar ni preguntar. Pero esa misma mañana el viejo doctor despertó con fiebre y envió en su reemplazo a un médico joven que tenía bajo su protección. Cuando llegó el doctor, el general ya había muerto. Unos pocos minutos le bastaron para rechazar la causa natural: miró con una lupa holandesa las uñas del cadáver y encontró restos de arsénico.
La señora de Béza fue juzgada y condenada. La llevaron al patíbulo, pero el verdugo debió detener la ejecución, porque el papel con la sentencia, unas horas antes atiborrado de inscripciones, ahora era un papel en blanco, apenas distraído por el rojo de los lacres.
Quisieron acusarme de conspiración; intenté disculparme de mi error con explicaciones que mezclaban la ciencia con la fatalidad pero de todos modos me enviaron a prisión por tres meses. Como algunos tomaron la desaparición de la sentencia como una señal divina, y la atribuyeron a la virtud de la acusada antes que a la torpeza del calígrafo, el tribunal cambió el patíbulo por la prisión.
Cuando salí de la cárcel fui a ver a mi tío. Esperaba dormir noche y día en una cama de verdad, sin el hedor del calabozo, los gritos y las ratas. Pero mi tío ya había preparado mi equipaje y el frío abrazo con que me recibió no celebraba mi retorno sino mi despedida.
—Estuve ofreciendo tus servicios mientras estabas en prisión. Envié a viejos conocidos una hoja con la breve lista de tus virtudes y otra con la larga lista de tus errores, para no quedar como mentiroso.
—¿Alguien respondió?
—Sólo recibí contestación del castillo de Ferney. Allí todo lo confunden y lo leen al revés; entendieron tus vicios como virtudes, y por eso te aceptaron de inmediato.