LA PRISIONERA

Escribí los sucesos y las sospechas de los últimos días y encargué a mi tío que hiciera llegar los escritos a Ferney. Pedía también en mi mensaje algún dinero e instrucciones: necesitaba saber que mis palabras eran oídas, y que había allá lejos una mente clara que organizaba los fragmentos y mis pasos. En las librerías de París a menudo se encontraban hojas sueltas, que los libreros guardaban en cofres, en espera de encontrar, alguna vez, el libro al que pertenecían. Se había puesto de moda encuadernar esas páginas perdidas, hasta formar un libro que hablaba a los saltos de las cosas más diversas. Así me sentía yo: recogía páginas incomprensibles, a la espera de que en un salón de Ferney, junto a una ventana, el gran lector fuera capaz de entender.

De vez en cuando corrían rumores de que Voltaire estaba en la ciudad, o de que había muerto, y yo me preguntaba si no estaría cumpliendo misiones al servicio de una causa desaparecida y a cuenta de un dinero inexistente.

Por las tardes acechaba la casa Laghi, esperando ver a Clarissa. Estaba dispuesto a probar un nuevo encuentro una vez que su padre se alejara. Pero cuando vi a Von Knepper salir apresurado de la casa, con el pequeño baúl en la mano, la curiosidad me impulsó a seguirlo.

Von Knepper caminó sin mirar atrás ni a los costados. Sus pasos eran tan gigantes que casi debía correr para alcanzarlo. Cruzamos el río, atravesamos un mercado y casi lo pierdo entre los vendedores que abandonaban el lugar hasta el día siguiente. Llegó hasta una puerta de reja y tuve que retroceder para no quedar a la vista. Habíamos llegado al cementerio. El guardián lo estaba esperando, y sin necesidad de que dijera nada le abrió las puertas. Vi a Van Knepper avanzar entre los árboles y las tumbas, hasta que las sombras se lo tragaron.

Podía elegir entre el cementerio o la casa, y preferí la casa. La criada trató de detenerme en la puerta, pero grité el nombre de Clarissa y desde el fondo la muchacha vino a rescatarme. Nuevamente me llevó a la habitación donde se arrumbaban los mecanismos rotos, a los que ahora se había agregado el bastón de Kolm.

—Vi a su padre en el cementerio. ¿Visita acaso la tumba de su madre?

—Mi madre murió en otra ciudad, y mi padre jamás visitó su tumba.

—¿Y qué busca en el cementerio a estas horas?

—No sé. ¿Por qué no lo siguió, si su principal interés era mi padre?

—Preferí venir hacia aquí.

—Entonces no hable del cementerio. Ya tiene los zapatos embarrados. Cuanto más hable, más barro habrá.

Me ofreció una silla que tenía una pata floja y de la que casi me caigo. Ella se sentó en un baúl. Estábamos casi a oscuras. Me pareció oír el zumbido de máquinas diminutas en las esquinas de la habitación.

—Hace mucho que no hablo con nadie. Mi padre no es buen conversador.

—Dicen que es el más grande fabricante de autómatas de Europa.

—Construyó un tigre y una bailarina, y conquistó la corte de Portugal y la de Rusia. A veces me parecía que de tanto estar entre máquinas, mi padre había encontrado el mecanismo secreto del mundo, y que todo lo que deseaba le era concedido. Pero la moda de los autómatas pasó, y ahora a mi padre no lo mueve el arte, sino la codicia y el miedo.

—¿A qué le teme su padre?

—Le teme al abad Mazy y a su calígrafo, que escribe un libro que no se termina y usa como tinta la sangre de sus enemigos.

Mientras hablábamos, la oscuridad había ocupado más espacio, y nos empujaba al uno contra el otro. Intenté abrazarla, con ese movimiento imperceptible y cobarde que trata de simular que no es un movimiento deliberado, sino un roce casual. Clarissa no hizo el menor gesto de aprobación o rechazo y me pregunté si era posible que la hubiera tocado con tal delicadeza que ella no lo hubiera notado. Envalentonado por la falta de escándalo, me acerqué más. Mis caricias no encontraron resistencia, pero tampoco eco. Las cosas que nos rodeaban se movían de a poco; se movían las muñecas holandesas y los soldados desarbolados y los diminutos dioses griegos. Todo menos Clarissa, que, erguida en su silla jugaba a ser mármol.

Von Knepper había abierto la puerta y me sentía ahora atrapado entre dos figuras de cera. Me miraba sin verme, tenía algo para decirme —me echaría de su casa, y acaso me denunciaría a la justicia— pero era evidente que la sola idea de hablarme le causaba fastidio. Estaba empapado por la llovizna y tenía las botas embarradas. Todavía estaba en otro sitio, allá fuera, entre las tumbas, y no había entrado del todo a la habitación. Ahora que su cuerpo entraba en calor, había que esperar que también su mente regresara del cementerio.

—Mi hija está enferma —dijo Von Knepper—. Con frecuencia cae en este estado.

Pasó la mano por delante de sus ojos. Clarissa no se movió.

—Le pido que no vuelva a visitarla. Los extraños desencadenan los ataques.

—Ni siquiera me acerqué a ella.

—No hace falta que se le acerque. Su enfermedad es muy delicada y detecta a los extraños aun antes de que entren en la habitación.

—Tiene a su hija encerrada en la casa, como una prisionera.

—Es la enfermedad la que la tiene prisionera. Si yo la dejara llevar una vida común, caería en trance y nunca despertaría. No trate de entender. Váyase ahora, ahora que puede, ahora que nadie se cruza en su camino.

Sentí un frío que era ajeno, y que venía de la inmovilidad de la muchacha o de las huellas que la noche había dejado en Von Knepper. El dueño de casa cruzó la habitación y antes de que tuviera tiempo de advertirlo lanzó el bastón hacia mi cuello. La mano de hierro se cerró alrededor de mi garganta. Si el mecanismo hubiera funcionado con la fuerza destructora que antes tenía, me hubiera matado. Pero sólo sentí un apretón suave, que apenas me dejaría marcas.

—Dígale a su amigo que el mecanismo ha sido ajustado. No será necesario que nos volvamos a ver.