JEROGLÍFICO
Los enviados de Roma habían leído la interpretación jesuita de El mensaje del arzobispo y estaban preparados para comprender. Habían llegado al palacio con una guardia de veinticinco hombres. Cuando la señal llegó, cuando la criatura de Von Knepper escribió las treinta y nueve palabras soñadas en Ferney, no pidieron explicaciones:
No busquen en estas manos al Obispo.
Estoy en una tumba sin inscripción,
Sin púrpura y sin cetro
Porque un impostor ha tomado mi lugar.
El abad escribió mis palabras hasta ahora.
Esta vez, sin embargo, hablo por mí.
Alcancé a oír el tumulto lejano y vi, a través de la ventana, a los monjes que huían de los soldados de Roma. Las puertas que se abrían o cerraban con violencia llamaban desde lejos a Signac, el hombre de las llaves. El guardián comprendió que su deber estaba en otra parte, y fue fiel hasta el fin.
A Darel no le importaba nada de lo que ocurría afuera, sólo la misión que le habían ordenado. Admiré su infinita concentración: ni una sola vez giró la cabeza para mirar por la ventana. Todo lo demás le era indiferente: escribía.
Allá abajo, en el jardín geométrico, el hombre de las llaves, con las ropas ensangrentadas, borraba toda simetría. Se batía tambaleante contra cuatro enemigos cuyas dagas ya lo habían marcado. Alcanzó a herir de muerte a uno, pero en la estocada perdió el arma y casi la mano. Cuando parecía acabado, extrajo de entre sus ropas dos llaves descomunales, destinadas a quién sabe qué puertas imposibles. Acostumbradas a abrir, abrieron dos cabezas. El único enemigo que quedó en pie se abalanzó contra el gigante, que tropezó con uno de los heridos y cayó en el estanque negro.
Signac trató de arrancarse el peso que lo hundía hasta el fondo, pero las llaves no se terminaban; cuando había sacado las de las puertas principales, quedaban las del sótano, y no había que olvidar las que abrían las grandes puertas de los jardines, la capilla, las cámaras secretas, el museo de la orden, las catacumbas, la sala de caligrafía, el gabinete de Darel. Quizás fue una ráfaga de aire que recorrió de una punta a otra el palacio, pero oí, en el momento en que el guardián se derrumbaba sobre el fondo, un estruendo de puertas lejanas que sonaron como una artillería fúnebre. Un séquito de esturiones desconcertados daba vueltas y vueltas sobre el gigante caído.
Darel estaba preparado para descubrir la mentira, pero no advirtió mi último trazo, porque lo inspiraba la verdad. La pluma saltó de la página y se hundió en su garganta. Me puse en guardia para recibir su respuesta, pero Darel ni siquiera me miró. Sabía reconocer el trazo de una pluma, y había adivinado que aquella era una línea definitiva. Se cubrió la herida con una mano blanca que pronto fue roja, y caminó hacia su escritorio para dibujar, con un temblor del que seguro se avergonzaría, el mismo signo que con pulso firme había dibujado en mi cara.
En los años siguientes, cada vez que me miraba al espejo, envidiaba la mano que trazó aquel signo, que en ese entonces no parecía tener significado. En las noches de insomnio, repetía el dibujo, hasta que me creía a punto de resolver el enigma, pero entonces me quedaba dormido.
Sólo años después, ya lejos de mi patria, cuando la verdad de los jeroglíficos egipcios salió a la luz, descubrí en un viejo periódico su sentido. Era el jeroglífico que representaba al dios Thot, el inventor de la escritura. Pero ¿cómo podía saberlo Darel? Entonces recordé aquel cuento oído en la Escuela de Vidors: la historia de una antigua tradición de escribas que había continuado sin interrupciones, a través de los continentes y las catástrofes.
A veces, cuando me miro la cara a la luz de la luna en un pequeño espejo roto que cuelga en la pared, me digo que Darel me marcó para hacerme saber que conmigo terminaba algo grande y secreto.