GOLPES EN LA VENTANA
No tenía otra arma que un candil de hierro y lo levanté hacia el desconocido, para defenderme si intentaba detener mi huida. Era un enemigo solo y estaba quieto, como si todavía intentara pasar inadvertido. El agua de los bloques de hielo mojaba la suela de mis botas y llegaba hasta los pies del otro. Con pasos lentos, en un intento por evitar el resbalón, llegó hasta mí.
La capucha cayó hacia atrás y dejó ver la cara de Clarissa. Fue uno de esos momentos en los que uno confía en el orden del mundo, y cree que todo es bueno y que siempre estará a salvo. Con medias palabras, bocanadas de aire y gestos sin sentido alcancé a preguntarle qué hacía allí:
—Quería ver a qué dedicaba sus noches mi padre. Ya se cansó de aprender de los seres vivos y ahora toma lecciones de los muertos.
El obispo miraba severamente nuestro abrazo y nuestros besos, preocupado porque el calor que irradiábamos derritiera los bloques y lo condenara a la caída.
Una ráfaga apagó la última vela y el obispo quedó solo en la oscuridad. Le tocaba llevar su representación hasta el fin: dejar caer la cabeza, soltar los brazos, deponer los restos de dignidad, asistir al derrumbe de los témpanos. Cerré la puerta de hierro y emprendimos el camino hacia la salida.
—¿Qué va a hacer ahora, que ya conoce la verdad?
—Mejor preguntar: ¿qué va a hacer la verdad conmigo?
Las tumbas parecían las piezas olvidadas de algún juego antiguo. Le pregunté si era cierto que su enfermedad la convertía en autómata.
—Son fantasías de mi padre. Cree que sus criaturas y yo somos hermanos y que tenemos marcas de familia.
—Pero la otra noche la vi inmóvil, como si se hubiera dormido.
—¿Acaso no le pasa a todo el mundo quedarse así, completamente quieto, como si un rayo lo hubiera fulminado? —No llegué a responderle, porque me besó—. ¿Quién podría confundirme con una autómata?
Kolm nos esperaba afuera, y aun antes de que llegáramos hasta él, nos despidió con un gesto de cansancio, de reprimenda, de aburrimiento. Caminamos apresurados hasta llegar a la casa. A pesar de que nos había tocado vivir hechos importantes, hablábamos de cosas sin importancia; esas conversaciones tontas de los enamorados. Cuando llegamos, había una luz encendida.
—Mi padre trabaja siempre de noche. Algún día se quedará ciego.
No miré hacia la ventana del inventor, porque en ese momento no me importó. Me estaba despidiendo de Clarissa sin saber por cuánto tiempo. Ella era parte de un mecanismo de apariciones y desapariciones cuyos plazos aún ignoraba.
En las noches siguientes tomé por costumbre, bien tarde, golpear ligeramente la ventana de Clarissa, esperando que se abriera. Pero nadie respondía a mis golpes. Tal vez dormía tan profundamente que nada podía despertarla; tal vez su padre había descubierto su fuga y la mantenía encerrada bajo llave, en una habitación sin ventanas. La casa estaba a oscuras, con excepción del sitio donde trabajaba su padre. Noche tras noche evité asomarme, hasta que por cansancio, o quizás porque había decidido que esa noche era la última en que montaba guardia, espié por la rendija.
Sobre muros y caballetes, había bocetos minuciosos del rostro, el cuello y las manos del obispo en distintas posiciones. Los dibujos eran perfectos, pero el modelo había contagiado a sus reproducciones con una verdad que el dibujante no había advertido. Así, en cada detalle, en la forma de las orejas, en la comisura de los labios y en el vacío de la mirada, se adivinaban las líneas de la muerte.
La ventana se abrió de pronto y la cara de Von Knepper apareció frente a mí, con alegría en lugar de furia, como si él también, en noches simétricas hubiera montado guardia para encontrarme.